Historia justa de Colombia (Feria del Libro, Bogotá)
“Tragedia”: a qué otro género puede pertenecer un país que no ha podido ponerse de acuerdo en que el enemigo en común es la violencia
Dónde empieza la Historia de Colombia: en qué momento empezó a pasar lo que está pasando ahora. En la edición número 31 de la enorme Feria Internacional del Libro de Bogotá, una ciudad de voces dentro de la ciudad, aún es posible conseguir un pequeño volumen que responde la pregunta sin agendas secretas ni aspavientos. Su autor, el historiador Jorge Orlando Melo, es uno de los principales intelectuales de un país que también ha dado eso. Su título es Historia mínima de Colombia, pero podría ser Historia justa de Colombia no sólo porque su brevedad le sirve a su propósito de poner los hechos en perspectiva –y a su vocación a pensarlos con calma e ironía a la manera de la Breve Historia del Mundo de Ernst Gombrich–, sino porque logra encontrarle la lógica al melodrama de esta tierra e iluminar el capítulo absurdo que está viviendo ahora.
Se lee Historia mínima de Colombia en el borde de la silla, como se ve el cine de suspenso o se enfrenta el fútbol, porque cada vez que termina un capítulo en el libro queda la sensación de que no ha terminado en el país.
En la Colombia del libro, un archipiélago accidentado que no logra hablar la misma lengua, han vivido –en orden de aparición– indios en paz con lo que da la tierra, conquistadores sanguinarios, encomenderos, hidalgos que repiten “se obedece pero no se cumple”, americanos con “mancha de la tierra”, falsos hidalgos en busca de un “don”, esclavos, mujeres reducidas a botines de guerra, federalistas, centralistas, bolivarianos, santanderistas, legalistas, pacifistas, pacificadores, curas implacables, comuneros, traidores de capitulaciones firmadas para detener revueltas, conservadores, liberales, gramáticos, fanáticos de las constituyentes, vengadores deslegitimados por su violencia, nostálgicos de la monarquía, demócratas, defensores de los terratenientes, defensores de la equidad, oligarcas, guerrilleros, narcos, paramilitares, corruptos, descendientes de extranjeros que exigen respeto: “Usted no sabe quién fui yo…”.
Y aquí están. Y aquí siguen. Y de aquí no se mueven hasta que no nos sepamos sus vidas de memoria.
Todos los titulares de la prensa de hoy, todas las cosas que están pasándonos ahora –la explotación voraz e indolente de la tierra, los secuestros y las torturas y las masacres que echan abajo la sospecha de que estamos a punto de tener en común el odio por la violencia, las tensiones con los países vecinos por culpa de la vieja incapacidad de ocupar el territorio, los caudillos propensos a la tiranía que se sienten incómodos con la prensa o con la justicia que hay, el miedo patológico a que una izquierda llegue al poder a conseguir de una vez la transformación social que el liberalismo va logrando a largo plazo, las encuestas que en plena campaña presidencial prueban que aún hoy Dios y el militarismo y la vieja moral nos unen mucha más que la elusiva idea de la igualdad en la diversidad– nos pasaron antes en Historia mínima de Colombia.
Quizás por su vocación de inventario, quizás por su clara intención de eludir la mirada apocalíptica que suele afectar –e incluso modificar– lo colombiano, el relato de Melo consigue probarles a sus lectores que la sociedad colombiana sí ha logrado sacudirse ciertos traumas y remontar ciertos atrasos a pesar de su ambivalencia, pero asimismo logra documentar, desde el principio hasta el final, la certeza de que si hoy fuera su fin, la gran tragedia de esta esquina del mundo habría sido su pasmosa tendencia a resolver los conflictos a sangre y fuego, su extraña incapacidad de ser sin tener que prevalecer. La palabra justa es “tragedia”: a qué otro género puede pertenecer un país que no ha podido ponerse de acuerdo en que el enemigo en común es la violencia.
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