La belleza eterna cumple un siglo
Berlín conmemora el centenario del hallazgo del busto de Nefertiti con una gran exposición en el Neues Museum hasta el próximo abril
La Mona Lisa de Amarna se reafirma como icono de la feminidad
Jacinto Antón Barcelona 5 DIC 2012 - 21:42 CET7
Hace más de 3.300 años que Nefertiti y Tutankamón, que están ambos de aniversario, no se miran a los ojos. A menudo, cuando observamos el bellísimo busto polícromo de la reina en Berlín y la no menos arrebatadoramente hermosa máscara funeraria de oro del joven rey en El Cairo, los dos iconos indiscutibles del Egipto faraónico, olvidamos que las dos obras nacen en el mismo momento histórico y que los personajes a los que representan eran no solo contemporáneos, sino familia, y convivieron en la misma corte, bajo el mismo techo. Nefertiti fue la esposa principal del que se tiene por padre de Tutankamón, Akenatón. La bella reina fue también suegra de Tutankamón y no se descarta del todo que pudiera ser incluso su madre. Apenas podemos especular acerca de cómo se llevaban, aunque las representaciones de la familia de Akenatón muestran, de manera desacostumbrada para el arte egipcio, un afecto enternecedor y casi chocante.
El busto de la reina (47 centímetros, 20 kilos), permaneció tres milenios bajo la arena que cubrió la vieja capital abandonada de su rey hereje, Amarna, mientras que la máscara de Tutankamón ha estado casi el mismo tiempo sobre la momia del joven y malhadado faraón en la oscuridad de su tumba perdida en el Valle de los Reyes. El destino ha querido reunir la memoria y las sombras de ambos, Nefertiti y Tutankamón, en este final de 2012. Apenas se acaban de cumplir los 90 años del descubrimiento de la tumba de Tutankamón (4 de noviembre) y hoy, 6 de diciembre, celebramos, con magna exposición en Berlín incluida (600 objetos entre ellos algunos inéditos), los 100 del hallazgo del busto de la reina (pese a que sea de mal gusto recordar los años de una dama). ¡Los amantes de Egipto estamos de enhorabuena!
La tumba de Tutankamón la descubrió el británico Howard Carter, el busto de Nefertiti un personaje menos popular: Ludwig Bortchardt, alemán. Bortchardt nació diez años antes que Carter pero murieron con un año de diferencia (1938 y 1939, respectivamente). En realidad, ambos hallazgos los realizaron materialmente trabajadores egipcios, los grandes olvidados de estas bonitas historias arqueológicas —aunque ya tienen su libro, Hidden hands, Egyptian workforces in Petrie excavations archives, de Stephen Quirke, Londres, 2019—. El busto de Nefertiti lo encontró el obrero Mohamed Ahmed es-Senussi (desde aquí gracias, Mohamed) en una zona de las ruinas del taller del escultor Tutmose en el curso de las excavaciones en Tell el-Amarna de la Deutsche Orient-Gesellschaft, DOG, Compañía Alemana de Oriente, que dirigía Borchardt. Es curioso pensar que la despampanante reina que hoy nos cautiva, altiva, desde su alto pedestal en su capilla profana en el Neues Museum pasó casi una eternidad indecorosamente de bruces, la bonita nariz enterrada en el polvo. Lo único que se veía de la soberana, según explica Borchardt en sus diarios de excavación, era la nuca color carne y parte de la corona. El busto se habría precipitado al suelo desde un estante. Al desenterrarlo, "vimos surgir el más vivo de los objetos egipcios". Solo las orejas, algo de soplillo con perdón, majestad, estaban rotas y se encontraron algunos trocitos de ellas entre la arena. Faltaba un ojo, el izquierdo, pero parece ser que la escultura no lo había tenido nunca, lo que ha dado pie a numerosas conjeturas: ¿estaba sin acabar?, ¿era un modelo para explicar cómo se hacían las cosas a los aprendices?, ¿sería tuerta la reina?
