IDA Y VUELTA COLUMNA
Ojos y oídos abiertos
Claude Debussy tenía con el piano una relación tan íntima y libre como la de un dibujante con su cuaderno y sus lápices
Claude Debussy, en 1911. BRIDGEMAN / ACI
Los libros de música se leen mejor escuchando. He tenido la suerte de leer estos días la biografía más reciente de Claude Debussy al mismo tiempo que escuchaba, escucho, dos grabaciones ejemplares de obras suyas. Debussy tenía una conexión muy intensa con la música española, así que es más de agradecer aún que la suya nos llegue a través de dos artistas jóvenes españoles, uno director de orquesta y el otro pianista, Pablo Heras-Casado y Javier Perianes. Los dos son andaluces además: la inspiración española de Debussy, que estuvo tan cerca de Albéniz y Manuel de Falla, viene sobre todo de la música popular andaluza, lo cual estoy seguro de que acentuará la sintonía que establecen con él Heras-Casado y Perianes, dos músicos que conjugan el rigor de su formación clásica con una atención muy viva hacia lo contemporáneo y lo popular. Encontré primero el disco de obras orquestales de Heras-Casado con la Philharmonia Orchestra, y hace tan solo unos días, el de Javier Perianes, que incluye la primera serie de los Preludios, completada por el tríptico prodigioso de las Estampas.
Las grabaciones de los Preludiossuelen abarcar juntas las dos series. Que Perianes haya elegido solo una de ellas tiene la virtud de concentrar la escucha, y de recordarnos que hay una notable distancia temporal, y hasta cierto punto de estilo, entre las dos. La añadidura de las Estampas subraya el carácter perturbador de esta música en apariencia tan sosegada, tan poco propensa al énfasis y al ruido. Debussy, como dice Alex Ross de Ravel, revolucionó las profundidades de la música sin agitar su superficie. Escuchando el Preludio a la siesta de un faunodirigido por Heras-Casado percibimos su poesía y su extrañeza, pero ya no la fuerza de una novedad que ha terminado incorporándose a la memoria musical común. El Preludio es de 1894, aunque su verdadero impacto solo llegó en 1912, cuando los Ballets Rusos de Diaghilev lo convirtieron en un espectáculo de danza contemporánea, abriendo el camino que solo un año más tarde culminaba con el estreno de La consagración de la primavera. Debussy, un hombre solitario, de opiniones musicales insobornables, podía ser atento y generoso con los compositores más jóvenes. En la biografía que yo acabo de leer —Debussy: A Painter In Sound—, Stephen Walsh relata el entusiasmo con el que el compositor veterano celebró las dos obras rompedoras del joven Stravinski, Petrouchka y luego La consagración. Gusta imaginar juntos y buenos amigos a dos artistas que uno admira. Según Walsh, Debussy tenía en casa y tocaba a solas las partituras de Stravinski antes de que se estrenaran, y se sentó junto a él al piano en fiestas privadas en las que se presentaban.
Leo y escucho. Parece que al oído alerta de Debussy no se le escapaba nada. Desde muy joven, con instintiva rebeldía, se negó a resignarse a la ortodoxia académica de las enseñanzas en el conservatorio, fosilizadas en las convenciones formales de la música alemana. Quería remontarse a la música barroca francesa, a las polifonías de Palestrina y Victoria en el siglo XVI. Le gustaba el music hall, los cafés cantantes, el circo, los espectáculos de marionetas. En 1889, en la misma Exposición Universal de París en la que se inauguró la Torre Eiffel, Debussy escuchó unas músicas que probablemente no habían sonado nunca antes en Europa, y que él ya no olvidó jamás. Las exposiciones universales eran escaparates glorificadores del progreso técnico y del expolio colonial. En el pabellón de Java, Debussy asistió a los conciertos de una orquesta de gamelán; en el de la colonia que aún no se llamaba Vietnam vio un espectáculo teatral acompañado de vientos y percusiones muy simples que lo sobrecogieron por su originalidad, su libertad sonora, su pura fuerza expresiva. Veinte años después, las armonías extrañas y los ritmos siempre fluidos del gamelán indonesio seguían presentes en su imaginación musical. Cierro el libro de Walsh y, siguiendo sus instrucciones, presto una atención más cuidadosa a la primera de las Estampasen la grabación de Perianes, ‘Pagodas’: ahí están esas sonoridades disgregadas y repetidas, esas armonías que incluso en un instrumento tan europeo como el piano se abren a otros universos de la invención musical, de la percepción auditiva.
Hace falta mucha atención: más todavía porque se trata de piezas que uno ha escuchado muchas veces, en conciertos que recuerda bien y en grabaciones históricas. Se debería apreciar una obra de arte con una concentración equivalente a la que puso su autor cuando la creaba; habría que ser ese lector ideal aquejado de un insomnio ideal que reclamaba Joyce. En literatura, eso lo consigue un buen traductor. En música, sin duda, un intérprete excepcionalmente preparado, y también entregado. A Javier Perianes yo lo escuché por primera vez hace bastantes años, tocando la Música callada, de Mompou, que tiene tanto que ver con Debussy. Ahora me doy cuenta del impulso de aprendizaje, preparación, paciencia, descubrimiento que puede llevar a un pianista a enfrentarse a partituras como éstas. Debussy tenía con el piano una relación tan íntima y libre como la de un dibujante con su cuaderno y sus lápices. En la brevedad de sus composiciones parece que ha quedado impresa la huella de la improvisación y el tanteo que condujeron a ellas. Y su imaginación musical estaba tan cerca de formas rápidas de expresión visual como el dibujo o la acuarela que los títulos que ponía a esas piezas las iluminan desde dentro ayudándonos a percibir su sentido. Nadie lo explicó mejor por escrito que Manuel de Falla, hablando de una de las tres Estampas que interpreta Perianes con sutileza misteriosa, como diciendo en voz baja los versos de un poema, en ese tono de voz que agudiza nuestro oído al forzarnos a extremar la atención, como la voz murmurada de João Gilberto o la de Chet Baker. Dice Falla: “La fuerza de la evocación condensada en la ‘La soirée dans Grenade’ tiene algo de milagro, cuando se piensa que esta música fue escrita por un extranjero guiado por la sola intuición de su genio (…). Esta música, en relación con lo que la ha inspirado, nos hace el efecto de imágenes reflejadas al claro de luna sobre el agua limpia de las albercas de la Alhambra”.
Hay músicas que es preciso dejar que lo empapen a uno, que lo envuelvan, que se le hagan respirables, que lo acompañen mientras camina, como esos ‘Pasos en la nieve’ de uno de los Preludios que Perianes toca extremando el sigilo hasta casi el silencio. Termina la música y termina el libro de Stephen Walsh. A partir de ahora escucharé mejor a Debussy.
Debussy: La Mer. Le Martyre de saint Sébastien. Symphonic Fragments. Pablo Heras-Casado. Philharmonia Orchestra. Harmonia Mundi, 2018. 57m 4s.
Debussy: Préludes du 1er Livre. Estampes. Javier Perianes. Harmonia Mundi, 2018. 58m 26s.
Debussy. A painter in sound. Stephen Walsh. Penguin Random House, 2018. 336 páginas.
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