domingo, 23 de junio de 2019

Devorando diccionarios | Babelia | EL PAÍS

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SILLON DE OREJAS TRIBUNA 

Devorando diccionarios

Descubrí que aquellos libracos podían leerse también como ficciones secuenciales sin solución de continuidad cuyo significado profundo dependía de la imaginación del lector

Franco y Queipo de llano, en Sevilla en 1936.  
Franco y Queipo de llano, en Sevilla en 1936.  

1. Enciclopédico

Hace muchos años, cuando el cielo todavía no había perdido su color azul y nos prometíamos un horizonte rojo, Juanjo(sé) Millás me inculcó el veneno de los diccionarios. Hasta entonces —en la calle sonaban sirenas y el dictador de voz aflautada y corazón de piedra agonizaba encharcado en malolientes heces en melena— habían sido solo libros de consulta, instrumentales (el Spes para el latín, el Petit Robert para el francés, la Larousse familiar para chequear biografías), pero a partir de entonces se convirtieron en algo bastante más serio: descubrí que aquellos libracos podían leerse también como ficciones secuenciales sin solución de continuidad cuyo significado profundo dependía de la imaginación del lector.
Uno sacaba de la estantería, por ejemplo, el tomo Cepejón-Gestionar de la Sopena, abría una página al azar y podía leer entrada tras entrada, como si el conjunto fuera un avatar del “cadáver exquisito” de los surrealistas, y en el que podían avecinarse, sin más jerarquía que la del siempre inconsistente orden alfabético, conceptos tan dispares como “espumoso” y “espúreo” o “consaburense” y “consagración”. He seguido leyendo páginas enciclopédicas al azar incluso después de Wikipedia, a la que consulto frecuentemente (como usted, hypocrite lecteur/lectrice) desde septiembre de 2001, casi al mismo tiempo que el ataque a las Torres Gemelas daba entrada al nuevo milenio.
Fue el vicio de los diccionarios el que me impulsó a suscribirme a la newsletter del diccionario Webster, que cada día me hace llegar por el ciberespacio una palabra inglesa junto a su significado, pronunciación y uso. La mayoría de las palabras que eligen son de origen latino o griego; lógico: para un anglohablante, los términos de origen sajón tienen mucho menos glamour. Una de las últimas que he recibido es muliebrity, del latín mulier, que definen como “la cualidad de ser mujer” (womanhood), la “feminidad” o, podríamos decir, “mujeridad”. En la época de las identidades no binarias, trans, agénero o fluidas, esas generalidades no dejan de producirme cierta ternura: me deja estupefacto que todavía haya quien se sienta lo suficientemente seguro como para utilizar sin parpadear el término “feminidad”.
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Para librarme de la tentación de autocomplacencia propia de mi sexo, me sumerjo, casi medio siglo después de su publicación, en Mujeres y locura(editorial Continta Me Tienes), de Phyllis Chesler, un clásico de la literatura feminista más radical. Chesler, educada en (y luego rebelde a) el judaísmo más ortodoxo, es una psicoterapeuta que se hizo célebre por este libro que pone en solfa la omnipresente psicología patriarcal (de ahí que cuando un hombre afirma de una mujer que es “neurótica” haya que ponerlo bajo sospecha) a través de la aportación de abundante trabajo de campo y ejemplos extraídos de las historias clínicas, la literatura y la mitología. Un libro pionero, repleto de ideas que ahora forman parte de lo más avanzado de nuestra cultura cívica, y que propugna la necesidad de que el feminismo se convierta de una vez en una característica inherente a la condición humana. Entonces, cuando todas/os seamos feministas, ya no hará falta el término.
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2. Al noroeste

Para componer un poemario como Noroeste (Trotta), Luis Suñén ha tenido que dejar atrás las certidumbres más o menos impostadas de la juventud para dirigir su mirada “hacia lo que sucede alrededor y la forma en que todo se convierte en parte de nosotros mismos”. Cuatro años después de Volver y cantar, publicada también por Alejandro Sierra en su sello, Suñén ahonda más en ese espacio poético tan suyo en el que sentimiento y reflexión se aúnan “y hasta llegas a pensar si no sería / antes el lenguaje y luego / el pensamiento y si escribes / solo para poder pensar”. Pero el autor —presente entero en cada verso, en cada vibración del ritmo— reflexiona no como pensador, sino como poeta: trascendencia —su poesía está anclada en el lado de acá de la religión— e inmanencia pueblan una mirada, al tiempo pudorosa e irónica —y alguna vez irritada e impaciente—, que se eleva sin límite en algunos poemas y desciende a ras del suelo en otros “como esa salamandra / que acaba de aplastar el / tractor del vecino y aún se mueve”. En este extraordinario libro de poemas, Suñén, que revela discretamente sus lecturas de poesía norteamericana contemporánea (de William Carlos Williams o Mark Strand a Marianne Moore, Elizabeth Bishop o Jorie Graham), hace gala de una serena capacidad de asombro ante las cosas que le rodean, allá en el noroeste en el que vive, y que no excluye cierto desencanto ante la realidad del mundo, una especie de irónico Weltschmerz que rehúye el drama y se prohíbe elevar la voz. A mí, que conozco y leo al autor desde hace mucho, me parece su obra maestra. Por ahora.
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3. Guerras civiles

Mientras leo Las guerras civiles españolas (Alianza), un sugerente estudio de Mark Lawrence en el que se compara la primera guerra carlista (1833-1840) con la guerra civil de 1936-1939, enfatizando la españolidad de ambas y también sus muchas coincidencias —incluso en el contexto internacional—, me viene a la cabeza una frase de una arenga del general Queipo de Llano —­uno de aquellos militares facciosos todo ternura— que encontré en El resurgir del pasado en España (Taurus, 2018), de mi admirada Paloma Aguilar Fernández con Leigh A. Payne. Ahí va: “¡Id preparando las sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción sobre vosotros; que si lo hiciereis así quedaréis exentos de toda responsabilidad”. Como ven, parece una frase extraída de una película de la Hammer sobre Vlad el Empalador. Y, para terminar, a ver, queridos/as: definamos “españolidad”. Y, de paso, examinemos nuestra inveterada propensión histórica (e histérica) a machacar al que no piensa como nosotros.

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