Dalí y la liga de los artistas que traen cola
El fenomenal éxito de la muestra del pintor en el Reina invita a la reflexión sobre qué ha de tener un creador para seducir a las masas
¿Debe juzgarse a un museo por la cantidad de entradas vendidas?
Si Salvador Dalí volviera de entre los muertos se frotaría las manos de puro gusto, de no ser porque “ese gesto abominable” le resultaba “típicamente antidaliniano”. Así lo sentenció en su Diario de un genio (Tusquets), recuento de aquellos inmodestos veranos pasados con Gala hace medio siglo en Port Lligat (Girona). El libro es una joya con perlas como esta: “Por primera vez después de por lo menos un año, contemplo el cielo estrellado. Lo encuentro pequeño. ¿Seré yo el que crece o es el universo el que encoge? ¿O las dos cosas a la vez?”.
Con gesto de suficiencia o sin él, al leer sus escritos, no cuesta imaginar al autoproclamado Gran Masturbador contemplar con satisfacción las colas y aglomeraciones que a diario se forman en la fenomenal exposición organizada por el Museo Reina Sofía de Madrid a la mayor gloria de sus hirsutos bigotes. Lo vería a buen seguro como la consecución de un triunfo íntimo de su inagotable megalomanía, la del artista que “mejor aprendió a manejar los medios de comunicación de masas en su propio provecho y el primero que supo hacer muestras pensando en los periódicos”, según el escritor Félix de Azúa.
Pero este no es otro reportaje sobre las colas para ver a Dalí o los chicos de camiseta negra que indican bajo un sol de justicia cuánto tiempo de espera aguarda al visitante (hasta dos horas). Este artículo pretende responder más bien a la pregunta de por qué un artista como Dalí desata pasiones y otros —pongamos, Max Ernst, contemporáneo suyo, surrealista como él—, no. Quiere ser una indagación sobre lo que hay que tener para pertenecer a esa liga de hombres extraordinarios que hacen enloquecer a las masas y las atraen como un potente imán a los museos (no son muchos: Picasso, Leonardo, Sorolla, Van Gogh, Monet, ciertos impresionistas…). Y también plantear un debate sobre la importancia que se concede a las entradas para medir el éxito de un programa expositivo.
“Mucho me temo que el caso de Dalí es excepcional”, explica Georgina Adam, editora de The Art Newspaper y autora de la columna The Art Market, esencial termómetro del sector publicado cada sábado en Financial Times. “Es un discurso que entiende todo el mundo, con simbologías directas. Tiene, además, el punto subversivo justo. El surrealismo satisface pulsiones estéticas adolescentes. Si uno persiste en su pasión por el arte probablemente poco menos que supere a Dalí. Dicho lo cual, estamos hablando de un grandísimo artista. No te conviertes en una marca tan poderosa como la suya o la de Warhol sin un genio detrás. Tome el ejemplo de Damien Hirst. ¿Quién se acuerda una década después de sus mamarrachadas?”
“Es un pintor surrealista, sí, pero peculiar”, interviene el filósofo José Luis Pardo, autor de Esto no es música, el ensayo de referencia en español sobre los caprichos de la cultura de masas. “Se dedicó a representar el mundo onírico del inconsciente surrealista sin abandonar las convenciones de la figuración. Esto último le asegura la inteligibilidad. Lo primero le proporcionaba la dosis justa de escándalo. El fenómeno es curioso; la gente acude a escandalizarse de algo que uno ya sabe de antemano que le va a escandalizar, y cómo”. Manuel Borja-Villel, director del Reina, añade, por su parte, un elemento carnal a la fórmula daliniana del éxito: “Es un creador que llena la obra de arte de referencias de sexo culpable y la plantea como un objeto de deseo. Sus pinturas rebosan morbo, y el morbo vende”.
Y tanto que vende. Según una organización escasamente acostumbrada a estos éxitos, la exposición registró hasta el lunes 318.733 visitas (unas 7.600 diarias). La aplicación de una sencilla regla de tres que, en este caso, es relativamente científica (agosto no tiene por qué comportarse como junio) acabará por arrojar un total en torno a las 900.000 entradas vendidas. El equipo de Borja-Villel tuvo que celebrar reuniones de urgencia los primeros fines de semana para decidir cómo gestionar el enorme flujo de gente, incluso aunque venían advertidos del descomunal acontecimiento que la cita supuso en el Pompidou parisiense, donde recaló antes de Madrid. Allí se vieron obligados a abrir toda la noche durante los últimos días para atender tanta demanda (se registraron 790.000 asistentes) Aquí no descartan repetir la fórmula.
