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Simpatizo con el pesimismo radical aunque tenga pocos adeptos
Fotograma de la película '1984', dirigida por Michael Radford.
El siglo pasado nos amenazó con dos modelos distópicos: uno antipático, el de 1984, su Gran Hermano y sus multitudes esclavizadas; el otro, Un mundo feliz, de Huxley, con su droga del bienestar, su sexo sin límites ni consecuencias, su perpetua adolescencia indolora... nos repugna un poco pero no nos desagrada del todo. En su ensayo El mundo feliz (ed. Anagrama), subtitulado provocadoramente ‘Una apología de la vida falsa’, Luisgé Martín acepta el programa distópico huxleyano, radicalizándolo incluso con dosis de la terapia Matrix. No por un hedonismo barato, sino como reflexiva consecuencia de la desesperación. El autor nos repite que “la vida (supongo que humana. FS) es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo”. Lo que antes se llamaba, con más recato, “un valle de lágrimas”. Dignidad, felicidad, libertad, fraternidad, etcétera, son embelecos perversamente románticos para resignarnos a penar entre la caca, la bobada y la humillación. Si renunciamos a ellos, podremos aceptar sin remordimientos cualquier anestesia escapista que nos faciliten las novedades de la tecnología o de la química...
Este ensayo, inteligente y bien escrito, olvida que tan gratuito es considerar asquerosa la vida como afiliarse al “¡qué bello es vivir!”. Faltan referencias externas. Santayana nos advirtió de que “vivimos dramáticamente en un mundo que no es dramático”. Es irrefutable, dice Thomas Ligotti en La conspiración contra la especie humana (editorial Valdemar), que “la no existencia no ha hecho nunca daño a nadie y la existencia hace daño a todos”, pero si cambiamos “daño” por “placer” o “satisfacción”, la frase sigue siendo cierta. Simpatizo con el pesimismo radical aunque tenga pocos adeptos. Bien señala Ligotti que “las falsedades panglosianas convocan a la multitud, las verdades desalentadoras la dispersan”...
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