EN PORTADA / Análisis [1/3]
Mundos interiores
El cerebro alberga una gran colección de mapas interiores que van interpretando los datos crudos que recibimos del mundo. Varios libros exploran la naturaleza de las facultades mentales e indagan en las teorías más radicales sobre la neurobiología
Una buena forma, no sé si por metafórica o por todo lo contrario, de capturar el problema central de la neurología de la mente, y quién sabe si hasta de su filosofía, es reflexionar un rato sobre el cubo de Necker. Mételo en Google Imágenes si no sabes lo que es. Lo mismo valdrían la joven y la vieja de Dalí, el pato que parece un conejo o esa vasija que también son dos caras de perfil, pero el cubo de Necker es seguramente la forma más simple y estilizada de esta paradoja sobre la percepción, la voluntad y la consciencia.
El cubo de Necker tiene dos posibles interpretaciones: un cubo visto desde arriba o desde abajo. Es condenadamente difícil ver las dos a la vez. Tú sabes que están allí, pero cuando miras el dibujo solo ves una de ellas, generalmente la vista desde arriba. Pero basta que mires el dibujo un buen rato para que el cubo flipe a su otra interpretación. Como sucede con la joven y la vieja, o con la vasija y los perfiles, la información que te entra desde los ojos es siempre la misma, pero alguna parte de tu cerebro —eso que tú llamas yo— está oscilando entre dos percepciones, entre dos estados de consciencia. Más aún: con un poco de práctica, tú puedes dar una orden voluntaria a tu córtex visual para que te presente una imagen o la otra. ¿Qué quiere decir esto?
Nuestro cuerpo está representado en dos tiras verticales de cerebro, un poco por encima de cada oreja. Es el famoso homúnculo somatosensorial, esa figurilla deforme y horripilante de enorme boca y grandes manazas, en justa proporción a las zonas de la piel que le mandan más información sobre lo que tocan: sobre su textura y su temperatura, sobre su forma, también sobre su capacidad para hacer daño. Como nuestro cuerpo es un objeto situado en el mundo físico, y como su geometría es coherente con las coordenadas del entorno —un delante, un detrás, dos lados con la simetría familiar de los espejos—, el homúnculo somatosensorial es en realidad un mapa del mundo. Representa la realidad tal y como la percibe el sentido del tacto, nuestro contacto físico con las cosas.
Nuestra mente es en parte una colección de mapas interiores de ese tipo, aunque muchos no posean una topografía tan evidente como la del homúnculo, ni tan desagradable de observar. Lo primero que hace el córtex auditivo —tampoco muy lejos de las orejas, ni del homúnculo que representa nuestro cuerpo— con la masa sonora que le llega del mundo exterior a cada instante es clasificarla por sus frecuencias acústicas: como notas en la escala musical, casi literalmente. En el córtex visual, allí atrás en la nuca, los homólogos de las notas musicales son las inclinaciones de las fronteras entre la luz y la sombra.
Zonas del cuerpo, notas en la escala, secuencias ordenadas de ángulos, series de fonemas: mapas de los distintos ejes del mundo.
Puesto que, redondeando un poco, esos mapas encarnan toda la información que recibimos del mundo, se sigue forzosamente que el contenido de nuestra mente —las imágenes y las imaginaciones, el ruido de un motor que se acerca y la comprensión de la estructura de una sonata, la jerigonza absurda de un bebé y el verso profundo de un poeta— son elaboraciones internas del córtex cerebral, resultados de un proceso en gran medida inconsciente que va interpretando los datos crudos del mundo, extrayendo sus pautas e integrándolos en una geometría coherente: una que sea compatible con el mundo, pero también con lo que ya habíamos aprendido del mundo, de sus regularidades, de sus correlaciones, de sus patrones arquitectónicos.
Lo que tienen en común todos esos procesos, por todo lo que conocen hoy las neurociencias, es un mecanismo de abstracción progresiva. Los fonemas se abstraen en sílabas, raíces y sufijos, luego en nombres y verbos, después en oraciones simples que valen por un nombre o por un verbo dentro de una frase compuesta de mayor jerarquía. Parece el trabajo de un gramático, pero también es la operación estándar de nuestro córtex. Lo es de nuestro córtex lingüístico, una de las adquisiciones más importantes de la evolución de los homínidos, pero también del resto del córtex, que es un logro evolutivo muy anterior al lenguaje. Anterior en cientos de millones de años, por ponerle una datación conservadora. Porque lo que llamamos ver se basa en un proceso similar.
La visión empieza, como vimos antes, con una secuencia ordenada de las inclinaciones que muestran las fronteras entre la luz y la sombra. Esa clasificación ocurre en la región más primaria del cerebro visual, que se llama, no muy inspiradamente, V1. Las unidades funcionales del córtex, o al menos del córtex visual, se llaman columnas y tienen el tamaño de una mina rota de uno de esos lápices recargables. Imagina miles de ellas apiladas como vasos de tubo en una bandeja.
En V1, una columna se activa en respuesta a las fronteras horizontales, la de al lado en respuesta a las ligeramente inclinadas, la siguiente a las que están inclinadas un poco más, y así hasta una docena de columnas que completan el reloj. Como vimos, esta es la información elemental con la que las áreas visuales superiores generan sus modelos de las formas geométricas y de los objetos tridimensionales.
En su viaje hacia arriba (literalmente, desde la nuca hacia lo alto de la cabeza), la información se va haciendo cada vez más abstracta, paso a paso y de un modo automático. A cierta altura de esa escalera hacia lo abstracto, las columnas ya no responden a un tipo de objeto tridimensional visto en cierta orientación, sino a un tipo de objeto visto en cualquier orientación. Imagina una forma más o menos cúbica, como un edificio.
Todas las orientaciones de esa forma cúbica tienden a formar una secuencia en nuestra experiencia (como al dar la vuelta al edificio). La siguiente área del córtex visual aprende esa secuencia como un todo. Así nace un concepto abstracto (cubo, aprenderá luego el niño en su clase de geometría).
