miércoles, 29 de noviembre de 2017

ANONIMATO || La ciudad sin atributos | Cultura | EL PAÍS

La ciudad sin atributos | Cultura | EL PAÍS

TIPO DE LETRA


El viernes pasado, un Airbus llamado Vicente Aleixandre salió de Barajas camino de la FIL. Al llegar a México se bajó del avión una cuerda de artistas y escritores entre los que había gente de Buenos Aires, Asturias, Tenerife, Cáceres, Almería y Guanajuato. Pura identidad madrileña. Los periódicos venían llenos de artículos sobre Madrid, todos tan elogiosos que daban ganas de volverse a España. Pese a todo, si te olvidas de la contaminación, tal vez sea eso un lugar civilizado: aquel sin atributos divinos, pero con buena agua del grifo.
En una feria dedicada a Madrid lo previsible sería que los madrileños —signifique eso lo que signifique— hablasen de su pueblo y los mexicanos, del suyo. Por suerte, no siempre pasa, sobre todo cuando no está muy claro quién es de cada sitio. Así, Miguel Sáenz, madrileño de Tánger y mítico traductor de Günter Grass, recordó en un coloquio sobre traducción la historia de Carlos Gerhard. Catalán de origen suizo, Gerhard fue diputado durante la República y comisario político en la abadía de Montserrat durante la guerra, periodo al que dedicó un libro “jaleado cuando critica a los fascistas y despreciado cuando critica a los anarquistas”. Murió en el exilio, en México, en 1974. Once años antes, había publicado una “admirable” traducción de El tambor de hojalata en la editorial Joaquín Mortiz, fundada por otro exiliado, Joaquín Díez-Canedo, que bautizó su sello con el pseudónimo que él mismo usaba para despistar a la policía franquista en las cartas que enviaba a su madre. El propio Grass viajó a Ciudad de México en 1964 para presentar la novela junto a Max Aub.
Pocas horas después de que Miguel Sáenz dictara su lección sobre traductores mexicanos (Alfonso Reyes, Octavio Paz, Liliana Valenzuela), el mexicano Julián Herbert dictó la suya sobre poesía española en la presentación de Sombras di-versas (Vaso Roto), una antología de 17 poetas nacidas entre 1970 y 1991 seleccionadas por Amalia Iglesias.


Sentada junto a Herbert, Luna Miguel leyó versos suyos y de otras antologadas como Miriam Reyes, Ana Gorría o Elena Medel. Acostumbrado a las masas que mueve la novela en la FIL, el autor de Canción de tumba, que empezó su carrera publicando poesía, agradeció con una rara mezcla de ironía y emoción, la escasa presencia público. “Me alegra comprobar”, dijo, “que seguimos siendo pocos pero sectarios”.

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