Lo que parece claro es que el mayor acceso a la educación de las últimas décadas y lo que los estudios culturales de la posmodernidad identifican como “la sociedad del evento”, en la que el individuo acude a los sitios con el fin primordial de apuntarse la experiencia, han contribuido a abarrotar los museos del siglo XXI. Según el recuento anual de The Art Newspaper, con datos de 1800 exposiciones celebradas durante 2012 en 500 centros del mundo, la más vista fue el año pasado la de la colección de obras maestras de pintura holandesa de la pinacoteca de La Haya Mauritshuis, expuestas en el Museo Metropolitano de Tokio. Registró 10.573 visitas diarias. En 1996, año de la primera investigación realizada por la revista, bastaba vender tres mil entradas al día para colocar una cita en el top ten.
La lista de 2012 (en la del año que viene, si nada se tuerce, asomarán los bigotes de Dalí) dice mucho de la recolocación del mapa geoestratégico de los museos del futuro; los tres primeros puestos hay que buscarlos en Japón, Rusia y Brasil, bien lejos de las capitales tradicionales del arte. Grandes centros, como el British o el Prado (que ya envió emisarios a lugares como Brisbane o Houston), conocen las enormes audiencias que les esperan por esos mundos. “Es nuestra obligación atender esas peticiones. No solo eso, suponen una nueva forma de financiarnos que no podemos dejar escapar”, confía Neil MacGregor, director del British.
Por lo demás, aquí o allá los gustos se parecen bastante: un poco de grandes maestros, una pizca de vanguardias históricas, algo de escandaloso arte contemporáneo… e impresionismo, siempre el impresionismo. En España hay sobradas pruebas del perenne hechizo de Monet, Renoir y los demás, por cuyo marchamo de elegancia y rentables números se han peleado recientemente instituciones de la madrileña Milla de Oro del arte como el Thyssen o la Fundación Mapfre. “Los impresionistas representan algo amable, que puede gustar a todo el mundo, retrataron los ‘domingos de la historia’ que describió Hegel, en el sentido de que en sus pinturas sólo aparece el aspecto positivo, festivo y agradable de la existencia. Los artistas de verdad, los que plantean problemas, no pueden tener público”, explica De Azúa, en cuyo último libro, Autobiografía de papel, se sirve del concepto de “democracia total”, la clase de “inane” caldo de cultivo ideal para estos taquillazos expositivos.
Los filósofos Peter Sloterdijk (El desprecio de las masas) o Ernesto Laclau (La razón populista) han teorizado también, partiendo de Elias Canetti, aunque desde distintos puntos de vista (la provocación y el posmarxismo, respectivamente), sobre la perversión de tomar la cultura con la vara de medir masiva, que no es sino otra manera de volver al viejo trabalenguas sin respuesta: “¿A la gente le gusta lo que gusta a todo el mundo o si le gusta eso es precisamente porque nunca les dieron la oportunidad de conocer otras cosas?” Borja-Villel, que lleva en el Reina una política que muchos juzgan exigente con el espectador, se conforma con que no triunfe “la incultura con pátina de cultura”, que es lo que mueve a menudo a los ocasionales visitantes a las exposiciones del momento.
Pese a las reservas de su director, la muestra de Dalí permitirá al Reina batir un récord de sus casi 23 años de historia. Hasta la llegada del vendaval Dalí, el podio de asistencia lo formaban, según sus propios cálculos, y en orden: Picasso. Tradición y vanguardia (2006), Juan Muñoz (2009) y Antonio López (1993). El tirón Dalí podría propiciar también la circunstancia histórica de que el centro de arte moderno supere este año al Prado, que en 2012 contó 2,8 millones de visitas frente a las 2,7 millones del primero.