Más arriba en esa jerarquía hay pequeños grupos de neuronas que significan Bill Clinton o Halle Berry, por citar dos ejemplos reales descubiertos por Christof Koch, un neurocientífico de Caltech (el instituto tecnológico de California). El reconocimiento de las letras y las palabras es otra de estas funciones de alto nivel.
Al igual que ocurría con el córtex lingüístico, las áreas visuales del cerebro forman una serie jerárquica. La primera área recibe de la retina un vulgar informe de luces y sombras (fonemas, notas musicales), pero entrega un mapa ordenado de las inclinaciones de esas fronteras (sílabas, intervalos musicales); la siguiente recibe esas líneas y entrega polígonos (palabras, acordes), que la otra convierte en formas tridimensionales, luego en conceptos geométricos abstractos, y dejo aquí los paréntesis al lector.
La teoría actual más radical sobre la neurobiología de la mente propone extrapolar ese mecanismo jerárquico de abstracción progresiva a todo el córtex cerebral. Incluidas las regiones más anteriores, o más próximas a la frente, que son las que han crecido más desproporcionadamente durante la evolución de los homínidos: las que más nos diferencian de un chimpancé, o de un australopiteco. Y que es donde un siglo de neurología ha situado nuestras más altas funciones mentales, como la autoconsciencia, la interacción social y los juicios éticos.
Pero, según la teoría radical, la única diferencia esencial entre las distintas áreas del córtex es la información que llega de abajo. Si le llegan superficies, genera objetos tridimensionales; si notas, genera melodías; si fonemas, genera sílabas; si nombres y verbos, genera frases. Ya ves la idea general. ¿Alguna propuesta para generar una metáfora? ¿O una teoría científica? Recuerda que también esas son funciones del cerebro, o al menos de algunos cerebros.
¿Qué dice todo esto sobre la naturaleza innata o aprendida de las facultades mentales? No gran cosa, en realidad. La capacidad del lenguaje, por ejemplo, es en gran parte innata en nuestra especie. Hay un “órgano mental del lenguaje”, como predijo Chomsky a mediados del siglo XX. Pero ¿qué pasa con la escritura y la lectura? La capacidad innata del lenguaje no evolucionó asociada a la visión, sino al oído. Hasta hace 5.000 años todo el lenguaje era hablado, y ese es un lapso demasiado fugaz para que la evolución invente un “órgano mental de la lectura”. Y sin embargo, los niños aprenden a leer de todos modos.
Las evidencias experimentales muestran que el aprendizaje de la lectura refuerza las conexiones entre la información visual —la percepción de la forma de las letras y de las palabras— con un dispositivo cerebral preexistente que maneja la sintaxis y la semántica, pero que estaba dedicado a analizar sonidos, no imágenes. Aprender a leer aumenta literalmente la materia gris en las áreas fonológicas del córtex cerebral.
¿Y dónde está el cubo de Necker? ¿Ahí fuera en el mundo físico? ¿O tan solo dentro de tu mente cansada? Vaya, eso es otro cubo de Necker.
el dispensador dice:
existe un paisaje de la mente,
un horizonte visible,
un adelante invisible,
vemos mediante nuestros ojos,
pero hay un más allá que los sentidos no alcanzan,
que trasciende el momento,
pero también el tiempo...
cuando el alma desciende hacia la Tierra,
queda un eco en latencia en el allá,
conectados mediante un túnel de luz,
un cordón umbilical que cierra sobre la mente,
lo que mantiene a la idea "vigente",
durante el tiempo suficiente,
como para que el destino se transite... totalmente,
sin embargo ello depende,
de todo lo sembrado previamente,
y así como así, de repente,
el alma se ve impulsada hacia el naciente...
baño de madre mediante,
el alma se ve inducida hacia un cuerpo que la contiene,
poco a poco se acondiciona a la vida,
lentamente comprende el tiempo,
huellas y sombras de un pasatiempo,
donde respirar es parte del silencio,
debe entenderse el comienzo,
no naces cuando te alumbran,
sino cuando se engendran los sentimientos,
ello marcará el portal de la matriz,
que nos anidará en el pensamiento...
vivir es sólo un sueño,
regresar es halagüeño,
vuelve el alma al espíritu,
a descubrirse en el empeño,
allí no hay tiempo ni aliento,
tampoco mañana ni viento,
aquello que te llama,
es la llama de los afectos,
eso que aquí no vemos,
los ojos no ven sentimientos...
las neuronas no perciben las intenciones,
eso es sensibilidad de corazones...
las neuronas sólo traducen palabras,
no el sentido que las alientan,
tampoco las mentiras que no encuadran...
las neuronas describen paisajes,
colores, fondos, perspectivas,
declinaciones y derivas,
sin embargo viendo arriba,
nunca se ven las brizas,
sin embargo viendo debajo,
no se ve lo que rogamos...
concierto de incapacidades,
donde el todo es limitado,
no hay canción del pasado,
que alcance al mañana pensado,
de allí que se vea obligado,
a repetir lo negado,
todo aquello que se ha otorgado,
más que una gracia es legado,
lo que el don no haya cultivado,
en otro huerto será sembrado.
JULIO 15, 2012.-
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Ricard Solé: “La verdad no es un concepto científico” | Cultura | EL PAÍS
Ricard Solé: “La verdad no es un concepto científico”
El autor de 'Vidas sintéticas' plantea retos a la filosofía y a otras disciplinas. Aunque la inteligencia artificial aún está lejos, el profesor cree que cuando se den “ciertas condiciones básicas, podría surgir espontáneamente la conciencia”
Ricard Solé (Barcelona, 1962) estudió Física y Biología, una combinación que le permite pasear sin mayores problemas por las distintas dimensiones del cosmos y abordar las grandes preguntas del universo a través de disciplinas transversales que empujan la ciencia hacia dimensiones filosóficas. Es profesor de la Universidad Pompeu Fabra, investigador del ICREA, el instituto catalán de estudios avanzados, y dirige el Laboratorio de Sistemas Complejos. Es también catedrático externo en el Santa Fe Institute, de Nuevo México, en Estados Unidos. Escribe en numerosas publicaciones científicas y ha publicado, entre otros libros, Redes complejas. Del genoma a Internet y Vidas sintéticas, ambos en la colección Metatemas de Tusquets.
