ESTAR SIN ESTAR COLUMNA
Contramaestre
Ramón Córdoba fue un minucioso pastor de la prosa de grandes autores y un afectuoso faro para las primeras páginas de escritores primerizos
Ahora que descansa, se confirma que Ramón Córdoba fue un editor incansable y un lector incombustible. Tenía la enrevesada virtud de sonreír con las cejas arqueadas, con lo cual no pocos autores incautos confundían las sombras de su cara morena con enojo, para luego sentir un alud de alivio alivianado en la carcajada con la que Ramón alcanzaba el tono agudo de lo entrañable.
Algo le pasa a la pluma cuando se escriben tristezas inmensas que parece que la tinta se vuelve agua salada y pesada como los párpados de Ramón, y la mirada que asomaba por encima de unos lentes. Erguido, parecía una garza negra y a menudo tenía un bamboleo al andar que parecería que extendía sus alas como páginas abiertas. Fuimos mucho más que amigos y desde el primer libro, tuvo la gentileza de utilizar el título de Contramaestre para saludar y despedirse. Ahora sé que Contramaestre fue él: el verdadero capitán al timón de la nave de la edición, el responsable directo de los amarres de cada párrafo, la sintaxis del ancla y la prosa de las velas. Ramón se encargaba de todos los aparejos y de la mejor ruta de navegación, sugerida con la gentileza de quien respeta la idea de libro que cada autor intenta cuajar y no la vulgaridad mercadotécnica de quienes intentan imponer el tono, ritmo, fondo y forma que ellos o el sello pretender vender para conquistar mercados.
Por lo mismo, Ramón Córdoba fue Contramaestre de dos novelas atrevidas, heterodoxas que escribió para desconcierto de quienes suponían que sus plumas de corrección orto-tipográfica sólo destilaban la tinta roja para erratas y no el enigmático arcoíris de sus tramas enredadas y psicodélicas. Al presentar una de sus novelas, tuvo la sagacidad de citar textualmente una frase de Lennon & McCartney, traducida al instante y rizada con una ondulante carcajada que lo convertía en una combinación de humana asta bandera y oscilante garrocha.
Ramón fue un minucioso pastor de la prosa de grandes autores y un afectuoso faro para las primeras páginas de escritores primerizos. Está el abrazo anual que le daban todos los escritores de nota al cerrar el año en Guadalajara y está la madrugada en que me esperó en el aeropuerto porque le traía en propia mano una de las últimas novelas de un autor mexicano en Londres, con jeroglifos como hormigas y señalizaciones como secreta topografía que sólo Ramón entendería para volver perfecto todo lo bueno que emanaba de esas páginas y está la tarde en que lloramos juntos por una novela que se perdió en la amnesia y la noche en que me presentó con su hermano mayor, taxista en Chicago, y las veces en que bailaba por encima de la media al ritmo del África en Caribe y las muchas sobremesas con Eliseo Alberto y los muchos libros que regalaba y recomendaba y callaba… y algo le pasa a la pinche tinta que parece llorar cuando en realidad se impone la más ligera caligrafía para despedir a un amigo infalible, un editor con lupa y un lector de invisibles con toda la gratitud que no cabe ya en páginas y asumir el triste y atrevido riesgo de que las travesías intentarán a partir de hoy –aunque en silencio—confiar en los amarres del mástil, la quilla y eslora, los nudos y tablones con los que garantizaba bogar libre el mejor Contramaestre de la navegación editorial.
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