Madre fantasma
La argentina Florencia del Campo borda una brillante novela sobre la culpa y el rencor que emanan del amor obligatorio y de la exigencia del cuidado familiar
Una mujer besa a su madre en un hospital. GETTY
La narradora de este libro escucha voces y se dirige al fantasma de una madre muerta. Una madre muriéndose que es un Mientras agonizo y pudre a quienes la cuidan. La enfermedad y el amor obligatorio se imponen como chantaje que dificulta el cumplimiento del propio proyecto vital. Los receptores —madres, fantasmas— apuntalan la verosimilitud de historias, a menudo autobiográficas, sobre la culpa solapada con el rencor.
En Madre mía la culpabilidad hace nido en el vértice filoso entre no poder o no querer asistir a los seres amados: en el punto intermedio entre poder y querer se inserta la contradicción fragilidad/fortaleza como signo de una identidad en tránsito que ocupa un territorio de extranjería crónica, de falta de pertenencia a la familia, el país y el idioma mismo. En los aspectos concernientes al lenguaje, Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) se escapa de la tradición literaria porque la culpa de la narradora se subraya por el hecho de ser mujer —la mujer que problematiza su condición de cuidadora—, pero también por esa pulsión de escritura que la lleva a hacer juegos de palabras con el dolor ajeno: acaso no se escribe para articular una estructura calmante, sino que se sufre para tener algo que escribir. Somos culpables de las palabras que deberían sanarnos. Culpables de los tratamientos y las ingenuidades terapéuticas. Tanto las rimas como los estribillos de los cuentos infantiles o las historias clínicas incluidas en el texto se tornan absurdos cuando hay que afrontar enfermedad y pérdida, y nos cuestionamos quién protagoniza esos dolores: la irascible moribunda o esa mujer a quien se le exige paliarlos y siente que el mayor tumor es la familia. O su propio egoísmo genéricamente impuesto. O su amor real y contrariado. O la imposibilidad de escapar de una jaula social y afectiva. Hemos de decidir si la familia es un tumor por definición; si es más maligno para las mujeres; o si lo es más para unas que para otras. La narradora fotografía las historias clínicas de su madre: los médicos arman su propio relato y esos documentos son la fotocopia de una fotocopia mal hecha que pretendía poner nombre a un malestar que agiganta (¿o reduce?) la vulgaridad de la muerte a mágico infierno lingüístico.
Nos queda la duda de si el enfermo es un monstruo manipulador o los monstruos son quienes sienten que los enfermos les roban la vida
El libro nace de la incertidumbre; la prueba documental es una parodia de la objetividad. La narración médica se contrapuntea con la narración circular de la experiencia luctuosa y nos preguntamos qué relato es más fiable. Se trata de que la muerte no arrase ese pequeño territorio moral, en el que la marca de no pertenencia define la idiosincrasia de la narradora. La escritura brilla más que cualquier historieta melodramática. El Tánatos remite el Eros a través de la metáfora del cuerpo: las escenas sexuales —escapismo, trampa, transacción—, ese follar por adulación o borrachera, ese follar literario, son potentes. La voz de una mujer, agria y humana, enfrenta a los lectores con la duda de si el enfermo es un monstruo manipulador o si los monstruos son quienes sienten que los enfermos les roban la vida. Entre la generosidad y el egoísmo, surgen preguntas que interpelan sobre todo a las mujeres. Del Campo se rebela, pero algo se le queda clavado dentro: esa materia turbia y conflictiva de la mejor literatura.
Madre mía. Florencia del Campo. Caballo de Troya, 2017. 208 páginas. 14,90 euros.
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