PREGUNTA. Dice usted que en muchas de las preguntas fundamentales que se hace el ser humano, la ciencia ha ido ganando terreno a la filosofía, que parece haberse quedado sin herramientas para responderlas. ¿Qué dicen los filósofos?
RESPUESTA. Tenemos encuentros y desencuentros. Para mí tienden demasiado a menudo a quedarse en el terreno de las metáforas. Las grandes preguntas: el origen de la conciencia, el origen de la vida o el origen del universo, ya están en el campo de la ciencia.
P. ¿La ética, la moral…?
R. Uno pensaría que la moral no es un objeto científico y sin embargo esa suposición se está cuestionando seriamente. Desde la ciencia va emergiendo la idea de que la moral no es un concepto subjetivo. Por un lado nuestras inclinaciones a ayudar a los demás son el resultado de nuestra evolución como especie cooperadora. De forma espontánea, tendemos a ayudar a un niño que llora, y consideramos que ese comportamiento es el correcto. ¿Por qué? Sam Harris, en su libro The moral landscape, defiende muy bien esta teoría. Uno de los defectos de nuestra cultura es suponer que hay cosas como la moral que pueden relativizarse, lo que al final permite tolerar actos moralmente inaceptables.
P. De algún modo sería lo contrario de la asunción generalizada de que la ciencia tiende a relativizar y que el conocimiento crea ateos sin escrúpulos. Lo que usted dice es que todos los grandes principios éticos no son relativos, sino que son objetivables.
R. El conocimiento es la mejor arma contra la intolerancia. A diferencia de la religión, en ciencia los argumentos de autoridad o tradición carecen de valor. El sentido crítico es vital para avanzar y eso es algo que falla en nuestra sociedad y sobre todo a nuestros políticos.
P. En el último capítulo de Vidas sintéticas plantea la cuestión de la inmortalidad y cita a Mary Shelley: “Para conocer los orígenes de la vida, debemos primero conocer la muerte”.
R. Cuando tomamos una célula de nuestro cuerpo y la ponemos en un cultivo, se va dividiendo hasta que cuando lo ha hecho un número de veces determinado, se desencadena la llamada muerte celular programada. En cierto sentido, la conclusión es que somos mortales. Siempre hemos pensado que la mortalidad es el resultado de la evolución y tal vez de la termodinámica. Pero resulta que hay un mecanismo de control, basado en una proteína, la telomerasa, que es reversible. En las células normales la telomerasa no funciona, y los extremos de los cromosomas —los telómeros— se van recortando cada vez que la célula se divide, hasta que se termina el telómero y la célula muere. Las células madre son la excepción, y en ellas la telomerasa permite recomponer el trozo cortado cada vez. Las células cancerosas emplean esta estrategia reactivando la telomerasa, con lo que se vuelven inmortales. Son de hecho una versión deformada del cuento de Scott Fitzgerald El extraño caso de Benjamin Button: a medida que va pasando el tiempo las células tumorales pierden propiedades características de las células que llamaríamos adultas. Pero en este caso la inmortalidad tiene un precio muy alto. ¿Y qué pasa cuando a unos ratones transgénicos les pones estos genes activados en todas las células? Pues que viven el doble que los ratones normales y cuando mueren sus tejidos, su cerebro, sus músculos son jóvenes. Así pues, estábamos equivocados. A Mary Shelley le habría encantado.
P. ¿Cómo se crea vida sintética?
R. Aunque durante años hemos empleado ordenadores para simular sistemas biológicos, la ingeniería genética nos ha permitido, en la última década, construir en el laboratorio lo que antes solo se podía imaginar. Estamos solo al principio, pero ya es posible modificar células para que detecten células tumorales y las destruyan, o sintetizar antibióticos o desarrollar ordenadores biológicos. En cierto sentido, estamos cruzando fronteras que hasta ahora era impensable que se pudieran alcanzar.
P. ¿Y los filósofos qué piensan?
R. Algunos ya han entrado en materia, aunque en general creo que la mayoría se quedan atrás, y las cosas cambian con rapidez. Hablar científicamente de la conciencia hace quince años era inconcebible y ahora es algo normal.
P. ¿Hay una diferencia entre lo funcional y la verdad?
R. Claro. La verdad no es un concepto científico. Nosotros hacemos modelos del mundo, intentamos validarlos lo mejor posible y que sean predictivos; es decir, que cuando surge un nuevo dato el modelo lo pueda explicar. Esto es lo más cercano a la verdad que se puede llegar. Y no se puede negar la capacidad de las teorías científicas para explicar el mundo, más allá de cualquier visión religiosa.
P. ¿El bosón de Higgs es realmente la partícula de Dios?
R. El nombre de marras fue idea del editor del libro de Leon Lederman, que odia esa expresión. Si es algo, al final sería la partícula que matará a Dios, porque la teoría de Higgs forma parte de un cuerpo teórico impresionante entre cuyas implicaciones está la idea de que el Universo surge necesariamente de la nada. De nuevo, pisando los talones a la filosofía.
P. Decir que el Universo surge de la nada no deja de producir un importante vértigo existencial, desmonta todos los mecanismos que el hombre ha ido articulando sobre las grandes preguntas.
R. La gran mayoría de científicos son agnósticos, ateos o viven en la duda existencial. Desde el punto de vista del no creyente, al margen de donde viniera el universo, estar vivo es, como dice Richard Dawkins, un privilegio extraordinario. Somos extraordinariamente afortunados, porque de todas las posibles personas que hubieran podido existir, nos ha tocado a nosotros. Nos ha tocado la lotería.
P. En su libro utiliza constantemente referencias al cine. ¿Qué papel juega la ciencia ficción en la formación de un científico?
R. En las sobremesas, hablamos tanto de ciencia como de literatura y cine, y procuro que mis estudiantes aprecien películas como Eva o Blade Runner y que nos sirvan de marcos de discusión. Y es fantástico trabajar en un campo en el que tu distancia con la ficción sea tan pequeña. El otro día, en la pizarra, discutiendo algunas ideas con mi colega Javier Macía, me señaló: “¿Te das cuenta de que lo que estamos diciendo suena a ciencia ficción?”. Ya no es ciencia ficción.