Las cosas pintan distintas este ejercicio en la pinacoteca de arte antiguo, como ya anunciaron su director, Miguel Zugaza, y el presidente del patronato, José Pedro Pérez-Llorca, en un gesto de sinceridad que recordó a aquel refrán que sugiere ponerse la venda antes de lamentar la herida: el Prado prevé una caída en su asistencia del 25% en 2013. ¿Las razones? “Descenso del consumo y del turismo en Madrid, a lo que no ha ayudado la adversa climatología”, según Pérez-Llorca, que descarta el efecto de la reciente subida del precio de las entradas, pues “las caídas se reproducen en los tramos de pago y en los gratuitos”.
Dado que todos son elementos contra los que se ha batido con éxito Dalí, nadie en el Prado oculta que las malas noticias se deben, en gran parte, a la odiosa comparación en el programa de las exposiciones temporales, más deslucidas este año que el anterior debido, entre otras razones, a un recorte en la asignación presupuestaria del ministerio de un 30% que se une a los de los últimos años (44%, desde 2007). En 2012, ayudaron a las espectaculares cifras muestras como Los tesoros del Hermitage o El último Rafael, que recibió 250.000 vistas, tan pocas en comparación con las previstas para Dalí. Lo cual, seguramente, habría hecho especialmente feliz a este, que consideraba al de Urbino como el mayor genio de todos los tiempos y hasta se retrató en una ocasión a su manera.
La buena noticia es que si había cierta ansiedad en la última década en la relación entre políticos y directores de museo, esta quedó por fuerza superada; si entonces, con todo a favor, se cifraba el éxito de un gestor en las entradas vendidas, ahora es difícil saber qué fue antes, si el tijeretazo, la caída de visitantes o el cambio de prioridades de consumo. Dicho de otro modo: hoy, a Zugaza, que solía maravillarse de que sus exposiciones pudieran medirse en número de campos de fútbol, no le queda otra que hacer de la necesidad virtud: “Si esta crisis nos obliga a poner en valor lo que tenemos, habrá servido para algo”, explica en referencia a la sobresaliente muestra La belleza oculta, un recorrido por los tesoros en pequeño formato de la pinacoteca, actualmente en cartel.
Algo de ese recurso al fondo de armario tiene también la exposición de retratos de madurez de Velázquez prevista para final de año y que vendrá a equilibrar las cuentas del ejercicio. En el Prado, de todos modos, conocen sus talismanes: Velázquez marcó un hito en la historia de la museología española al registrar medio millón de visitas en 1990, con colas a las puertas de la pinacoteca de proporciones bíblicas que trajeron a aquella España una tendencia, la de los taquillazos expositivos, cuyo big bang suelen situar los expertos en la muestra sobre Tutankamón organizada por el British Museum en 1972, cuando 1,6 millones de personas hicieron colas de hasta ocho horas. “Entonces el museo pasó de ser un lugar de generación de conocimiento a un sitio de producción de eventos”, analiza Borja-Villel.
Velázquez es un valor seguro del Prado del mismo modo que Dalí lo es en el Reina. Y parte del secreto de la potencia de la cita daliniana es que el museo ha podido reunir tantas y tan importantes obras del pintor porque la suya es, con la del Pompidou, una de las colecciones más potentes del pintor en el mundo. Es curioso comprobar que algunas de las piezas que más interés despiertan en el atestado recorrido están siempre ahí, en la colección permanente del museo.
Eso sí, 500.000 asistentes de hace dos décadas no cuentan como los de ahora. No es ya que el maestro sevillano registrase esos números en poco más de dos meses, mientras que la muestra de Dalí se prolongará durante cuatro y medio (otra tendencia de la museología en recesión: las exposiciones se alargan como chicles). Es también que en este tiempo, Prado, Reina Sofía, Thyssen y otros han multiplicado incluso por tres el número sus visitantes anuales hasta rozar el techo de sus capacidades a golpe de ampliaciones del espacio expositivo y de un programa cada vez más ambicioso que ahora peligra con los recortes. Tampoco hay que olvidar que en los viejos tiempos había un menor control en la entrada de visitantes, razón por la que Dalí en el Pompidou no ha superado los números de la muestra más exitosa del centro parisiense, que fue… Dalí en el Pompidou, versión de 1979.
