viernes, 15 de septiembre de 2017

CHISPAS || La tragedia de la vigencia | Cultura | EL PAÍS

La tragedia de la vigencia | Cultura | EL PAÍS

La tragedia de la vigencia

Tiene tal credibilidad que, a pesar de que la directora va introduciendo pasajes audiovisuales reales de la época, sus imágenes recreadas nunca contrastan

detroit

John Boyega, en 'Detroit'.





DETROIT
Dirección: Kathryn Bigelow.
Intérpretes: John Boyega, Will Poulter, Jack Reynor, Algee Smith, Hannah Murray.
Género: político. EE UU, 2017.
Duración: 143 minutos.


Es el mes de julio de 1967 en Detroit, Michigan. Pero bien podrían ser los meses de julio y agosto de 1919 en Chicago, Illinois. O mayo de 1980 en Miami, Florida. O el salto entre abril y mayo de 1992 en Los Ángeles, California. O Fergusson, Virginia, casi en cualquier época. O Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017. Es decir, no ayer o anteayer, sino ahora, hoy mismo. He ahí el problema social: su contemporaneidad. Y he ahí la mejor virtud de la película: su vigencia, su pertinencia, pese a ser una reconstrucción histórica de unos sucesos de hace 50 años y del juicio posterior. Es Detroit, la nueva obra de Kathryn Bigelow, con su habitual intensidad dramática, con la capacidad para inocularte la sangre, el sudor y las lágrimas de una raza a la intemperie. Vivir y morir en EE UU siendo negro. Disturbios raciales, esa compleja categorización.
En las películas de Bigelow siempre te da la sensación de estar allí. Su manejo de la puesta en escena y del montaje, entre el brío y un concertado desconcierto, te coloca en medio de la tragedia. Sus películas se huelen. Detroit, como ya lo eran En tierra hostil (2008) y La zona más oscura (2012), bélicos políticos con la trascendencia de haberse convertido en retratos de la historia americana de los primeros años del siglo XXI, es una película fundamentalmente física que acaba trasladándose al orden mental. Y Mark Boal, habitual guionista de Bigelow, vuelve a demostrar que le bastan unos trazos, apenas unas pinceladas de carácter, para describir el interior de un grupo de seres humanos a la deriva. Y no tanto como retrato de un colectivo, que también, sino con el talento para componer individualidades donde, en principio, solo hay marco temporal y espacial.
Detroit tiene tal credibilidad que, a pesar de que la directora, en una extraordinaria labor de montaje, va introduciendo pasajes audiovisuales reales de la época, sus imágenes recreadas nunca contrastan con las de los airados momentos televisivos y documentales. El engranaje es perfecto, ayudado por una serie de magníficas interpretaciones, en las que el subtexto principal del relato queda meridianamente claro sin necesidad de subrayarlo con el texto: el temblor de un grupo humano, el negro, indefenso ante el poder blanco.
Los primeros minutos de metraje, como una suerte de fábula animada tintada de ensayo histórico, político y antropológico, quizá lo más discutible de la película, sobre todo por antiestético, intenta ofrecer luz a las tinieblas. Pero el infierno sigue allí, sin explicación posible. Repitiéndose, pese a las conquistas individuales. Chispas de odio. Explosiones de rabia. Tibieza en las soluciones. Y hasta la próxima.

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