La lejana independencia
Miró una y otra vez por la ventanilla para contemplar las "vistas" parciales y románticas del esplendente lago y elogió la lenta vida entre las apacibles montañas de la campiña. Pero lo que me llamó la atención no fue su ardua apología del campo. Lo que me sorprendió fue que yo me encontraba un 9 de julio fuera del país, y que iba por una ruta solitaria en el taxi del inglés Nicholas Durrell, orgulloso ciudadano británico.
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Mi destino era Vermont. Pero había una escala ineludible en Newark, uno de los aeropuertos de Nueva York. Durante infinitas noches pensé en la silueta en blanco y negro de la ciudad. Durante días nublados y fríos imaginé los senderos, las calles imborrables, las notas sincopadas de los conciertos de jazz.
Durante semanas recordé dos escenas imposibles de Manhattan, la película de Woody Allen que empieza con una díscola voz en off que confiesa su devoción por la ciudad de Nueva York. Cuando aterrizamos en Newark la expectativa reluciente y devota se estrelló. El aeropuerto era un mero fantasma de acero y metal, una sombra dilatada y anónima.
Mi estadía en Newark no escapó a los dictámenes de las visitas aburridas en los aeropuertos. Pasé varias horas hasta que el avión despegó hacia Burlington, capital del Estado de Vermont.
La noche antes del vuelo a USA, Luis Chitarroni me había revelado que en Vermont Hitchcock había filmado Quién mató a Harry, esa película que narra, con inigualable humor negro, la pesquisa tras la aparición de un cadáver que se resiste a descansar en una tumba sin el nombre del asesino. Chitarroni no solo me dijo eso, sino que además agregó: como Hitchcock llegó a filmar en la estación equivocada, pidió que le pinten los árboles para que estén acordes con el proyecto original de la película. De modo que Vermont, sin nada a cambio, ya me deparaba una felicidad: pensar en los árboles pintados del Mozart del cine.
Cuando el avión salió de Newark, recuperé el paraíso perdido. Desde el aire, y bajo el color luminoso de un cielo protector, pude ver los meandros de un mapa insólito: Nueva York era un árbol de agua oscura, con innumerables ramas líquidas y de cemento. Cuando las ruedas del pequeño avión se elevaron, vi, con una lupa incierta e incomparable, los puentes y los senderos de agua. Desde el aire diáfano, la ciudad era un laberinto cuyo centro ínfimo y verde era la estatua de la libertad.
Tal vez ese árbol impensado era el anticipo de los árboles de Hitchcock, en Vermont. Tal vez ese anagrama de agua y cemento era un anticipo de los múltiples árboles silentes de Middlebury.
Al llegar a la solitaria y tranquila ciudad, me encontré con Nicholas Durrell, un afable taxista con una pasión escondida. Yo no conocía a Nicholas y menos aún esperaba que fuera un elegante ciudadano del Imperio Británico que había visto la película de Carlos Saura en un escondido cine de una ciudad perdida. Ni bien apoyé mi cansado cuerpo en el asiento de su taxi, me habló de las bondades del "tiango" y de los difíciles pasos de baile. Luego mencionó que sabía sueco y pronunció, risueño, una curiosa frase en la áspera lengua nórdica, irreconocible.
Nicholas era risueño y lento al hablar, de modo que yo podía seguir sus frases desplegadas en un inglés limpio y lleno de matices. Con el alto sol en la cara, habló del suelo norteamericano como si fuera un Thoreau del siglo XXI: elogió los verdes parajes del mundo rural y rememoró su pasado inglés como si fuera el antecedente único de la gloria actual. Miró una y otra vez por la ventanilla para contemplar las "vistas" parciales y románticas del esplendente lago y elogió la lenta vida entre las apacibles montañas de la campiña.
Pero lo que me llamó la atención no fue su ardua apología del campo. Lo que me sorprendió fue que yo me encontraba un 9 de julio fuera del país, y que iba por una ruta solitaria en el taxi del inglés Nicholas Durrell, orgulloso ciudadano británico.
En medio de la ruta, Nicholas se bajó del auto y compró un paquete de snacks. En ese intervalo existencial, pensé en la independencia argentina, en la ignorancia del pueblo sobre ese pormenor y en las agitadas discusiones en la casa de Tucumán. Nicholas regresó al auto y me invitó las papas saladas. Yo no acepté.
