Rebeca Khamlichi: “ Sabía que lo que pasaba no estaba bien y no se contaba”
La pintora ha escrito ‘Las hijas de Antonio López’: una autobiografía en el que las ilustraciones y las palabras se trenzan para narrar, con crudeza y honestidad, una infancia abrupta junto a su hermana
Madrid
Rebeca Khamlichi en su estudio. SAMUEL SANCHEZ
Las metáforas son puertas giratorias por las que entrar, regocijarse y salir. Por eso, después de unos cuantos años militando en la versión más pop y naif de sus propias alegorías, Rebeca Khamlichi ha decidido volverse literal. Así lo ha demostrado la pintora (Madrid, 1987) en Las hijas de Antonio López: la autobiografía ilustrada en la que cuenta quién es y de dónde viene de una forma orgánica y cruda. Tan orgánica, que el amarillo de la portada del libro recuerda al tono de la bilis. Tan cruda, que dan ganas de secarle las lágrimas a cualquiera de las miradas que aparecen dibujadas en las páginas de esta historia. La producción artística de Khamlichi –hasta la fecha repleta de tonos vibrantes y de personajes que bien podrían ser parte de la serie de dibujos animados Hora de aventuras– ha mutado en este libro para retratar a su familia y los escenarios de su infancia con tonos tan apagados que casi se dirían plomizos.
Para desgranar esta aventura editorial (que no es la primera pero sí la más personal), Khamlichi cita a TENTACIONES en un restaurante marroquí del madrileño barrio de Lavapiés. Estamos en pleno Ramadán y los hombres del lugar –cuyo desayuno será el equivalente a nuestra cena– miran con las cejas arqueadas a las dos mujeres rubias (nosotras) que acaban de entrar por la puerta. La conexión de la pintora con esta cultura reside en el origen musulmán de su padre: un pintor, con quien no tiene relación desde hace años, cuyo idilio con el alcohol fue más fructífero que con cualquier otra cosa en el mundo.
“Cumplí 30 años y fue como un punto de inflexión. Encontré la inquietud de contar mi vida”, asegura la pintora. En su familia, su hermana y abuelos maternos han sido sus pilares fundamentales: “Mis abuelos no viven. Lo que más me preocupaba era la opinión de mi hermana. No hubiera hecho nunca nada que le pudiera hacer daño. Algunos dibujos le impactaron mucho porque me dijo que parecían fotogramas. Después de leer el libro me mandó un mensaje y me dijo ‘gracias por escribirlo’”, relata la pintora. Y prosigue: “Mi madre sabe que he escrito el libro , pero ha decidido no leerlo de momento. Me parece muy respetable su opinión. No va a leer cosas agradables. Espero que cuando lo lea, lo entienda. No hago villanos. Cuento circunstancias de gente que está perdida y que no encuentra salidas y toma decisiones”.
Khamlichi, además de desarrollar su faceta artística sobre lienzos, murales y otros soportes, tiene un gran tirón en redes sociales; algo, que le está permitiendo difundir masivamente su trabajo: “Me ha escrito mucha gente, sobre todo de mi generación, para decirme que habían vivido cosas parecidas. Por eso, nos dimos cuenta de que todo sucedió en la España de los años noventa. La primera mujer que se consideró víctima de violencia machista fue Ana María Orantes en 1997 [quien fue quemada viva en diciembre de ese año por su marido, de quien estaba separada, justo un día después de aparecer en televisión relatando los 40 años de malos tratos que había sufrido a manos de él]. Hasta ese momento la violencia doméstica y machista eran cosas de casa, asuntos familiares. El hecho de que esa mujer contara su historia hizo que se cambiara la percepción en la sociedad”.
Que los trapos sucios se lavan en casa ha sido, y es, una pandemia padecida por un gran número de mujeres, niños y ancianos. Guardar silencio sepulcral ante el resto del mundo, para hacer como si nada ocurriese, seguramente, es más habitual de lo que parece: “Yo era una tumba absoluta. Sabía que lo que pasaba no estaba bien y no se contaba. Creo que si en casa pasan cosas hay que pedir ayuda. En mi caso, fallaron todas las conexiones sociales”, asegura la artista.
Para Khamlichi, el proceso de escribir Las hijas de Antonio López ha sido vivir un duelo tal y como confiesa: “Cuando empecé a escribirlo me puse muy triste. Lloraba todo el rato. Entré en una depresión muy gorda y me explotó en la cara. No sabía cómo afrontar lo que me estaba pasando. Luego, pasé a tener mucha, mucha rabia. Después, se me pasó. Tenía mucho dolor por cosas súper básicas como porque mis vecinos llamaban a la Policía y, después de hacerlo varias veces, se cansaban de hacerlo. Pasados los días, solo se limitaban a dar golpes en la pared para que no molestáramos. Al otro lado del tabique había dos crías muy pequeñas que no tenían capacidad de hacer nada”. Este transcurso de sentimientos ha sido llevado, durante un año –tiempo que ha tardado en escribir el libro–, prácticamente, en secreto. Solo su representante y su pareja sabían de este proyecto: “Mi novio ha tenido mucha paciencia durante este año en el que me he enfrentado a muchas cosas que no había verbalizado. Me ha costado ponerle palabras a lo que yo sentía”.
Sobre si cambiará su manera de pintar después de este libro, no titubea: “Pues seguro que sí. Lo que quería contar no encajaba con mi manera naif de contar las cosas. No necesito ser fiel a mí misma, sino fiel a lo que me apetezca en cada momento”.
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