P. ¿Qué autores de ciencia ficción son sus favoritos?
R. Ray Bradbury, que en paz descanse, con diferencia; Asimov, sobre todo en lo que respecta a las reflexiones sobre los robots y la idea de la historia humana como algo predecible. Philip K. Dick, por supuesto, todos ellos visionarios.
P. En su libro dice que alcanzar la capacidad de un cerebro humano está solo a un paso, pero también asegura que la capacidad de computación de un cerebro humano es imposible de conseguir con nuestros conocimientos actuales.
R. El problema no es la capacidad, porque hacia 2020 dispondremos de un ordenador con tantos bits como los que tiene el cerebro. Pero tener una máquina muy grande con muchos procesadores y con los mismos bits no es lo mismo que tener un cerebro. ¿Cómo procesa la información un cerebro? No lo sabemos. Estamos muy lejos de la inteligencia artificial. Pero se ha avanzado mucho y lo que apunto es que en el momento en que se den ciertas condiciones básicas, podría surgir espontáneamente la conciencia. Al fin y al cabo, los robots que se reconocen en un espejo o que mienten ya están ahí. ¿Quién sabe lo que nos espera?
P. ¿A qué campos se extienden estas simulaciones?
R. Desde la Física ha habido una invasión a la Economía y la Sociología. Creo que los físicos han hecho sus deberes y han desarrollado un marco teórico muy superior a la teoría económica clásica, que en muchos sentidos es anticientífica porque parte de hipótesis que no se aguantan, como que existe un equilibrio entre la oferta y la demanda, que los agentes actúan de forma racional y que disponen de la información completa y correcta. Y algunos investigadores esperan poder crear algo así como una historia artificial. No sé si llegaremos a crear una Psicohistoria, como la de Asimov, pero seguro que se descubrirán cosas inesperadas.
el dispensador dice:
depende la verdad de las perspectivas,
no es lo mismo apreciar desde arriba,
que ver por debajo las mentiras,
las palabras son diatribas,
cuando segundas intenciones disfrazan,
a veces se toma por verdad,
lo que en la conveniencia descansa,
los intereses rebasan,
y las ideas genuinas se arrasan,
el hombre desconoce su casa,
cuando no desentraña qué pasa,
más allá de la realidad que lo alcanza...
JULIO 15, 2012.-
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Las caras del cerebro | Cultura | EL PAÍS
el dispensador dice:
debes tener presente,
que el cuerpo es sólo una forma,
de ausentar el alma en la mente,
necesitando del corazón,
para sostener del afecto un puente,
si al cruzarlo eres prudente,
regresarás sabiendo qué significa tener en alto la frente,
cuando se pesen tus palabras,
cuando se calibren las intenciones consistentes,
apreciarás qué se siente,
de haber hecho bien la tarea,
la luz del Señor se merece,
cuando en la misericordia se establece,
la compasión que se disemina,
la solidaridad sólo crece y crece,
entendiendo que la oración no es cuestión de rece,
sino lo que en la huella se cuece...
llegado este punto,
finalmente,
todo es cuestión de la idea,
con la que habrás llenado tu mente,
si le has mentido a tu gente,
si le has burlado su inocencia,
justo allí no hallarás clemencia,
y tu destino siguiente se vestirá de ausencias.
JULIO 15, 2012.-
final: la vida en los tiempos respirables, no es más que una idea traducida a destino... donde el espíritu es esencia, donde el alma es vehículo, donde lo importante es no hacer el ridículo (ante uno mismo).
PREGUNTA. Dice usted que en muchas de las preguntas fundamentales que se hace el ser humano, la ciencia ha ido ganando terreno a la filosofía, que parece haberse quedado sin herramientas para responderlas. ¿Qué dicen los filósofos?
RESPUESTA. Tenemos encuentros y desencuentros. Para mí tienden demasiado a menudo a quedarse en el terreno de las metáforas. Las grandes preguntas: el origen de la conciencia, el origen de la vida o el origen del universo, ya están en el campo de la ciencia.
P. ¿La ética, la moral…?
R. Uno pensaría que la moral no es un objeto científico y sin embargo esa suposición se está cuestionando seriamente. Desde la ciencia va emergiendo la idea de que la moral no es un concepto subjetivo. Por un lado nuestras inclinaciones a ayudar a los demás son el resultado de nuestra evolución como especie cooperadora. De forma espontánea, tendemos a ayudar a un niño que llora, y consideramos que ese comportamiento es el correcto. ¿Por qué? Sam Harris, en su libro The moral landscape, defiende muy bien esta teoría. Uno de los defectos de nuestra cultura es suponer que hay cosas como la moral que pueden relativizarse, lo que al final permite tolerar actos moralmente inaceptables.
P. De algún modo sería lo contrario de la asunción generalizada de que la ciencia tiende a relativizar y que el conocimiento crea ateos sin escrúpulos. Lo que usted dice es que todos los grandes principios éticos no son relativos, sino que son objetivables.
R. El conocimiento es la mejor arma contra la intolerancia. A diferencia de la religión, en ciencia los argumentos de autoridad o tradición carecen de valor. El sentido crítico es vital para avanzar y eso es algo que falla en nuestra sociedad y sobre todo a nuestros políticos.
P. En el último capítulo de Vidas sintéticas plantea la cuestión de la inmortalidad y cita a Mary Shelley: “Para conocer los orígenes de la vida, debemos primero conocer la muerte”.