Borchardt se dio cuenta en seguida de que con ojo o sin él la escultura, que identificó inmediatamente con Nefertiti, pese a que la pieza no presenta ninguna inscripción, era la caraba. Lo que siguió fue una operación de escamoteo en toda regla. Lo acostumbrado era que las misiones de excavación enseñaran sus hallazgos a las autoridades arqueológicas de Egipto, en esos momentos francesas, que decidían que piezas se quedaban y cuáles podían retener los foráneos. Cómo se lo hizo Borchardt para que el funcionario de turno le dejara el busto no está claro pero desde luego fue algo turbio: los egipcios tienen todo el derecho al denunciar que les privaron torticeramente de una obra esencial de su patrimonio.
Nefertiti fue a parar a Alemania. Da buena prueba de la mala conciencia de Borchardt el que el busto no se exhibiera hasta muchos años después (1924). La escultura provocó sensación en Alemania y en Egipto ni te digo. Desde el primer momento fue reclamada como la hija perdida del Nilo. Los alemanes no estaban dispuestos a soltar su presa. Para ellos era un símbolo irrenunciable de su corto pasado colonial y de su identidad nacional como Kulturnation. En un país desposeído de su carácter imperial tras la I Guerra Mundial, la reina ofrecía un consuelo y acaso hasta una promesa (véase el sugerente capítulo sobre Nefertiti en The body of the queen, de Regina Shulte, Berghahn, 2006). La soberana, transitó por la república de Weimar y por el nazismo (Hitler la conservó, su idea de enviar algo a Egipto era el Afrika Korps). Se salvó de la destrucción de la segunda contienda y vuelve a reinar, la dama más vieja y elegante de Alemania, en el Berlín de ahora, mirándose, con ojo escéptico de mujer hermosa y poderosa que ha visto tanto, a la cancillera Merkel.
¿Qué tiene de excepcional Nefertiti? Pues todo. Su factura, su enigmática sonrisa, que puede parecer sensual o cruel. El hecho de que la soberana esté retratada en su madurez, sin ocultar arrugas. Es cierto que hay otras esculturas preciosas de Amarna pero ninguna tan completa, tan irresistiblemente fascinante. Es tan buena que parece mentira, y en eso se han basado algunos (como el suizo Henri Stierlin: Le buste de Nefertiti, une imposture d l'egyptologie?, Infolio, 2009) para considerarla una falsificación. Es difícil hoy decir cuánto del magnetismo que ejerce la Mona Lisa egipcia sobre nosotros es original y cuánto se ha ido adhiriendo con el tiempo como una pátina a su piel de yeso.
Muy pronto se la elevó a la categoría de icono de la belleza femenina y objeto de culto moderno. Entró también a formar parte del discurso de erotización del arte egipcio. Su poder de conmoción sigue rotundamente vivo. Esos labios… Mientras, en algún lugar de Egipto la verdadera Nefertiti aguarda bajo la arena. Su tumba no ha sido identificada ni, con seguridad, su momia. Reflejado en el ojo de la sin par cíclope de Amarna, su enigma permanece, aferrado a su belleza.
