El editor joven desafía la intemperie
Los noveles de la edición, reunidos en la Feria del Libro, se sienten deudores de Claudio López Lamadrid
Madrid
Homenaje a Claudio López Lamadrid, ayer en la Feria del Libro de Madrid. CARLOS ROSILLO
Editar es un oficio de locos, decía Inge Feltrinelli. Un trabajo que se hace a la intemperie y cuyo resultado es tan inseguro como el gusto o como el tiempo.
En esa locura trabajó Claudio López Lamadrid, fallecido en enero en el apogeo de una carrera que lo llevó a la cúspide de Penguin Random House y que se inició con Beatriz de Moura en Tusquets empaquetando libros. Un editor y un mito.
Jóvenes y veteranos se juntaron ayer en la Feria del Libro de Madrid para subrayar su legado. Allí había discípulos suyos, igual de locos que la legendaria Feltrinelli. En el recinto o fuera de él hablamos con jóvenes herederos de este espíritu. Jan Martí, el fundador de la editorial Blackie Books, por ejemplo, era “un marciano” que aprendió de su padre en RBA el engranaje del oficio. Decidió guiarse por su gusto y desafió la reticencia de los distribuidores, convenció a los libreros de que no estaba tan loco y logró que su sello sea ahora, 10 años después, capaz de convertir en novedad el Cándido de Voltaire. Se atrevió con la Gloria Fuertes olvidada, y con Jardiel Poncela, a los que puso vaqueros y flores, y todo le ha funcionado porque no es cínico.
Sol Salama, que lleva desde septiembre y cuatro libros con Tránsito, está pegada a ese imán de editar a la intemperie y ahora es, “gracias a que busqué una línea minimalista y elegante, coherente, para publicar libros como navajazos”, una editora feliz que, desde la intemperie, reclama que se junten “las independientes” para hacer más fuerza. Elena Lozano, sevillana de Crononauta (su primer libro fue Binti,de la nigerianoamericana Nnedi Okorafor), combina ciencia-ficción y género, rescata feministas “que hubieran pasado sin pena ni gloria”, y desafía desde su lugar en el mundo una evidencia: “las grandes corporaciones se llevan lo mejor de las ferias y de las librerías”.
Entre los que llegaron por casualidad se encuentra Manu Guedán, quien llevó un libro suyo a David Villanueva (Demipage), que no lo publicó, pero le conminó a quedarse como editor. Ahí desmitificó “el aura romántica” que rodea a los editores y también el carácter de los autores, “que son humildes y faltos de cariño”. Ahora trabaja en Lengua de Trapo, consciente de que para ser editor debes estar atento también a lo que no te gusta.
Es un fuego en el que vivió López Lamadrid. Claudio, dice Julia Echevarría (Alpha Decay), “incorporó su trabajo a su vida”. Ella fue su ahijada (en todos los sentidos). “Saber que estaba ahí para cualquier consulta, para las dudas, me daba seguridad, compañía”. Miguel Aguilar se declara su discípulo. Trabajó a su lado, en Random. Le enseñó a valorar al autor, eje del trabajo editorial; le dio a su casa “la dimensión americana, clave para cualquier editor de esta lengua” y cultivó, en un gran grupo, “la ambición literaria”, que lo llevó a apostar por Orhan Pamuk o Foster Wallace. “Para mí fue todo, más allá de ser mi maestro. Cuando él estaba, algo interesante iba a ocurrir”.
Contagiados todos por la locura de editar a otros con “rigor y paciencia”, virtudes que, según Julia, distinguieron al editor que ayer paseaba invisible por el Retiro su elegancia y su leyenda.
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