R. Cuando tomamos una célula de nuestro cuerpo y la ponemos en un cultivo, se va dividiendo hasta que cuando lo ha hecho un número de veces determinado, se desencadena la llamada muerte celular programada. En cierto sentido, la conclusión es que somos mortales. Siempre hemos pensado que la mortalidad es el resultado de la evolución y tal vez de la termodinámica. Pero resulta que hay un mecanismo de control, basado en una proteína, la telomerasa, que es reversible. En las células normales la telomerasa no funciona, y los extremos de los cromosomas —los telómeros— se van recortando cada vez que la célula se divide, hasta que se termina el telómero y la célula muere. Las células madre son la excepción, y en ellas la telomerasa permite recomponer el trozo cortado cada vez. Las células cancerosas emplean esta estrategia reactivando la telomerasa, con lo que se vuelven inmortales. Son de hecho una versión deformada del cuento de Scott Fitzgerald El extraño caso de Benjamin Button: a medida que va pasando el tiempo las células tumorales pierden propiedades características de las células que llamaríamos adultas. Pero en este caso la inmortalidad tiene un precio muy alto. ¿Y qué pasa cuando a unos ratones transgénicos les pones estos genes activados en todas las células? Pues que viven el doble que los ratones normales y cuando mueren sus tejidos, su cerebro, sus músculos son jóvenes. Así pues, estábamos equivocados. A Mary Shelley le habría encantado.
P. ¿Cómo se crea vida sintética?
“Uno pensaría que la moral no es un objeto científico y sin embargo esa suposición se está cuestionando seriamente”
P. ¿Y los filósofos qué piensan?
R. Algunos ya han entrado en materia, aunque en general creo que la mayoría se quedan atrás, y las cosas cambian con rapidez. Hablar científicamente de la conciencia hace quince años era inconcebible y ahora es algo normal.
P. ¿Hay una diferencia entre lo funcional y la verdad?
R. Claro. La verdad no es un concepto científico. Nosotros hacemos modelos del mundo, intentamos validarlos lo mejor posible y que sean predictivos; es decir, que cuando surge un nuevo dato el modelo lo pueda explicar. Esto es lo más cercano a la verdad que se puede llegar. Y no se puede negar la capacidad de las teorías científicas para explicar el mundo, más allá de cualquier visión religiosa.
P. ¿El bosón de Higgs es realmente la partícula de Dios?
R. El nombre de marras fue idea del editor del libro de Leon Lederman, que odia esa expresión. Si es algo, al final sería la partícula que matará a Dios, porque la teoría de Higgs forma parte de un cuerpo teórico impresionante entre cuyas implicaciones está la idea de que el Universo surge necesariamente de la nada. De nuevo, pisando los talones a la filosofía.
P. Decir que el Universo surge de la nada no deja de producir un importante vértigo existencial, desmonta todos los mecanismos que el hombre ha ido articulando sobre las grandes preguntas.
R. La gran mayoría de científicos son agnósticos, ateos o viven en la duda existencial. Desde el punto de vista del no creyente, al margen de donde viniera el universo, estar vivo es, como dice Richard Dawkins, un privilegio extraordinario. Somos extraordinariamente afortunados, porque de todas las posibles personas que hubieran podido existir, nos ha tocado a nosotros. Nos ha tocado la lotería.
P. En su libro utiliza constantemente referencias al cine. ¿Qué papel juega la ciencia ficción en la formación de un científico?
R. En las sobremesas, hablamos tanto de ciencia como de literatura y cine, y procuro que mis estudiantes aprecien películas como Eva o Blade Runner y que nos sirvan de marcos de discusión. Y es fantástico trabajar en un campo en el que tu distancia con la ficción sea tan pequeña. El otro día, en la pizarra, discutiendo algunas ideas con mi colega Javier Macía, me señaló: “¿Te das cuenta de que lo que estamos diciendo suena a ciencia ficción?”. Ya no es ciencia ficción.
P. ¿Qué autores de ciencia ficción son sus favoritos?
R. Ray Bradbury, que en paz descanse, con diferencia; Asimov, sobre todo en lo que respecta a las reflexiones sobre los robots y la idea de la historia humana como algo predecible. Philip K. Dick, por supuesto, todos ellos visionarios.
P. En su libro dice que alcanzar la capacidad de un cerebro humano está solo a un paso, pero también asegura que la capacidad de computación de un cerebro humano es imposible de conseguir con nuestros conocimientos actuales.
R. El problema no es la capacidad, porque hacia 2020 dispondremos de un ordenador con tantos bits como los que tiene el cerebro. Pero tener una máquina muy grande con muchos procesadores y con los mismos bits no es lo mismo que tener un cerebro. ¿Cómo procesa la información un cerebro? No lo sabemos. Estamos muy lejos de la inteligencia artificial. Pero se ha avanzado mucho y lo que apunto es que en el momento en que se den ciertas condiciones básicas, podría surgir espontáneamente la conciencia. Al fin y al cabo, los robots que se reconocen en un espejo o que mienten ya están ahí. ¿Quién sabe lo que nos espera?
P. ¿A qué campos se extienden estas simulaciones?
R. Desde la Física ha habido una invasión a la Economía y la Sociología. Creo que los físicos han hecho sus deberes y han desarrollado un marco teórico muy superior a la teoría económica clásica, que en muchos sentidos es anticientífica porque parte de hipótesis que no se aguantan, como que existe un equilibrio entre la oferta y la demanda, que los agentes actúan de forma racional y que disponen de la información completa y correcta. Y algunos investigadores esperan poder crear algo así como una historia artificial. No sé si llegaremos a crear una Psicohistoria, como la de Asimov, pero seguro que se descubrirán cosas inesperadas.
el dispensador dice:
depende la verdad de las perspectivas,
no es lo mismo apreciar desde arriba,
que ver por debajo las mentiras,
las palabras son diatribas,
cuando segundas intenciones disfrazan,
a veces se toma por verdad,
lo que en la conveniencia descansa,
los intereses rebasan,
y las ideas genuinas se arrasan,
el hombre desconoce su casa,
cuando no desentraña qué pasa,
más allá de la realidad que lo alcanza...