La tumba de Tutankamón la descubrió el británico Howard Carter, el busto de Nefertiti un personaje menos popular: Ludwig Bortchardt, alemán. Bortchardt nació diez años antes que Carter pero murieron con un año de diferencia (1938 y 1939, respectivamente). En realidad, ambos hallazgos los realizaron materialmente trabajadores egipcios, los grandes olvidados de estas bonitas historias arqueológicas —aunque ya tienen su libro, Hidden hands, Egyptian workforces in Petrie excavations archives, de Stephen Quirke, Londres, 2019—. El busto de Nefertiti lo encontró el obrero Mohamed Ahmed es-Senussi (desde aquí gracias, Mohamed) en una zona de las ruinas del taller del escultor Tutmose en el curso de las excavaciones en Tell el-Amarna de la Deutsche Orient-Gesellschaft, DOG, Compañía Alemana de Oriente, que dirigía Borchardt. Es curioso pensar que la despampanante reina que hoy nos cautiva, altiva, desde su alto pedestal en su capilla profana en el Neues Museum pasó casi una eternidad indecorosamente de bruces, la bonita nariz enterrada en el polvo. Lo único que se veía de la soberana, según explica Borchardt en sus diarios de excavación, era la nuca color carne y parte de la corona. El busto se habría precipitado al suelo desde un estante. Al desenterrarlo, "vimos surgir el más vivo de los objetos egipcios". Solo las orejas, algo de soplillo con perdón, majestad, estaban rotas y se encontraron algunos trocitos de ellas entre la arena. Faltaba un ojo, el izquierdo, pero parece ser que la escultura no lo había tenido nunca, lo que ha dado pie a numerosas conjeturas: ¿estaba sin acabar?, ¿era un modelo para explicar cómo se hacían las cosas a los aprendices?, ¿sería tuerta la reina?
Borchardt se dio cuenta en seguida de que con ojo o sin él la escultura, que identificó inmediatamente con Nefertiti, pese a que la pieza no presenta ninguna inscripción, era la caraba. Lo que siguió fue una operación de escamoteo en toda regla. Lo acostumbrado era que las misiones de excavación enseñaran sus hallazgos a las autoridades arqueológicas de Egipto, en esos momentos francesas, que decidían que piezas se quedaban y cuáles podían retener los foráneos. Cómo se lo hizo Borchardt para que el funcionario de turno le dejara el busto no está claro pero desde luego fue algo turbio: los egipcios tienen todo el derecho al denunciar que les privaron torticeramente de una obra esencial de su patrimonio.
Nefertiti fue a parar a Alemania. Da buena prueba de la mala conciencia de Borchardt el que el busto no se exhibiera hasta muchos años después (1924). La escultura provocó sensación en Alemania y en Egipto ni te digo. Desde el primer momento fue reclamada como la hija perdida del Nilo. Los alemanes no estaban dispuestos a soltar su presa. Para ellos era un símbolo irrenunciable de su corto pasado colonial y de su identidad nacional como Kulturnation. En un país desposeído de su carácter imperial tras la I Guerra Mundial, la reina ofrecía un consuelo y acaso hasta una promesa (véase el sugerente capítulo sobre Nefertiti en The body of the queen, de Regina Shulte, Berghahn, 2006). La soberana, transitó por la república de Weimar y por el nazismo (Hitler la conservó, su idea de enviar algo a Egipto era el Afrika Korps). Se salvó de la destrucción de la segunda contienda y vuelve a reinar, la dama más vieja y elegante de Alemania, en el Berlín de ahora, mirándose, con ojo escéptico de mujer hermosa y poderosa que ha visto tanto, a la cancillera Merkel.
¿Qué tiene de excepcional Nefertiti? Pues todo. Su factura, su enigmática sonrisa, que puede parecer sensual o cruel. El hecho de que la soberana esté retratada en su madurez, sin ocultar arrugas. Es cierto que hay otras esculturas preciosas de Amarna pero ninguna tan completa, tan irresistiblemente fascinante. Es tan buena que parece mentira, y en eso se han basado algunos (como el suizo Henri Stierlin: Le buste de Nefertiti, une imposture d l'egyptologie?, Infolio, 2009) para considerarla una falsificación. Es difícil hoy decir cuánto del magnetismo que ejerce la Mona Lisa egipcia sobre nosotros es original y cuánto se ha ido adhiriendo con el tiempo como una pátina a su piel de yeso.