Y el aludido... ¿qué diría de todo esto? Seguramente ya se habría hartado hace un buen rato. ¿Quién necesita debates cuando le asaltan certezas como esta?: “En la espera de la Fe, que es una gracia de Dios, me he convertido en un héroe. Me he equivocado: ¡en dos héroes!” El de París, y el de Madrid.
el dispensador dice:
algo hay en los aires,
llamados de fantasmas,
llamados de salares,
están surgiendo las fuentes,
despertando a aquellos perdidos,
que casi sin haber nacido,
tienen hipotecados sus destinos,
por inducción de los estados ausentes...
el arte salvará al mundo,
de una extinción segura,
cuando los estados no hallen cura,
sólo permanecerá la cultura,
en el alma de las gentes.
JUNIO 25, 2013.-
Con gesto de suficiencia o sin él, al leer sus escritos, no cuesta imaginar al autoproclamado Gran Masturbador contemplar con satisfacción las colas y aglomeraciones que a diario se forman en la fenomenal exposición organizada por el Museo Reina Sofía de Madrid a la mayor gloria de sus hirsutos bigotes. Lo vería a buen seguro como la consecución de un triunfo íntimo de su inagotable megalomanía, la del artista que “mejor aprendió a manejar los medios de comunicación de masas en su propio provecho y el primero que supo hacer muestras pensando en los periódicos”, según el escritor Félix de Azúa.
Pero este no es otro reportaje sobre las colas para ver a Dalí o los chicos de camiseta negra que indican bajo un sol de justicia cuánto tiempo de espera aguarda al visitante (hasta dos horas). Este artículo pretende responder más bien a la pregunta de por qué un artista como Dalí desata pasiones y otros —pongamos, Max Ernst, contemporáneo suyo, surrealista como él—, no. Quiere ser una indagación sobre lo que hay que tener para pertenecer a esa liga de hombres extraordinarios que hacen enloquecer a las masas y las atraen como un potente imán a los museos (no son muchos: Picasso, Leonardo, Sorolla, Van Gogh, Monet, ciertos impresionistas…). Y también plantear un debate sobre la importancia que se concede a las entradas para medir el éxito de un programa expositivo.
“Mucho me temo que el caso de Dalí es excepcional”, explica Georgina Adam, editora de The Art Newspaper y autora de la columna The Art Market, esencial termómetro del sector publicado cada sábado en Financial Times. “Es un discurso que entiende todo el mundo, con simbologías directas. Tiene, además, el punto subversivo justo. El surrealismo satisface pulsiones estéticas adolescentes. Si uno persiste en su pasión por el arte probablemente poco menos que supere a Dalí. Dicho lo cual, estamos hablando de un grandísimo artista. No te conviertes en una marca tan poderosa como la suya o la de Warhol sin un genio detrás. Tome el ejemplo de Damien Hirst. ¿Quién se acuerda una década después de sus mamarrachadas?”
“Es un pintor surrealista, sí, pero peculiar”, interviene el filósofo José Luis Pardo, autor de Esto no es música, el ensayo de referencia en español sobre los caprichos de la cultura de masas. “Se dedicó a representar el mundo onírico del inconsciente surrealista sin abandonar las convenciones de la figuración. Esto último le asegura la inteligibilidad. Lo primero le proporcionaba la dosis justa de escándalo. El fenómeno es curioso; la gente acude a escandalizarse de algo que uno ya sabe de antemano que le va a escandalizar, y cómo”. Manuel Borja-Villel, director del Reina, añade, por su parte, un elemento carnal a la fórmula daliniana del éxito: “Es un creador que llena la obra de arte de referencias de sexo culpable y la plantea como un objeto de deseo. Sus pinturas rebosan morbo, y el morbo vende”.
Y tanto que vende. Según una organización escasamente acostumbrada a estos éxitos, la exposición registró hasta el lunes 318.733 visitas (unas 7.600 diarias). La aplicación de una sencilla regla de tres que, en este caso, es relativamente científica (agosto no tiene por qué comportarse como junio) acabará por arrojar un total en torno a las 900.000 entradas vendidas. El equipo de Borja-Villel tuvo que celebrar reuniones de urgencia los primeros fines de semana para decidir cómo gestionar el enorme flujo de gente, incluso aunque venían advertidos del descomunal acontecimiento que la cita supuso en el Pompidou parisiense, donde recaló antes de Madrid. Allí se vieron obligados a abrir toda la noche durante los últimos días para atender tanta demanda (se registraron 790.000 asistentes) Aquí no descartan repetir la fórmula.