Cansado del monótono color del asfalto, le pregunté por sus lecturas. Devorado por la pasión, Nicholas detalló sus gustos en materia de arte y me recomendó visitar el museo de Shelburne, ciudad de nombre inglés en la que vivía y que, por supuesto, le recordaba su antiguo abolengo. En ese momento, no quiso o no pudo hablar de sus lecturas.
Cuando nos detuvimos en un supermercado para que yo hiciera las compras, observé, de reojo, que Nicholas llevaba al lado de la palanca de cambios, un libro en inglés titulado Estación de trenes. Una historia social. Solo tuve que preguntar sobre su nombre para que él desgranara su afición por los trenes y por las cautivantes historias que se esconden en los rieles y en las vías. Habló de las conexiones entre Ana Karenina y los paseos en la nieve rusa, de Emile Zola, de las películas Extraños en un tren e Intriga internacional, de Hitchcock (otra vez se aparecía el fantasma del inglés), y de algunas novelas contemporáneas que se demoran en evocar las tragedias en las ruedas de acero.
Hacia el final de la tarde, ya cuando el sol posaba sus rayos cansados sobre los enormes y silenciosos árboles de Middlebury, Nicholas soltó una frase: la Argentina de Perón tiene mucho que ver con los trenes. Yo pensé en los trenes ingleses pero no dije nada: lo dejé seguir, como si su redacción oral fuera menos importante que lo que mi memoria estaba armando en secreto. Mientras Nicholas evocaba la materia noble de las máquinas durante el gobierno de Perón, yo pensé: ¿sabrá Nicholas que hoy es 9 de julio? ¿Sabrá que los trenes ingleses de su boca son una lejana sombra de la independencia abatida que hoy se festeja en un lejano país del cono sur?
© LA GACETA Fabián Soberón - Escritor. Profesor de Teoría y Estética del Cine de la Escuela Universitaria de Cine.
Durante semanas recordé dos escenas imposibles de Manhattan, la película de Woody Allen que empieza con una díscola voz en off que confiesa su devoción por la ciudad de Nueva York. Cuando aterrizamos en Newark la expectativa reluciente y devota se estrelló. El aeropuerto era un mero fantasma de acero y metal, una sombra dilatada y anónima.
Mi estadía en Newark no escapó a los dictámenes de las visitas aburridas en los aeropuertos. Pasé varias horas hasta que el avión despegó hacia Burlington, capital del Estado de Vermont.
La noche antes del vuelo a USA, Luis Chitarroni me había revelado que en Vermont Hitchcock había filmado Quién mató a Harry, esa película que narra, con inigualable humor negro, la pesquisa tras la aparición de un cadáver que se resiste a descansar en una tumba sin el nombre del asesino. Chitarroni no solo me dijo eso, sino que además agregó: como Hitchcock llegó a filmar en la estación equivocada, pidió que le pinten los árboles para que estén acordes con el proyecto original de la película. De modo que Vermont, sin nada a cambio, ya me deparaba una felicidad: pensar en los árboles pintados del Mozart del cine.
Cuando el avión salió de Newark, recuperé el paraíso perdido. Desde el aire, y bajo el color luminoso de un cielo protector, pude ver los meandros de un mapa insólito: Nueva York era un árbol de agua oscura, con innumerables ramas líquidas y de cemento. Cuando las ruedas del pequeño avión se elevaron, vi, con una lupa incierta e incomparable, los puentes y los senderos de agua. Desde el aire diáfano, la ciudad era un laberinto cuyo centro ínfimo y verde era la estatua de la libertad.
Tal vez ese árbol impensado era el anticipo de los árboles de Hitchcock, en Vermont. Tal vez ese anagrama de agua y cemento era un anticipo de los múltiples árboles silentes de Middlebury.
Al llegar a la solitaria y tranquila ciudad, me encontré con Nicholas Durrell, un afable taxista con una pasión escondida. Yo no conocía a Nicholas y menos aún esperaba que fuera un elegante ciudadano del Imperio Británico que había visto la película de Carlos Saura en un escondido cine de una ciudad perdida. Ni bien apoyé mi cansado cuerpo en el asiento de su taxi, me habló de las bondades del "tiango" y de los difíciles pasos de baile. Luego mencionó que sabía sueco y pronunció, risueño, una curiosa frase en la áspera lengua nórdica, irreconocible.