JULIO 15, 2012.-
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Las caras del cerebro | Cultura | EL PAÍS
Las caras del cerebro
Nuevos libros analizan la actividad neuronal y las funciones de la inteligencia y la memoria
Antes que nada somos nuestro cerebro y la mente que él crea. Sólo lo que ellos son capaces de percibir o conocer no nos es ajeno. Por esa razón, si fuera posible trasplantar el cerebro de un cuerpo a otro, lo que en realidad estaríamos haciendo no sería un trasplante de cerebro, sino un trasplante de cuerpo. Un análisis científico y riguroso de la naturaleza humana debe entonces empezar por evitar el lenguaje dualista, el que considera que la persona o su mente son algo independiente de su cerebro”. La anterior cita procede del libro del catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona Ignacio Morgado Cómo percibimos el mundo, y da idea del espíritu que mayoritariamente dirige los esfuerzos por comprender qué es y cómo actúa nuestro órgano más querido, el cerebro.
Podemos continuar viviendo sin más, que el corazón continúe latiendo y seamos capaces de respirar, pero para tener conciencia de nosotros mismos y relacionarnos con otros y con el mundo exterior necesitamos un cerebro que funcione más o menos correctamente. De ahí no que sea nuestro órgano más querido, sino que sin él, en realidad, no somos nada, o mejor, nada más que materia, aunque sea materia organizada. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que los científicos que se dedican a estudiar el cerebro, los neurocientíficos, se estén planteando cuestiones que van más allá de las que en un tiempo no lejano dominaban su profesión, cuestiones de las que da buena idea el libro de Douwe Draaisma Dr. Alzheimer, supongo, en el que presenta las aportaciones de 11 científicos que se distinguieron en la investigación de los trastornos de la mente. Si antes lo fundamental era centrarse en el estudio de las conexiones entre el enorme número de neuronas que forman el cerebro, así como en identificar las regiones de éste asociadas a características definidas (habla, sociabilidad, capacidad musical, emociones, razonamiento lógico, procesamiento de información visual, habilidad matemática, etcétera), ahora cada vez son más tratadas cuestiones como la de entender qué es la felicidad en base neurológica, que Francisco Mora, catedrático de Fisiología de la Universidad Complutense, aborda en ¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad? Entre los atractivos de pretender entender la felicidad desde las neurociencias está el que conduce a preguntas como las que se hace el profesor Mora: “¿Pueden los animales sentir felicidad? ¿Es lo mismo la felicidad en el niño que la felicidad en el anciano?”.
El cerebro es un pozo oscuro que esconde innumerables sorpresas. El libro de Ignacio Morgado repasa algunas, las más obvias y, en consecuencia, también las que nos son más cercanas. Menos evidente, o, si se prefiere, más original es lo que, con la colaboración de la escritora y periodista Sandra Blakeslee, hacen en Los engaños de la mente Stephen Macknik y Susana Martínez Conde, dos miembros del Instituto Neurológico Barrow de Phoenix que además pertenecen a varias organizaciones de magos: explicar los trucos de magia que tanto nos asombran recurriendo a las neurociencias. Es este el primer libro que se ha escrito sobre la neurociencia de la magia, y al leerlo me hice la pregunta: ¿cómo es que no se pensó antes que la magia constituye un magnífico banco de pruebas para estudiar cómo percibe nuestro cerebro?
Probablemente, por la renuencia de los investigadores a salir de sus laboratorios, a abandonar las tradiciones, los problemas canónicos que han configurado sus disciplinas desde tiempo atrás. Sucede, no obstante, que aunque por su constitución biológico-molecular el cerebro deba ser estudiado de entrada de forma parecida a como se investigan otros fenómenos naturales, sus productos (pensamientos, emociones) interaccionan con lo que hay fuera de él, dando lugar a intensas retroalimentaciones, de manera que, a la postre, no es posible entender el cerebro y sus funciones únicamente “desde dentro”. Detrás de este hecho, tan evidente como complejo, se halla la dificultad de producir robots u ordenadores inteligentes, autómatas mecánicos que se comporten como nosotros, una cuestión esta que, dentro de un contexto más amplio y adoptando el enfoque propio de la complejidad, aborda Ricard Solé en Vidas sintéticas.
Es preciso ser cuidadoso en lo que se refiere a pensar que finalmente todo, incluyendo mundos como los de la economía, la justicia, la ética o la libertad, se reducirá a consecuencias de la actividad neuronal. Este es, precisamente, el asunto del que trata El mito del cerebro creador, del catedrático de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Universidad de Oviedo Marino Pérez Álvarez, en el que “pretende esclarecer la tendencia cerebrocéntrica que domina no ya la neurociencia, sino las ciencias sociales, las humanidades, la filosofía y la cultura mundana”. Es evidente que obras como la de Pérez Álvarez no pertenecen propiamente al campo de las neurociencias en sentido estricto, lo que, por supuesto, no significa que no sean relevantes en el estudio y la comprensión del cerebro y sus funciones mentales. Otro libro de este tipo es el de Rafael Huertas, profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su Historia cultural de la psiquiatría propone entender la locura, un funcionamiento anómalo del cerebro, otorgando un papel destacado a la historia, entendida como un punto de encuentro entre filosofía, sociología, cultura y psicología. En más de un sentido esto es también lo que sucede con La inteligencia ejecutiva, una nueva entrega del ambicioso proyecto en el que lleva empeñado —con gran éxito— el filósofo y educador José Antonio Marina. “Durante siglos”, escribe, “se pensó que la función principal de la inteligencia era conocer. Fue la época dorada de la INTELIGENCIA COGNITIVA.
