martes, 10 de julio de 2018

Elogio de la lentitud | Blog Mira que te lo tengo dicho | EL PAÍS

Elogio de la lentitud | Blog Mira que te lo tengo dicho | EL PAÍS

Elogio de la lentitud

En esta época del año es cuando parece que desaparecen las obligaciones que tenemos los seres humanos de ser puntuales

Una persona leyendo un libro.

Una persona leyendo un libro. GETTY IMAGES





El verano es una explosión natural de claridad; la eternidad, decían Eliseo Diego y su hijo, el también cubano Eliseo Alberto, empieza un lunes, y seguramente ese lunes cae en verano, pues en esta época del año es cuando parece que desaparecen, por un lapso muy medido de tiempo, las obligaciones que tenemos los seres humanos de ser puntuales. El lunes es el peor de los días, con el lunes regresa al calendario humano la imperiosa necesidad de quedar. Somos puntuales como los animales y como los relojes, llegamos a los sitios ajetreados como si haber quedado fuera una condena. Y lo es. Las apariencias del verano borran los lunes de nuestros calendarios. El resto del año es, como cantaba Horacio Guaraní, lunes sin descanso, eternamente lunes, el día de las prisas.
En el verano (en la parte de vacaciones que alberga el verano) se aligeran las urgencias, y se anda con la lentitud que reclaman el corazón y sus sentimientos. Eso creemos, que se para el sol para nosotros, esa es la salutación optimista que reclamaba Espronceda: “Párate, oh sol, yo te saludo”. Una vez sucede este tiempo que ahora se inaugura, el tiempo del sol, parece que ya será eterna esa calidad del aire y de las nubes y del sol propiamente dicho.
Al término de este temporal de aire y de sol vuelven el otoño y la prisa, el signo de interrogación acelerado por Internet y sus diversos sucedáneos. Vuelve la prisa. El antídoto contra esta plaga que ha causado guerras y desasosiegos son los libros, las conversaciones lentas, el silencio ante un horizonte que uno mismo se invente, el afecto, la constancia de que las cosas duran y se toman su tiempo, nada se arregla de un día para otro, ni siquiera la conexión a Internet. Es más, lo que no hay que arreglar es la conexión a Internet. Porque Internet nos ha colocado, aparentemente, en el centro del mundo, como si estuviéramos, además, al mando del mundo, estamos en esta situación de aceleración que nos impide, incluso, saber qué son las noticias que importan, o qué nos importa. Y no estamos en el centro del mundo: estamos fuera del mundo, al mando de mandos que no nos dan nada.
Acabo de ver Casi 40, la película de David Trueba. Una cantante y su mánager recorren las librerías de España para que ella cante en esos ámbitos que agoreros de toda laya han declarado obsoletos. Viviendo en pequeños lugares donde los aplausos tienen nombres propios, la cantante y su mánager ofrecen su música y se despiden. Mientras viajan, él le dice a la joven, una cantante que tuvo popularidad e incluso éxito, que tiene pena de los mapas. Qué se ha hecho de ellos, cómo los ha arrasado la web, Google Maps, estos artilugios que ya caben en una sola mano, la que antes servía, decía Juan Carlos Onetti, para leer o para disparar o para masturbarse mientras leías, nunca mientras disparabas.
El mapa de papel, decía el mánager melancólico, servía para saber cuánto faltaba para llegar a los sitios, y eso podía medirse con la mano, te permitía imaginar que las distancias cabían en un pañuelo, vivías con la ilusión de tener exactamente el mundo en tus manos. ¿Qué distancia hay entre Guadalajara y Madrid? El tamaño de una mano. Ahora parece que se tardan minutos u horas marcadas por la velocidad de las manecillas del reloj digital, implacable, silencioso: ahora son digitales hasta las distancias.
Le conté a Juan Cueto este elogio de la lentitud, pues él importó el concepto en los rapidísimos años 90. Ahora son otra vez rapidísimos los tiempos y los dos nos preguntamos por qué carajo hemos tenido tanta prisa. Nos detienen el nuevo neón, esa combinación de nada y Netflix, de web y vacío, y nos contentamos con las canciones fugaces y con los libros basura, hechos para dejar al final del viaje. Celebramos el festival de la música recortada, preparada para ser lata y desecho, e incluso los libros, esa respetable decadencia, se leen al peso: “no, no llevo libros, llevo tabletas, es que así las maletas no pesan nada”. El antiguo y hermoso peso de los libros desprestigiado en función de la ligereza de tenerlo todo en una tableta, y no de chocolate sino de los plásticos que se fabrican en el valle de Silicon.
Aquí me voy a vengar de este tiempo releyendo libros, recomendando estos viejos objetos que se leen con las dos manos y con los ojos y con los sentidos, llenos de hojas que suenan y de letras que siempre son distintas y que pesan como pesan las ropas y las rosas y la comida y como pesan los niños y los cuadros y los discos, y que tardan en leerse como se tardan en cubrir las distancias que marcan con precisión inigualable los apenados mapas.
La lentitud del verano me va a permitir rescatar, de la mesa rota donde están siempre los libros que quedan fuera de los apresuramientos, lecturas que quizá pueda servir a otros para hacerse su propia memoria de las bibliotecas.

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