Cuadernos de la memoria isleña
El periodista y escritor Juan Cruz presenta una edición renovada de su libro ‘Viaje a las islas Canarias: Una historia cultural’
Santa Cruz de Tenerife
Juan Cruz conversa con Carolina Darias. MANUEL ARMAS
Juan Cruz se marchó de Tenerife en los años setenta para participar en la fundación del diario EL PAÍS y trasladarse luego a Londres de corresponsal. Pero en realidad nunca se fue. Y de esa paradoja casi imposible —porque el isleño siempre se siente aquí o allá, dentro o fuera de la isla—, nace una mirada muy particular que atraviesa su libro Viaje a las Islas Canarias, un recorrido personal a través de lugares y paisajes del archipiélago, del que se ha presentado una edición renovada este jueves en el Parlamento canario, en Tenerife.
Un parlamento en funciones es un lugar peculiar para presentar un libro, porque nunca se sabe bien qué lugar ocupa cada cual y, de lejos, resuena el ruido de los pactos. Pero la presidenta del Parlamento, la socialista Carolina Darias, que cesará en solo unos días, estaba encantada de que este fuera uno de sus últimos actos. “Estamos ante un autor sobresaliente con una memoria inagotable”, afirmaba ante el público.
En este libro resuena el Juan Cruz periodista, lleno de historias y anécdotas, que un día está sentado en la plaza de los Grandes Árboles de San Sebastián de La Gomera disfrutando de la frescura de los laureles de indias y otro está con el horizonte marino de la Playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria; que tan pronto habla de los guanches —norteafricanos desterrados a las islas por el imperio romano, probablemente en el siglo I— como relata el alma cosmopolita de unas islas que nunca han parado de recibir gente ilustre: desde el botánico Alexander Von Humboldt hasta el escritor Hans Magnus Enzensberger, pasando por Agatha Christie o Pablo Neruda. Y lo hace honrando también la memoria de esos isleños cosmopolitas profundamente apegados a estos peñascos atlánticos, pero de mirada larga y libre, como su maestro, el crítico Domingo Pérez Minik, o como el pintor Pedro González, el poeta Manuel Padorno o el escultor Martín Chirino. Entre otros muchos. “La isla son un puerto de mar, y nosotros estamos destinados a ser internacionales, globales”, comenta Juan Cruz, adjunto a la directora de EL PAÍS.
En el libro también resuena un Juan Cruz escritor de viajes que de repente aparece sorprendido, como si fuera un viajero extranjero, casi un Paul Bowles descolocado por la intensidad del paisaje árido de Fuerteventura, donde resuenan las cabras solitarias y el destierro de Miguel de Unamuno, tomando el sol desnudo. O por ese trozo de pescado que el autor de come a deshora, incapaz de rechazar el ofrecimiento de una viejita orgullosa de La Graciosa, porque lo han pescado sus hijos. O por esas impresionantes salinas de Lanzarote, como campos de mar donde la sal cristaliza gracias a la brisa y el calor que evaporan poco a poco el agua. O como ese viaje en barca hacia la isla de Lobos donde el autor no se siente seguro hasta llegar a tierra firme. En el viaje, uno se pierde un poco a sí mismo, aunque sea en sus islas, imposibles de conocer completamente.
En el libro también está la memoria familiar, tan importante en su obra, que lo conecta con la platanera de la huerta de casa. Con su madre, Juana, dándole de comer a los pollitos y contándole al pequeño Juan, asmático de siempre, historias sacadas de anécdotas que encontraba en lo más próximo, lo más cercano. Porque aquello era una vida austera, en La Vera, un barrio humilde, donde el padre, don Paco, se afeitaba en un espejo en el que había que verse por partes, donde la leche venía de la cabra que había en el montículo frente a casa y uno soñaba para imaginar vidas mejores. “Yo soy un niño pobre y escribo como un niño pobre, pero eso no es bueno ni malo. Es solo una forma de mirar”, reflexiona Cruz. “Hemos sido una tierra condenada a la ignorancia por el caciquismo”, dijo ante el público.
Pero los sueños, las becas y el trabajo llevaron a Juan Cruz a La Laguna, otra de las protagonistas del libro —“acaso la ciudad canaria o del mundo preferida por el que ahora escribe”—, que sirvió de modelo arquitectónico para futuras ciudades latinoamericanas: el lugar de las calles adoquinadas, las iglesias, los estudiantes, las caricias del amor y las posibilidades que luego fueron gracias a la escritura. “Yo elegí este oficio de escribir desde niño, porque siempre viví desde una especie de extrañeza. Para mí, todo era un descubrimiento. Y todo descubrimiento era un sentimiento”, afirmó.
Y con esa manera de sentir y de escribir acabó el acto. Ya los móviles bullían con noticias. Aunque siempre quedarán los viajes.
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