Después se reconoció la importancia de la INTELIGENCIA EMOCIONAL (…). Muchos síntomas parecen anunciar que estamos en el comienzo de una nueva etapa, que aprovecha todo lo anterior situándolo en un marco teórico más amplio y potente. Desde múltiples campos de investigación emerge la idea de la INTELIGENCIA EJECUTIVA, que organiza todas las demás y tiene como gran objetivo DIRIGIR BIEN LA ACCIÓN (mental o física), aprovechando nuestros conocimientos y nuestras emociones”. Y a desarrollar esta idea dedica, con su habitual estilo, claridad y poder de convicción, su nuevo libro. Aunque menos ambiciosa, que no menos interesante, que la de Marina, otra obra que busca cumplir funciones “prácticas” al igual que de comprensión es el ensayo de Joshua Foer Los desafíos de la memoria. Somos perfectamente conscientes, ay, de que olvidamos muchas cosas, con los problemas que esto conlleva. ¿Por qué olvidamos? ¿Es posible combatir el olvido? Ayudándose de entrevistas a personas de distinto tipo, como neurocientíficos, jugadores de ajedrez o amnésicos, Foer explica no sólo por qué olvidamos, por qué olvida nuestro cerebro, sino también cómo se puede mejorar nuestra capacidad de recordar. Un detalle significativo del libro de Foer es que en él únicamente se menciona en dos ocasiones a Sigmund Freud, el iniciador de la indagación del olvido consciente. En la primera de esas citas se señala que Freud fue el primero en reparar en que los recuerdos más antiguos a menudo se recuerdan como si los hubiera captado una tercera persona, mientras que en la segunda, y a propósito de las fantasías sexuales de la infancia, Foer afirma, de manera escueta, que no está seguro de “que haya demasiados psicólogos que sigan respaldando esa interpretación”. No se equivoca con esta manifestación: las ideas de Freud ya no ejercen la influencia que tuvieron en otras épocas, y eso a pesar de que fue el principal responsable de convertir en un problema científico el hecho de que una buena parte de la información sensorial procesada no llegue nunca a hacerse consciente, aunque el cerebro pueda utilizarla de modo inconsciente para guiar comportamientos y hábitos motores y reflejos. Aunque para algunos —que crecimos leyendo, fascinados, los libros del maestro de Viena— sea doloroso, es justo reconocer esa pérdida de influencia, porque Freud suplió lo que en su tiempo, y en alguna medida aún ahora, la ciencia del cerebro no podía ofrecerle, con unos modelos teóricos que justifican el que hoy se dude si más que un científico debemos considerarlo un imaginativo y arrebatadoramente convincente escritor, que no dudó en ocasiones en mentir para sostener el edificio que había construido. Revolución en mente, de George Makari, describe, con una intensidad y extensión admirables, la creación del psicoanálisis, considerada como “la historia de un grupo de médicos, filósofos, científicos y escritores que trataron de comprender la cosa más efímera y, sin embargo, enloquecedoramente obvia: la mente”.
Como es bien sabido, en la historia temprana del psicoanálisis intervinieron de manera destacada otros personajes además de Freud. Uno de ellos, de los más notables, fue Carl Gustav Jung, que, sin embargo, terminó abandonando el enfoque freudiano para fundar su propia psicología dinámica. La Correspondencia entre Freud y Jung que acaba de publicar Trotta, en una rigurosa edición, cubre las epístolas que ambos se intercambiaron entre abril de 1906 y abril de 1914. Independientemente de lo que se piense de las ideas que sostuvieron, de lo que no hay duda es de que fueron dos grandes intelectuales y escritores cuyos razonamientos e intereses, tal y como aparecen en estas cartas, merecen ser conocidos y considerados.
Podemos continuar viviendo sin más, que el corazón continúe latiendo y seamos capaces de respirar, pero para tener conciencia de nosotros mismos y relacionarnos con otros y con el mundo exterior necesitamos un cerebro que funcione más o menos correctamente. De ahí no que sea nuestro órgano más querido, sino que sin él, en realidad, no somos nada, o mejor, nada más que materia, aunque sea materia organizada. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que los científicos que se dedican a estudiar el cerebro, los neurocientíficos, se estén planteando cuestiones que van más allá de las que en un tiempo no lejano dominaban su profesión, cuestiones de las que da buena idea el libro de Douwe Draaisma Dr. Alzheimer, supongo, en el que presenta las aportaciones de 11 científicos que se distinguieron en la investigación de los trastornos de la mente. Si antes lo fundamental era centrarse en el estudio de las conexiones entre el enorme número de neuronas que forman el cerebro, así como en identificar las regiones de éste asociadas a características definidas (habla, sociabilidad, capacidad musical, emociones, razonamiento lógico, procesamiento de información visual, habilidad matemática, etcétera), ahora cada vez son más tratadas cuestiones como la de entender qué es la felicidad en base neurológica, que Francisco Mora, catedrático de Fisiología de la Universidad Complutense, aborda en ¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad? Entre los atractivos de pretender entender la felicidad desde las neurociencias está el que conduce a preguntas como las que se hace el profesor Mora: “¿Pueden los animales sentir felicidad? ¿Es lo mismo la felicidad en el niño que la felicidad en el anciano?”.
El cerebro es un pozo oscuro que esconde innumerables sorpresas. El libro de Ignacio Morgado repasa algunas, las más obvias y, en consecuencia, también las que nos son más cercanas. Menos evidente, o, si se prefiere, más original es lo que, con la colaboración de la escritora y periodista Sandra Blakeslee, hacen en Los engaños de la mente Stephen Macknik y Susana Martínez Conde, dos miembros del Instituto Neurológico Barrow de Phoenix que además pertenecen a varias organizaciones de magos: explicar los trucos de magia que tanto nos asombran recurriendo a las neurociencias. Es este el primer libro que se ha escrito sobre la neurociencia de la magia, y al leerlo me hice la pregunta: ¿cómo es que no se pensó antes que la magia constituye un magnífico banco de pruebas para estudiar cómo percibe nuestro cerebro?
Probablemente, por la renuencia de los investigadores a salir de sus laboratorios, a abandonar las tradiciones, los problemas canónicos que han configurado sus disciplinas desde tiempo atrás. Sucede, no obstante, que aunque por su constitución biológico-molecular el cerebro deba ser estudiado de entrada de forma parecida a como se investigan otros fenómenos naturales, sus productos (pensamientos, emociones) interaccionan con lo que hay fuera de él, dando lugar a intensas retroalimentaciones, de manera que, a la postre, no es posible entender el cerebro y sus funciones únicamente “desde dentro”. Detrás de este hecho, tan evidente como complejo, se halla la dificultad de producir robots u ordenadores inteligentes, autómatas mecánicos que se comporten como nosotros, una cuestión esta que, dentro de un contexto más amplio y adoptando el enfoque propio de la complejidad, aborda Ricard Solé en Vidas sintéticas.
