LOS CHICOS Y LOS LIBROS
Otra forma de felicidad
Domingo 21 de Agosto de 2011
La relación de los niños con los libros tiene su periplo en la misma literatura. Los personajes infantiles que leen en la ficción plantean, veladamente, una postura crítica de sus autores sobre la lectura, además de enriquecer las historias con sentidos y sugerencias más allá del texto, tomados de la tradición literaria.
Por María Eugenia Bestani
Para LA GACETA - Tucumán
Los padres de Matilda no muestran interés alguno por la vida interior de su hija. Si lo hicieran, descubrirían que es una niña excepcional. A la edad de tres años, Matilda se las ingenia para aprender a leer sola. No hay libros en la casa, solo revistas y un volumen con recetas de cocina. Cuando ella pide que le compren un libro "de verdad", el padre, molesto, la manda a sentarse frente al televisor.
Este entrañable personaje de Roald Dhal tiene la suficiente astucia como para proveerse de lecturas en la biblioteca cercana. La interacción de la mente y el libro es algo complejo. El estímulo temprano le da a Matilda un poder sobrenatural, y con la fuerza de la imaginación puede revertir la mediocridad de su entorno.
Otra niña escapa del prosaísmo y del letargo del día. "¿Cuál es el sentido de un libro que no tiene dibujos ni diálogos?", se pregunta Alicia, el personaje de Lewis Carroll, mirando a hurtadillas las páginas que su hermana lee, antes de que comiencen sus extraordinarias aventuras.
La escritora alemana Cornelia Funke, en su novela Corazón de tinta, nos presenta a Meggie, una jovencita de 12 años aficionada a la lectura, hija de un encuadernador de libros; y con ella nos introduce en la fantasía (quizás, muchos la hemos tenido alguna vez): los protagonistas de nuestros cuentos favoritos abandonan su mundo de tinta e irrumpen en la realidad. El salto de nivel ontológico se da en el plano de la ficción, pero no deja de ser inquietante.
James Joyce, en su novela autobiográfica Retrato del artista adolescente, muestra a su personaje Stephen Dedalus (alter ego del autor) a la edad de tres años, evocando, en media lengua infantil, un cuento que le relata su padre y un poema sobre las rosas verdes. Él lo sabe bien, en la realidad no hay rosas de ese color, pero admite, en el lenguaje las rosas sí pueden ser verdes.
Unos años más tarde, Stephen despertará al erotismo con la lectura de El Conde de Montecristo. Las páginas escritas por Alejandro Dumas le dejan el corazón acongojado de pasión por la bella catalana Mercedes, y busca "encontrar en el mundo real la imagen insubstancial que su alma constantemente retiene".
En otra novela autobiográfica, El imperio del sol, de J. G. Ballard, el personaje infantil Jim piensa que el mundo del nonesense que Lewis Carroll construye en Alicia través del espejo es más comprensible y racional que su Shangai natal, bajo amenaza, donde los imperios van a encontrarse, para destruirse.
Hay lecturas más elocuentes por lo que han callado. En el final de El señor de la moscas, de William Golding, irónicamente, un niño llora por la inocencia perdida. Ha reconocido las tinieblas en el corazón del hombre, algo de lo que la lectura de su libro Isla de coral lo había preservado.
A juzgar por el destino de estos personajes amantes de los libros, la vida futura de quienes leen no va a ser más larga, ni siquiera más feliz, pero sí, con introspección, más imaginativa, más intensa. Otra forma de felicidad.
© LA GACETA
María Eugenia Bestani - Profesora de Literatura Anglófona II y III en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT.
Otra forma de felicidad - La Gaceta
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