Nicholas era risueño y lento al hablar, de modo que yo podía seguir sus frases desplegadas en un inglés limpio y lleno de matices. Con el alto sol en la cara, habló del suelo norteamericano como si fuera un Thoreau del siglo XXI: elogió los verdes parajes del mundo rural y rememoró su pasado inglés como si fuera el antecedente único de la gloria actual. Miró una y otra vez por la ventanilla para contemplar las "vistas" parciales y románticas del esplendente lago y elogió la lenta vida entre las apacibles montañas de la campiña.
Pero lo que me llamó la atención no fue su ardua apología del campo. Lo que me sorprendió fue que yo me encontraba un 9 de julio fuera del país, y que iba por una ruta solitaria en el taxi del inglés Nicholas Durrell, orgulloso ciudadano británico.
En medio de la ruta, Nicholas se bajó del auto y compró un paquete de snacks. En ese intervalo existencial, pensé en la independencia argentina, en la ignorancia del pueblo sobre ese pormenor y en las agitadas discusiones en la casa de Tucumán. Nicholas regresó al auto y me invitó las papas saladas. Yo no acepté.
Cansado del monótono color del asfalto, le pregunté por sus lecturas. Devorado por la pasión, Nicholas detalló sus gustos en materia de arte y me recomendó visitar el museo de Shelburne, ciudad de nombre inglés en la que vivía y que, por supuesto, le recordaba su antiguo abolengo. En ese momento, no quiso o no pudo hablar de sus lecturas.
Cuando nos detuvimos en un supermercado para que yo hiciera las compras, observé, de reojo, que Nicholas llevaba al lado de la palanca de cambios, un libro en inglés titulado Estación de trenes. Una historia social. Solo tuve que preguntar sobre su nombre para que él desgranara su afición por los trenes y por las cautivantes historias que se esconden en los rieles y en las vías. Habló de las conexiones entre Ana Karenina y los paseos en la nieve rusa, de Emile Zola, de las películas Extraños en un tren e Intriga internacional, de Hitchcock (otra vez se aparecía el fantasma del inglés), y de algunas novelas contemporáneas que se demoran en evocar las tragedias en las ruedas de acero.
Hacia el final de la tarde, ya cuando el sol posaba sus rayos cansados sobre los enormes y silenciosos árboles de Middlebury, Nicholas soltó una frase: la Argentina de Perón tiene mucho que ver con los trenes. Yo pensé en los trenes ingleses pero no dije nada: lo dejé seguir, como si su redacción oral fuera menos importante que lo que mi memoria estaba armando en secreto. Mientras Nicholas evocaba la materia noble de las máquinas durante el gobierno de Perón, yo pensé: ¿sabrá Nicholas que hoy es 9 de julio? ¿Sabrá que los trenes ingleses de su boca son una lejana sombra de la independencia abatida que hoy se festeja en un lejano país del cono sur?
© LA GACETA Fabián Soberón - Escritor. Profesor de Teoría y Estética del Cine de la Escuela Universitaria de Cine.
Recordando a Leda Valladares
La talentosa tucumana, colaboradora fundacional de este suplemento, impregnó a Europa con su música, rescató las voces profundas de nuestros valles y plasmó una estética rigurosa en sus libros. En 1951, publicaba su primer poema en estas páginas.
Leda fue uno de los seres más originales que he conocido. Tuve el privilegio de compartir con ella años intensos de mi adolescencia y juventud, cuando estudiábamos la misma carrera en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando fundamos el Coro Universitario, cuando cantábamos en el cuarteto vocal a capella juntamente con las hermanas Lozada: Dora y Susana. Pude apreciar de cerca su talento artístico inagotable, su tenaz capacidad de trabajo y su obsesión por la calidad.Leda viajó por el mundo y el país muchas veces, llevando sus canciones, entre los años 1945 y 1992. Y recibió más de una veintena de premios discernidos en nuestro país y en el exterior.
Pero yo querría presentar a Leda con sus propias palabras. Para ello hay un documento invalorable: su Autopresentación, texto delicioso, un modelo de inteligencia, profundidad, gracia inimitable y ternura redactado, y leído en nuestro Teatro San Martín, en 1977.
