La semilla del gigante globalizado
Mao Zedong, el fetiche de 1968, lanzó a los jóvenes chinos a la revuelta contra la burocracia del partido, bautizada como Gran Revolución Cultural
Un grupo de niños leen el Libro Rojo ante un cartel de Mao Zedong en 1968. HULTON ARCHIVE / GETTY IMAGES
Eran jóvenes como los occidentales. Como ellos, izquierdistas y revoltosos, violentos incluso, y practicaban el extraño culto a un emperador rojo, su libro, sus citas célebres y su iconografía. Aquella ideología, el maoísmo, se hallaba en mayo en la cima de la moda en la capital de las modas, en París. Esto es lo único que tenían en común los jóvenes guardias rojos chinos con los revoltosos de su misma edad que se levantaban contra el orden establecido y la generación de sus mayores desde Ciudad de México hasta Praga, desde Berlín hasta Berkeley, y, sobre todo, en París, capital de todas las revoluciones.
Mao Zedong, el fetiche de 1968, era quien les había lanzado a la revuelta contra la burocracia del partido, bautizada como Gran Revolución Cultural. El Gran Timonel había sufrido el revés del Gran Salto Hacia Adelante, una operación para situar a China en cabeza del desarrollo industrial que se saldó con una hambruna terrible y millones de pérdidas en vidas humanas. Su poder estaba en peligro y solo se salvó gracias a la audacia de ponerse personalmente al frente de la revuelta juvenil contra el partido.
El parteaguas de 1968 se saldó con la victoria personal de Mao. “Ha eliminado a sus adversarios, ha recuperado el poder del que iba siendo alejado desde 1959 y ha conjurado temporalmente la desmaoización que había comenzado a principios de los años sesenta”, cuenta el sinólogo Simon Leys en Crónica de la Revolución Cultural.
Fue una jugada decisiva de Pekín en su competencia con Moscú por apoderarse de la dirección del movimiento comunista y anticolonial. Rusia propugnaba la coexistencia pacífica con el capitalismo y la vía pacífica al socialismo en los países desarrollados: a ojos de Mao, puro revisionismo derechista.
La contestación antiautoritaria de los jóvenes sesentayochistas situaba en el mismo saco a las derechas occidentales y a los jerarcas soviéticos. Los partidos comunistas de todo el mundo sufrieron entonces los embates de sus fracciones maoístas, partidarias en muchos casos, incluso en Europa, de la lucha armada.
Mao Zedong logró mantener el poder al ponerse al frente de la revuelta juvenil contra el partido
La moda maoísta, que prendió con fuerza entre los intelectuales europeos, es hoy un ejemplo de libro del papanatismo que permitía creer a pies juntillas las mentiras y tópicos de un doctrinarismo totalitario y culturalmente remoto. La Revolución Cultural fue decisiva para la desintegración del comunismo y el final victorioso para el capitalismo de la Guerra Fría.
Nominalmente duró desde 1966 hasta 1976, pero en 1968 su impulso ya se había estancado y el Ejército había recuperado el control. China salió de aquella revolución como una página en blanco en la que Deo Xiaoping reconstruyó el poder del partido e instaló el sistema capitalista, gracias al escarmiento social de los años revolucionarios.
Nixon se entrevistó con Mao en Pekín en 1972, con la Revolución Cultural todavía en marcha, en una maniobra inspirada por Kissinger con la que culminó el cerco al comunismo soviético. En la grieta abierta en 1968 creció la semilla de la China globalizada que hoy conocemos.
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