Muy pronto se la elevó a la categoría de icono de la belleza femenina y objeto de culto moderno. Entró también a formar parte del discurso de erotización del arte egipcio. Su poder de conmoción sigue rotundamente vivo. Esos labios… Mientras, en algún lugar de Egipto la verdadera Nefertiti aguarda bajo la arena. Su tumba no ha sido identificada ni, con seguridad, su momia. Reflejado en el ojo de la sin par cíclope de Amarna, su enigma permanece, aferrado a su belleza.
Rostros para la eternidad
Si buscáramos una figura griega que contrastar, por su intrigante atractivo,
con el rostro de la bella reina egipcia, yo propondría la del famoso auriga de
Delfos, el atleta broncíneo que, erguido y tenso como una columna dórica, tiende
en su única mano las riendas rotas de una cuadriga desaparecida. Como la
seductora Nefertiti, también tiene un rostro dotado de rara serenidad; como si
supieran ambos que su retrato iba a fijarse para la eternidad. También esta
estatua griega fue un estupendo hallazgo de arqueólogos modernos. Lo encontraron
sepultado por las rocas y escombros del antiguo terremoto que sumergiera hace
muchos siglos el gran santuario de Apolo. El joven auriga resurgió a la luz
quince años antes que el busto de la esposa del gran faraón hereje de
Tell-el-Amarna. ¡Curiosa coincidencia en su resurrección!
Pero, aunque parecen igual de jóvenes, y lo son ya para siempre, la bellísima egipcia era mucho más antigua —unos novecientos años— que el apuesto atleta anónimo. Quien, probablemente , no está retratado con sus rasgos propios , sino que el escultor lo representó en imagen idealizada. Era tan sólo el experto cochero que un magnánimo príncipe siciliano envió a competir con cuadriga de veloces potros en las renombradas fiestas griegas de Delfos o de Olimpia. Conocemos su nombre: Polizelo, hermano del tirano de Siracusa que fue patrón del poeta Píndaro. El cochero tiene solemne actitud de héroe pindárico y pitagórico. Es perfecto: “un teorema de bronce” , según un crítico.
El auriga es uno de los pocos bronces griegos que aún conserva sus pupilas, de pasta de vidrio y color miel oscura, pero sin expresión vivaz; guarda silencio y nos mira. Su estilo es aún algo arcaico. Pero la mirada de Nefertiti —la de su única pupila pintada, la derecha—, como las de tantas imágenes egipcias, apunta al infinito. Por eso inquieta. Su rostro, de grandes ojos y rojos labios sensuales, parece estar más allá de lo humano. Su vida, junto al revolucionario y místico Akenatón, debió de ser tempestuosa, por más que en algunos relieves veamos a la pareja faraónica, de aguzados perfiles, gozando en familia de las caricias de su dios único, el Sol. Ni las penas ni los años han dejado marcas en la piel tostada de Nefertiti. Las imágenes egipcias derrotan al tiempo efímero.
el dispensador dice:
se ha detenido en el tiempo tu belleza,
se ha retenido en los cielos tu sapiencia,
has hecho gala de paciencia,
al permanecer en estoica presencia,
ante un mundo que no entiende de clemencias,
que anda apurado y envuelto en inclemencias,
que asiste a los museos desconociendo las ausencias...
regresas hoy a estas páginas,
envuelta en los ejes del Amarna,
vestida de realeza por tu karma,
bajo colores de ciencias y sus ramas,
criterios de Tebas y Sutharna,
valiosa dama de la Gracia,
amada por los extremos y sus tramas,
dama de las dos tierras,
hemet nisu ueret ajarma...
dejaste herencia divina en la Tierra,
Meretatón, visión de Babilonia,
Meketatón, conexión por Amarna,
Anjesenpaatón, viajera del corto lapso,
Neferneferuatón-Tasherit, humo de la estirpe,
Neferneferura, fuego del linaje,
Setepenra, mensajera del ciclo terminado,
dejaste el exo de un Sol brillando,
nadie sabe de su significado...
