Paisaje después de las batallas
Un recorrido por gustos y disgustos de Juan Goytisolo
Era un escritor “algo esquivo, algo receloso, de efusiones difíciles”, según Caballero Bonald
Madrid
El escritor Juan Goytisolo, en su casa de Marrakech (FOTO: BERNARDO PÉREZ).
La mar de bien. Llamabas a Goytisolo y él respondía en seguida, en París, en Marrakech. A cualquier hora. ¿Cómo estás? “La mar de bien”. Incluso cuando en su vida caían chuzos de punta. “La mar de bien”. En Examen de ingenios, José Manuel Caballero Bonald hace esta definición de su colega: “Era algo esquivo, algo receloso, de efusiones difíciles”. Su viaje al sur le dio alegría, pero siguió siendo allí, junto a la plaza de los muertos, el que dejó España para irse de todas partes. París fue una estación de paso; pero incluso allí fue un extranjero. Era efectivamente Juan Sin Tierra, el hombre que dio una batalla para desaparecer estando. Cuando se rompía un lado de Europa se fue a Sarajevo, con Susan Sontag, a alumbrar las bibliotecas quemadas. Allí trabajaron los dos para darle luz sin balas a Esperando a Godot. En cierto modo él estuvo toda su vida esperando a un Godot que le hiciera regresar a la niñez hundida. España le dolía como un bombardeo inesperado. Su dolor por España se decía con pocas palabras. Su marcha fue su declaración de principios. Y luego fue como si nunca se hubiera muerto Franco. Dejó aquí el dictador su estercolero. Incapaz de decir gritando lo que sentía, Goytisolo lo vertió en palabras nutridas por el espanto y el desafecto que, en el plano privado, destellan como dagas propias en Coto vedado. Era un niño desposeído, mimado y extrañado a la vez, roto, un muchacho roto. Era tan privado, impenetrable. Un paseo con él podía durar horas de silencio. Decía “La mar de bien”. Y callaba.
La plaza. La plaza de Marrakech donde hizo su vida al aire nació hace siglos, pero él la inauguraba cada día, como si la plaza amaneciera con Juan Goytisolo. Él llegaba, caminando como un extremo izquierdo retirado, sus piernas arqueadas, sus chaquetas bien abrigadas, y se sentaba con los contertulios callados. Siglos de silencio mirándose, como Beckett y Joyce mirándose en la Closerie des Lilas en París. Ni una risa. Una especie de timbre automático le resonaba dentro y entonces se levantaba. A comer. El mejor cordero está aquí al lado. Pero tienes que comerlo con las manos. Solo sabe si lo comes con las manos. Tenía la autoridad de los solitarios. En Londres despreciaba los taxis, el metro, los autobuses; en todas partes buscaba refugio al aire libre. En Holborn alguien encontró un día un telegrama actual, de 1977, enviado por un tal Blanco White a cualquier sitio. Debía ser un descendiente de aquel solitario expelido por España, José María Blanco White, con el que dialogaba sobre el exilio y la nada, ambas soledades. Él creyó que ese telegrama amarillo era un fantasma del pasado de España comunicándose con él. Su regocijo duraba un instante, como el regocijo de los viejos tristes. Luego seguía su viaje, circunspecto, esquivo, receloso, dándole vueltas a las plazas en las que ya había estado. En la plaza de Marrakech se relajaba. Era otro y el mismo, alerta, sus manos sobre las rodillas como para volar. Rodeado de afectos, estaba solo, sus ojos eran solos, él era esquivo, receloso, Juan desposeído. Daban ganas de abrazarlo, aunque tenías la conciencia de que, quizá, cuando llegaras a su cuerpo, ya él habría escapado.
Esquivo. Ese carácter que con tanta eficacia describe Caballero Bonald le convirtió en un solitario, en un ave de nariz curva que oteaba peligros que a veces hacía grandes. Era de pocos amigos, y de amistades muy fuertes, una a una. Era capaz de dar guantazos por algunos escritores con los que no tuvo nada que ver, solo porque los encontraba solos, o a su lado. Esta es una anécdota que observé: había preparado un texto sobrec de su amiga Susan Sontag. Al sentarse en el restaurante donde ambos comían en Madrid se enteró de que EL PAÍS había encargado esa reseña a otra persona y allí mismo hizo añicos el papel. Luego juntó las piezas, el texto apareció aquí, como el otro que también se había preparado. Un día observó en México que a un amigo no le hacían el coro que él prescribía. Y armó la marimorena. Pero Juan podía ser así, marchaba detrás de su idea con una fidelidad que a veces daba una mezcla de respeto y recelo: ¿aceptará que le diga esto o lo otro? Podía ser, también, capaz de una ternura medida, como la que cuenta Javier Rodríguez Marcos en su biografía. Pero en la escritura y en la expresión corporal o verbal era como un cuchillo preciso que podía ser a la vez concluyente y letal. Un ave solitaria que también se posaba sobre los baldíos y que desde allí expandía abrazos que también lo hicieron especial, tan cariñoso como podía ser un tímido sin cura. Acaso por todo eso, porque era así Juan Goytisolo, cuando lo llamabas y decía “La mar de bien” pensabas que quizá había alcanzado una cima de felicidad, el sosiego que no pudo tener nunca. Pero no era así. Ese “la mar de bien” era lo más cerca que estaba de la paz cuando le sonaba el teléfono y se despertaba en él el lejano sentimiento de que una vez tuvo una patria.
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