Es preciso ser cuidadoso en lo que se refiere a pensar que finalmente todo, incluyendo mundos como los de la economía, la justicia, la ética o la libertad, se reducirá a consecuencias de la actividad neuronal. Este es, precisamente, el asunto del que trata El mito del cerebro creador, del catedrático de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Universidad de Oviedo Marino Pérez Álvarez, en el que “pretende esclarecer la tendencia cerebrocéntrica que domina no ya la neurociencia, sino las ciencias sociales, las humanidades, la filosofía y la cultura mundana”. Es evidente que obras como la de Pérez Álvarez no pertenecen propiamente al campo de las neurociencias en sentido estricto, lo que, por supuesto, no significa que no sean relevantes en el estudio y la comprensión del cerebro y sus funciones mentales. Otro libro de este tipo es el de Rafael Huertas, profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su Historia cultural de la psiquiatría propone entender la locura, un funcionamiento anómalo del cerebro, otorgando un papel destacado a la historia, entendida como un punto de encuentro entre filosofía, sociología, cultura y psicología. En más de un sentido esto es también lo que sucede con La inteligencia ejecutiva, una nueva entrega del ambicioso proyecto en el que lleva empeñado —con gran éxito— el filósofo y educador José Antonio Marina. “Durante siglos”, escribe, “se pensó que la función principal de la inteligencia era conocer. Fue la época dorada de la INTELIGENCIA COGNITIVA.
Después se reconoció la importancia de la INTELIGENCIA EMOCIONAL (…). Muchos síntomas parecen anunciar que estamos en el comienzo de una nueva etapa, que aprovecha todo lo anterior situándolo en un marco teórico más amplio y potente. Desde múltiples campos de investigación emerge la idea de la INTELIGENCIA EJECUTIVA, que organiza todas las demás y tiene como gran objetivo DIRIGIR BIEN LA ACCIÓN (mental o física), aprovechando nuestros conocimientos y nuestras emociones”. Y a desarrollar esta idea dedica, con su habitual estilo, claridad y poder de convicción, su nuevo libro. Aunque menos ambiciosa, que no menos interesante, que la de Marina, otra obra que busca cumplir funciones “prácticas” al igual que de comprensión es el ensayo de Joshua Foer Los desafíos de la memoria. Somos perfectamente conscientes, ay, de que olvidamos muchas cosas, con los problemas que esto conlleva. ¿Por qué olvidamos? ¿Es posible combatir el olvido? Ayudándose de entrevistas a personas de distinto tipo, como neurocientíficos, jugadores de ajedrez o amnésicos, Foer explica no sólo por qué olvidamos, por qué olvida nuestro cerebro, sino también cómo se puede mejorar nuestra capacidad de recordar. Un detalle significativo del libro de Foer es que en él únicamente se menciona en dos ocasiones a Sigmund Freud, el iniciador de la indagación del olvido consciente. En la primera de esas citas se señala que Freud fue el primero en reparar en que los recuerdos más antiguos a menudo se recuerdan como si los hubiera captado una tercera persona, mientras que en la segunda, y a propósito de las fantasías sexuales de la infancia, Foer afirma, de manera escueta, que no está seguro de “que haya demasiados psicólogos que sigan respaldando esa interpretación”. No se equivoca con esta manifestación: las ideas de Freud ya no ejercen la influencia que tuvieron en otras épocas, y eso a pesar de que fue el principal responsable de convertir en un problema científico el hecho de que una buena parte de la información sensorial procesada no llegue nunca a hacerse consciente, aunque el cerebro pueda utilizarla de modo inconsciente para guiar comportamientos y hábitos motores y reflejos. Aunque para algunos —que crecimos leyendo, fascinados, los libros del maestro de Viena— sea doloroso, es justo reconocer esa pérdida de influencia, porque Freud suplió lo que en su tiempo, y en alguna medida aún ahora, la ciencia del cerebro no podía ofrecerle, con unos modelos teóricos que justifican el que hoy se dude si más que un científico debemos considerarlo un imaginativo y arrebatadoramente convincente escritor, que no dudó en ocasiones en mentir para sostener el edificio que había construido. Revolución en mente, de George Makari, describe, con una intensidad y extensión admirables, la creación del psicoanálisis, considerada como “la historia de un grupo de médicos, filósofos, científicos y escritores que trataron de comprender la cosa más efímera y, sin embargo, enloquecedoramente obvia: la mente”.
Como es bien sabido, en la historia temprana del psicoanálisis intervinieron de manera destacada otros personajes además de Freud. Uno de ellos, de los más notables, fue Carl Gustav Jung, que, sin embargo, terminó abandonando el enfoque freudiano para fundar su propia psicología dinámica. La Correspondencia entre Freud y Jung que acaba de publicar Trotta, en una rigurosa edición, cubre las epístolas que ambos se intercambiaron entre abril de 1906 y abril de 1914. Independientemente de lo que se piense de las ideas que sostuvieron, de lo que no hay duda es de que fueron dos grandes intelectuales y escritores cuyos razonamientos e intereses, tal y como aparecen en estas cartas, merecen ser conocidos y considerados.
el dispensador dice:
debes tener presente,
que el cuerpo es sólo una forma,
de ausentar el alma en la mente,
necesitando del corazón,
para sostener del afecto un puente,
si al cruzarlo eres prudente,
regresarás sabiendo qué significa tener en alto la frente,
cuando se pesen tus palabras,
cuando se calibren las intenciones consistentes,
apreciarás qué se siente,
de haber hecho bien la tarea,
la luz del Señor se merece,
cuando en la misericordia se establece,
la compasión que se disemina,
la solidaridad sólo crece y crece,
entendiendo que la oración no es cuestión de rece,
sino lo que en la huella se cuece...
llegado este punto,
finalmente,
todo es cuestión de la idea,
con la que habrás llenado tu mente,
si le has mentido a tu gente,
si le has burlado su inocencia,
justo allí no hallarás clemencia,
y tu destino siguiente se vestirá de ausencias.
JULIO 15, 2012.-
final: la vida en los tiempos respirables, no es más que una idea traducida a destino... donde el espíritu es esencia, donde el alma es vehículo, donde lo importante es no hacer el ridículo (ante uno mismo).
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