Tus manos permanecen escondidas,
los relieves hacen poco honor a la luz derramada... a lo largo de tu vida,
hoy, transitando un tiempo donde todo se olvida,
donde los recuerdos son anti-valores de aquellas dinastías,
Tebas conserva la honra de tus días,
intocable será para profanos... y para los que no escuchan a las piedras parlantes bendecidas.
Diciembre 07, 2012.-
recalas en la tierra de las ciencias,
ombligo del mundo de las eternas regencias,
que hace honor a las distancias entre esencias,
comprendiendo el ángulo de las sapiencias,
esferas que hacen culto al mundo de las ideas,
donde todos desconocen,
el foco y tránsito de tus herencias.
Pero, aunque parecen igual de jóvenes, y lo son ya para siempre, la bellísima egipcia era mucho más antigua —unos novecientos años— que el apuesto atleta anónimo. Quien, probablemente , no está retratado con sus rasgos propios , sino que el escultor lo representó en imagen idealizada. Era tan sólo el experto cochero que un magnánimo príncipe siciliano envió a competir con cuadriga de veloces potros en las renombradas fiestas griegas de Delfos o de Olimpia. Conocemos su nombre: Polizelo, hermano del tirano de Siracusa que fue patrón del poeta Píndaro. El cochero tiene solemne actitud de héroe pindárico y pitagórico. Es perfecto: “un teorema de bronce” , según un crítico.
El auriga es uno de los pocos bronces griegos que aún conserva sus pupilas, de pasta de vidrio y color miel oscura, pero sin expresión vivaz; guarda silencio y nos mira. Su estilo es aún algo arcaico. Pero la mirada de Nefertiti —la de su única pupila pintada, la derecha—, como las de tantas imágenes egipcias, apunta al infinito. Por eso inquieta. Su rostro, de grandes ojos y rojos labios sensuales, parece estar más allá de lo humano. Su vida, junto al revolucionario y místico Akenatón, debió de ser tempestuosa, por más que en algunos relieves veamos a la pareja faraónica, de aguzados perfiles, gozando en familia de las caricias de su dios único, el Sol. Ni las penas ni los años han dejado marcas en la piel tostada de Nefertiti. Las imágenes egipcias derrotan al tiempo efímero.
el dispensador dice:
se ha detenido en el tiempo tu belleza,
se ha retenido en los cielos tu sapiencia,
has hecho gala de paciencia,
al permanecer en estoica presencia,
ante un mundo que no entiende de clemencias,
que anda apurado y envuelto en inclemencias,
que asiste a los museos desconociendo las ausencias...
regresas hoy a estas páginas,
envuelta en los ejes del Amarna,
vestida de realeza por tu karma,
bajo colores de ciencias y sus ramas,
criterios de Tebas y Sutharna,
valiosa dama de la Gracia,
amada por los extremos y sus tramas,
dama de las dos tierras,
hemet nisu ueret ajarma...
dejaste herencia divina en la Tierra,
Meretatón, visión de Babilonia,
Meketatón, conexión por Amarna,
Anjesenpaatón, viajera del corto lapso,
Neferneferuatón-Tasherit, humo de la estirpe,
Neferneferura, fuego del linaje,
Setepenra, mensajera del ciclo terminado,
dejaste el exo de un Sol brillando,
nadie sabe de su significado...
Tus manos permanecen escondidas,
los relieves hacen poco honor a la luz derramada... a lo largo de tu vida,
hoy, transitando un tiempo donde todo se olvida,
donde los recuerdos son anti-valores de aquellas dinastías,
Tebas conserva la honra de tus días,
intocable será para profanos... y para los que no escuchan a las piedras parlantes bendecidas.
Diciembre 07, 2012.-
recalas en la tierra de las ciencias,
ombligo del mundo de las eternas regencias,
que hace honor a las distancias entre esencias,
comprendiendo el ángulo de las sapiencias,
esferas que hacen culto al mundo de las ideas,
donde todos desconocen,
el foco y tránsito de tus herencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario