IDA Y VUELTA
Veneno de palabra
Nacionalismo, racismo e irracionalismo forman un caldo pútrido que ha empapado durante mucho tiempo la cultura europea
Detención de familias judías por los nazis en el gueto de Varsovia. UIG / GETTY IMAGES
Una sola de esas pilas de mando a distancia que cualquiera tira por ahí sin el menor apuro basta para envenenar varios miles de litros de agua. Una sola palabra puede envenenar igual de destructivamente una conciencia individual, una multitud, una gran parte de un país entero. Una palabra que nombra algo que no existe basta para convertir en realidad su entelequia y para provocar intoxicaciones colectivas de furia y de crimen. Palabras que designaban abstrusas invenciones teológicas motivaron persecuciones y matanzas de herejes en los primeros siglos de la Iglesia y luego en las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI. Por culpa de la facilidad que ofrece el idioma griego para crear palabras compuestas de términos abstractos, la virginidad de María o la naturaleza humana y divina o solo divina o más humana que divina o más divina que humana de Cristo desataron tormentas de crueldad y batalla olvidadas, así como volúmenes ingentes de doctrina teológica que guardan un parecido asombroso con las disquisiciones de teoría marxista a lo largo del siglo XX.
Una de las palabras más dañinas que han existido nunca, la palabra raza, va a ser eliminada de la Constitución francesa. Es una palabra tan cargada de historia, de vergüenza, de irracionalidad y de sangre, como desprovista de significado. No hay razas humanas. Hay una sola especie, Homo sapiens sapiens. Hay adaptaciones diversas a los entornos ambientales que implican mínimas diferencias en un patrimonio genético asombrosamente uniforme a través de los grupos humanos de todo el planeta. Los miles de millones de seres humanos descendemos de un grupo reducido, al parecer unas cuantas decenas de miles de supervivientes de una catástrofe ambiental que habría tenido lugar hará unos 60.000 años. Todos somos parientes próximos, y además primos hermanos de los grandes simios, de los que nos separa poco más del 1% de la secuencia del ADN.
A gran parte de la derecha francesa la ocupación alemana les parecía preferible a la normalidad mediocre de la democracia
El veneno destructivo de la palabra raza lo asociamos sobre todo con el nazismo alemán y con el supremacismo blanco del sur de Estados Unidos. Ese lugar común oculta el hecho histórico de la aceptación universal que tenía el término en Europa y América desde las últimas décadas del XIX, y la toxicidad particular con que infectó la vida y la política en Francia durante toda la Tercera República. Los lectores de Proust estamos familiarizados con su compromiso valeroso en defensa del capitán Dreyfus, condenado sin pruebas por espionaje y traición sin otro motivo que su condición de judío. El antisemitismo fue religioso mientras predominaba la religión, pero se hizo científico al convertirse la ciencia en el saber más prestigioso. Nos gusta suponer que la religión alimenta prejuicios, y que el conocimiento científico los disipa y nos vacuna contra ellos. Pero hasta el monstruoso escarmiento de la II Guerra Mundial y los campos de exterminio, el racismo se había sostenido sobre argumentos que se aceptaban ampliamente como científicos, y la esclarecida Escandinavia puso en práctica políticas de eugenesia muy estudiadas luego por los planificadores alemanes del mejoramiento de la raza. Los médicos de la Alemania nazi viajaban a Suecia con la misma voluntad de aprender con la que viajaban los juristas a los Estados del Sur para estudiar la teoría y la práctica de la segregación racial.
Nacionalismo, racismo, irracionalismo forman un caldo pútrido que empapa durante mucho tiempo la cultura europea, no ya sus márgenes de extremismo sino su atmósfera común, el corazón mismo de lo que para nosotros simboliza la tradición civilizada, la libertad de espíritu. Fue en Francia donde hirvió una parte de la peor negrura de Europa. En Francia proliferó un antisemitismo no menos virulento que el de Alemania o Austria, y el asalto a la racionalidad y a los valores democráticos alcanzaron una furia tal vez más envenenadora todavía porque se investían de brillantez intelectual y altos vuelos literarios. Drieu La Rochelle y Louis-Ferdinand Céline serían tal vez menos repugnantes si no fueran tan excelentes escritores.
Es una historia macabra a la que da miedo asomarse. Yo vuelvo a hacerlo porque estoy leyendo un libro de Frederick Brown, The Embrace of Unreason: France, 1914-1940. Brown cuenta cómo algunos de los escritores franceses más cultos y de mayor prestigio eligieron, literalmente, abrazar la sinrazón: denostar la sensatez y la mesura para celebrar la fuerza bruta, negar el albedrío del individuo soberano para subordinarlo a la presunta pertenencia colectiva de la tierra y la raza, poner el instinto por encima de la racionalidad, defender la monarquía absoluta y la arrogancia aristocrática contra el igualitarismo de la república, la fe católica contra el laicismo. Viejos reaccionarios olvidados predican un evangelio monótono del patriotismo, la sangre, la búsqueda de chivos expiatorios, la denigración del extranjero y del enemigo, que alimentó las carnicerías de la guerra y que se vuelve a escuchar ahora con muy pocas novedades. En bocetos rápidos y precisos Frederick Brown retrata a Maurice Barrès, a Charles Maurras, al tortuoso Drieu La Rochelle. Los tres son hijos de la clase media, beneficiarios del sistema educativo de la Tercera República, herederos de la gran tradición culta de la lengua francesa; los tres se vieron instalados muy pronto en esa incomparable solidez de las instituciones culturales en Francia, los periódicos, las revistas literarias, las editoriales. Los tres optaron sin vacilación por la barbarie. Sus biografías se encadenan en un devenir de medio siglo que va del caso Dreyfus al colaboracionismo con los invasores alemanes, de una guerra a otra guerra, a través del ambiente político cada vez más irrespirable de los años veinte y treinta. Maurice Barrès era muy viejo para ir a las trincheras en 1914, pero no para segregar todo tipo de basura literaria patriótica en celebración de la matanza. Charles Maurras compaginó la toxicidad de la propaganda racista con el activismo violento de sus seguidores, que circulaban en broncas pandillas armadas antes de que lo hicieran en Alemania los matones de las SA. Drieu La Rochelle publicó artículos y libros de un antisemitismo feroz y novelas morbosas y muy bien escritas, y casi siempre banales. Tanto a él como a Maurras, y como a una gran parte de la derecha francesa, la ocupación alemana les parecía preferible a la normalidad mediocre de la democracia, y además los libraba del peor enemigo, curaba el contagio, extirpaba el peligro de la raza judía. Tanta riqueza de palabras que manejaban, y bastaba una sola para comprimir todo el odio del que eran capaces.
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