Lo que parece claro es que el mayor acceso a la educación de las últimas décadas y lo que los estudios culturales de la posmodernidad identifican como “la sociedad del evento”, en la que el individuo acude a los sitios con el fin primordial de apuntarse la experiencia, han contribuido a abarrotar los museos del siglo XXI. Según el recuento anual de The Art Newspaper, con datos de 1800 exposiciones celebradas durante 2012 en 500 centros del mundo, la más vista fue el año pasado la de la colección de obras maestras de pintura holandesa de la pinacoteca de La Haya Mauritshuis, expuestas en el Museo Metropolitano de Tokio. Registró 10.573 visitas diarias. En 1996, año de la primera investigación realizada por la revista, bastaba vender tres mil entradas al día para colocar una cita en el top ten.
La lista de 2012 (en la del año que viene, si nada se tuerce, asomarán los bigotes de Dalí) dice mucho de la recolocación del mapa geoestratégico de los museos del futuro; los tres primeros puestos hay que buscarlos en Japón, Rusia y Brasil, bien lejos de las capitales tradicionales del arte. Grandes centros, como el British o el Prado (que ya envió emisarios a lugares como Brisbane o Houston), conocen las enormes audiencias que les esperan por esos mundos. “Es nuestra obligación atender esas peticiones. No solo eso, suponen una nueva forma de financiarnos que no podemos dejar escapar”, confía Neil MacGregor, director del British.
Por lo demás, aquí o allá los gustos se parecen bastante: un poco de grandes maestros, una pizca de vanguardias históricas, algo de escandaloso arte contemporáneo… e impresionismo, siempre el impresionismo. En España hay sobradas pruebas del perenne hechizo de Monet, Renoir y los demás, por cuyo marchamo de elegancia y rentables números se han peleado recientemente instituciones de la madrileña Milla de Oro del arte como el Thyssen o la Fundación Mapfre. “Los impresionistas representan algo amable, que puede gustar a todo el mundo, retrataron los ‘domingos de la historia’ que describió Hegel, en el sentido de que en sus pinturas sólo aparece el aspecto positivo, festivo y agradable de la existencia. Los artistas de verdad, los que plantean problemas, no pueden tener público”, explica De Azúa, en cuyo último libro, Autobiografía de papel, se sirve del concepto de “democracia total”, la clase de “inane” caldo de cultivo ideal para estos taquillazos expositivos.
Los filósofos Peter Sloterdijk (El desprecio de las masas) o Ernesto Laclau (La razón populista) han teorizado también, partiendo de Elias Canetti, aunque desde distintos puntos de vista (la provocación y el posmarxismo, respectivamente), sobre la perversión de tomar la cultura con la vara de medir masiva, que no es sino otra manera de volver al viejo trabalenguas sin respuesta: “¿A la gente le gusta lo que gusta a todo el mundo o si le gusta eso es precisamente porque nunca les dieron la oportunidad de conocer otras cosas?” Borja-Villel, que lleva en el Reina una política que muchos juzgan exigente con el espectador, se conforma con que no triunfe “la incultura con pátina de cultura”, que es lo que mueve a menudo a los ocasionales visitantes a las exposiciones del momento.
Pese a las reservas de su director, la muestra de Dalí permitirá al Reina batir un récord de sus casi 23 años de historia. Hasta la llegada del vendaval Dalí, el podio de asistencia lo formaban, según sus propios cálculos, y en orden: Picasso. Tradición y vanguardia (2006), Juan Muñoz (2009) y Antonio López (1993). El tirón Dalí podría propiciar también la circunstancia histórica de que el centro de arte moderno supere este año al Prado, que en 2012 contó 2,8 millones de visitas frente a las 2,7 millones del primero.
Las cosas pintan distintas este ejercicio en la pinacoteca de arte antiguo, como ya anunciaron su director, Miguel Zugaza, y el presidente del patronato, José Pedro Pérez-Llorca, en un gesto de sinceridad que recordó a aquel refrán que sugiere ponerse la venda antes de lamentar la herida: el Prado prevé una caída en su asistencia del 25% en 2013. ¿Las razones? “Descenso del consumo y del turismo en Madrid, a lo que no ha ayudado la adversa climatología”, según Pérez-Llorca, que descarta el efecto de la reciente subida del precio de las entradas, pues “las caídas se reproducen en los tramos de pago y en los gratuitos”.
Dado que todos son elementos contra los que se ha batido con éxito Dalí, nadie en el Prado oculta que las malas noticias se deben, en gran parte, a la odiosa comparación en el programa de las exposiciones temporales, más deslucidas este año que el anterior debido, entre otras razones, a un recorte en la asignación presupuestaria del ministerio de un 30% que se une a los de los últimos años (44%, desde 2007). En 2012, ayudaron a las espectaculares cifras muestras como Los tesoros del Hermitage o El último Rafael, que recibió 250.000 vistas, tan pocas en comparación con las previstas para Dalí. Lo cual, seguramente, habría hecho especialmente feliz a este, que consideraba al de Urbino como el mayor genio de todos los tiempos y hasta se retrató en una ocasión a su manera.
La buena noticia es que si había cierta ansiedad en la última década en la relación entre políticos y directores de museo, esta quedó por fuerza superada; si entonces, con todo a favor, se cifraba el éxito de un gestor en las entradas vendidas, ahora es difícil saber qué fue antes, si el tijeretazo, la caída de visitantes o el cambio de prioridades de consumo. Dicho de otro modo: hoy, a Zugaza, que solía maravillarse de que sus exposiciones pudieran medirse en número de campos de fútbol, no le queda otra que hacer de la necesidad virtud: “Si esta crisis nos obliga a poner en valor lo que tenemos, habrá servido para algo”, explica en referencia a la sobresaliente muestra La belleza oculta, un recorrido por los tesoros en pequeño formato de la pinacoteca, actualmente en cartel.
Algo de ese recurso al fondo de armario tiene también la exposición de retratos de madurez de Velázquez prevista para final de año y que vendrá a equilibrar las cuentas del ejercicio. En el Prado, de todos modos, conocen sus talismanes: Velázquez marcó un hito en la historia de la museología española al registrar medio millón de visitas en 1990, con colas a las puertas de la pinacoteca de proporciones bíblicas que trajeron a aquella España una tendencia, la de los taquillazos expositivos, cuyo big bang suelen situar los expertos en la muestra sobre Tutankamón organizada por el British Museum en 1972, cuando 1,6 millones de personas hicieron colas de hasta ocho horas. “Entonces el museo pasó de ser un lugar de generación de conocimiento a un sitio de producción de eventos”, analiza Borja-Villel.
Velázquez es un valor seguro del Prado del mismo modo que Dalí lo es en el Reina. Y parte del secreto de la potencia de la cita daliniana es que el museo ha podido reunir tantas y tan importantes obras del pintor porque la suya es, con la del Pompidou, una de las colecciones más potentes del pintor en el mundo. Es curioso comprobar que algunas de las piezas que más interés despiertan en el atestado recorrido están siempre ahí, en la colección permanente del museo.
Eso sí, 500.000 asistentes de hace dos décadas no cuentan como los de ahora. No es ya que el maestro sevillano registrase esos números en poco más de dos meses, mientras que la muestra de Dalí se prolongará durante cuatro y medio (otra tendencia de la museología en recesión: las exposiciones se alargan como chicles). Es también que en este tiempo, Prado, Reina Sofía, Thyssen y otros han multiplicado incluso por tres el número sus visitantes anuales hasta rozar el techo de sus capacidades a golpe de ampliaciones del espacio expositivo y de un programa cada vez más ambicioso que ahora peligra con los recortes. Tampoco hay que olvidar que en los viejos tiempos había un menor control en la entrada de visitantes, razón por la que Dalí en el Pompidou no ha superado los números de la muestra más exitosa del centro parisiense, que fue… Dalí en el Pompidou, versión de 1979.
Y el aludido... ¿qué diría de todo esto? Seguramente ya se habría hartado hace un buen rato. ¿Quién necesita debates cuando le asaltan certezas como esta?: “En la espera de la Fe, que es una gracia de Dios, me he convertido en un héroe. Me he equivocado: ¡en dos héroes!” El de París, y el de Madrid.
el dispensador dice:
algo hay en los aires,
llamados de fantasmas,
llamados de salares,
están surgiendo las fuentes,
despertando a aquellos perdidos,
que casi sin haber nacido,
tienen hipotecados sus destinos,
por inducción de los estados ausentes...
el arte salvará al mundo,
de una extinción segura,
cuando los estados no hallen cura,
sólo permanecerá la cultura,
en el alma de las gentes.
JUNIO 25, 2013.-
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