"Todo empezó en el sonajero. Me cobijaba como el ruido de las puertas y el crujido del mimbre. Desde la cuna, yo navegaba en los sonidos y su mar de ondulaciones, porque antes de mirar al mundo me puse a oírlo conducida por el sorbo de las cañerías y los resumideros atragantados. El cencerro de la vaca que venía cada siesta a la puerta de mi casa me rodeaba de un caliente resplandor; esa casa de la calle Monteagudo, de número 82, donde el misterio zumbaba en sus patios y sus resonantes baldosas. Cuando la vaca llegaba con su cencerro, un dulce olor a mamadera impregnaba la siesta. A esa hora yo estaba en los brazos de mi madre, mi madre en los brazos de la hamaca y el mundo entero hamacado por el balanceo de la vaca y su cencerro. En esas siestas la vaca era diosa de las calles provincianas, madre de los tambos y amparo de los chicos a biberón".
A partir de 1948, Leda empieza a irse corporalmente de Tucumán: "A los dos días de recibirme en Filosofía, en el año 48, me embarcaba para Europa por un viaje de seis meses que en realidad duraría ocho años. Ese viaje significó la embriaguez del mundo, el descubrimiento de Europa y mi aterrizaje en la América profunda".
Francia y los valles El segundo viaje a Europa es decisivo. Nace el dúo Leda y María (María Elena Walsh), que les da fama internacional a ambas. Recuerdo que Daniel Alberto Dessein, de vuelta por entonces de uno de sus viajes a Francia, nos contó que en calles de París había oído tararear y silbar canciones del famoso dúo.
A Leda no le bastaba el solo canto. Fue comprendiendo que su labor era también la de investigar en los lugares mismos en que se guardan y se elaboran tales tesoros de música y poesía. "Revuelvo los Valles Calchaquíes para oír sus gargantas abismales. Desciendo más y más a su enigma y comprendo que es música de otras regiones del ser, aún secretas, por arcaicas sumergidas. ... Las grandes academias de canto están en los Valles Calchaquíes. Otra medida de la expresión. Otra captación sagrada de la voz y el universo", dice Leda.
Quizá la Leda más esencial sea la que compone su propia música y escribe poesía con una modalidad estética a la que ella misma llamó "estética del vacío". Estética del rigor, perfeccionista, intransigente; de la autenticidad personal y del respeto pasmado ante la inmensidad enigmática del mundo y de los seres humanos, estética ya prefigurada, o mejor dicho, ya nacida y entera en su primer libro de poemas, Se llaman llanto o abismo, publicado cuando apenas era estudiante en nuestra Universidad de Tucumán.
Leda cierra su Autopresentación con estas palabras: "Siempre escribí de un solo modo, sin pasar por modas literarias. No soy consciente de influencias pero debo tenerlas. Sólo sé que Residenciaen la tierra, de Neruda, revolucionó mis sensaciones. He perseguido un laconismo sustancial y sé que cada palabra es un tacto en la tiniebla, una pelea a muerte por un rayo de luz, por una gota de certeza. Y la misión del poema es acompañar en lo inconsolable. Desde la infancia se recibe la quemadura metafísica y uno la sigue llevando hasta el fin de sus días. La quemadura del infinito sonoro y mirable que aparece en cada tarde, en cada mirada, ese infinito que sucede 'entre dos miradas que se tiemblan'. El rito de vivir es un mirar oyendo sagradamente. Así seguirán mis acechanzas hasta que la vejez vaya extendiendo sus velos, y pueda entrar, con otros radares, a nuevos universos."
© LA GACETA Lucía Piossek Prebisch - Profesora emérita de la UNT.
Textos
Poema *Por Leda Valladares
Para LA GACETA - Tucumán
Hace hondo,
hace alma,
hace amor a llanto
y un olvido de mundo.
Yo siempre,
en la lluvia,
yo, desde la vida.
Hace alma,
y destila.
Un desatino de brazos,
un algo de mundo
de nuevo entre la muerte.
Hace siempre,
hace,
solamente hace.
Y yo,
desde la vida.
* LA GACETA Literaria, 1951.
Pozos del corazón *
Por Leda Valladares
Para LA GACETA - PARÍS
Alma a solas con tu muerte:
como si escribiendo los huesos te mostraran su locura,
su antiguo escalofrío de centinelas.
Como si violándote el vacío
saliera lo que sabe a piedra
y a imposible llanto.
Alma extraviada en tu infinito;
has escrito lluvias,
soledades a tientas
y tristísimas quietudes,
como si escribiendo se llorara y se muriera
y se escuchara la eternidad de un solo horror.
* La GACETA Literaria, 1956.
http://www.lagaceta.com.ar/nota/501753/la-gaceta-literaria/recordando-a--leda-valladares.html
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