viernes, 22 de septiembre de 2017

DIARIO DE VIAJE || África a pedales (9): Kampala salvaje | Blog Africa no es un pais | EL PAÍS

África a pedales (9): Kampala salvaje | Blog Africa no es un pais | EL PAÍS

África a pedales (9): Kampala salvaje

Violencia y bullicio en la capital de Uganda

Imagen de un hipopótamo.

Imagen de un hipopótamo. 



Estoy a las puertas de la reserva de Murchison Falls, en Uganda, ansioso por entrar, pero mi transporte se hará esperar. Observo. Los elefantes han decidido acercarse y los babuinos rondan constantemente por aquí. Entonces, llega la hija de una guarda que debe contar con unos tres o cuatro años y tiene una mirada confiada, viva y divertida. Decide que seré su distracción mientras esté ahí. Se emociona al pasearla en bici, que se le plantea como la gran aventura del día.
Finalmente, llega mi transporte y me despido de la niña y los guardas. Mientras nos adentramos en el parque, contemplo embobado la inmensidad típica de la sabana mientras nos cruzamos con antílopes, jirafas y elefantes. Pero ni rastro de leones. El conductor me cuenta, sin embargo, que hace poco uno persiguió a un motorista. Tuvo suerte porque estaba junto a un 4x4 y pudo subirse a él. Pero desde entonces prohibieron la entrada al parque en moto. Me pregunto por qué entonces estaban dispuestos a dejarme entrar en bicicleta.

Blancos

Finalmente, llegamos a un paso. Vamos a cruzar el río Nilo en barco. La visión a la llegada me incomoda, hay blancos.
La hija del guarda.
La hija del guarda. AR
Ya no soy el único. Parece extraña de repente la visión del mundo occidental. Me parecen fuera de lugar. Disfrazados con sus uniformes de aventurero. No me gustan. Son turistas. Y África es mía. Entonces reflexiono: sé que mi visión es egoísta y que seguramente mi imagen es más estrafalaria que la suya, pero no puedo evitar sentirme incómodo. Han sido meses intensos en zonas aisladas. Y yo ya me siento africano. Internamente acepto, es zona turística. El África remota se ha acabado por ahora. Ya no seré el único occidental.
Al cruzar el río me empiezo a habituar a la presencia occidental. Ya no son turistas, son personas con las que conversar y al llegar al hospedaje conozco a una pareja con la que paso una velada agradable. Soy una metralleta que no deja de disparar palabras. No puedo dejar de hablar. Me disculpo, pero es difícil evitarlo. Los meses de soledad me han salido de golpe. Me doy cuenta de que necesitaba hablar más de lo que yo pensaba. Pero entonces, en medio de nuestra conversación unidireccional, aparece otra sorpresa.

Invasión animal

Dos hipopótamos se han internado en la zona de bungalós. Nos dirigimos allí con sigilo. Los hipopótamos son peligrosos. Aunque cueste creerlo, es el animal que más muertes causa en África. A pesar de su tamaño, es miedoso, desconfiado, agresivo y tremendamente fuerte y rápido, aunque parezca lo contrario. Es una mezcla explosiva, ya que si así lo deciden, puedes acabar roto en sus enormes fauces.
Por suerte, aquí están más acostumbrados al hombre. No debemos molestarles excesivamente, pero podemos acercarnos y observar desde unos tres metros, hasta que deciden volverse al agua. Mentalmente pongo un visto en mi lista de animales observados durante el viaje. Me río, vuelvo a parecer a un turista de nuevo.

Camino a Kampala

Después de visitar las cataratas me dejan en Masindi, el otro extremo del parque, y decido seguir el viaje hacia Kampala. Por el camino tengo la oportunidad de dormir en la reserva de Ziwa Rhino Sanctuary, donde hay un programa de reintroducción de rinocerontes, especie muy diezmada en la mayor parte del continente. Allí pongo otro visto en mi lista de turista con un rinoceronte que se decide a acercarse a apenas dos metros de donde ceno.
Al día siguiente, cuando reemprendo la marcha, el viaje se me hace interminable. Subidas. Bajadas. Subidas. Bajadas. El calor es de infierno, y por primera vez cuento los kilómetros que voy reduciendo, uno a uno. Pero progresivamente llego a Kampala. Sumando personas, coches, ruido y edificios a cada kilómetro andado.
Cigüeña Marabú, en Kampala.
Cigüeña Marabú, en Kampala. A. R.
A pesar de ello, no me desagrada. Se ve una ciudad bastante moderna y desarrollada. En general, mucho más de lo que eran Brazzaville (República del Congo), Kinshasa (RDC) o incluso Yaundé (Camerún). Las ciudades no son mi pasión, pero tienen su gracia. África no es solo sabana y naturaleza. La mayor parte de sus habitantes viven ya en núcleos urbanos, donde se ve la cara moderna de los países. Sus costumbres urbanitas son también interesantes. Sus músicas contemporáneas, la comida, los mercados, los movimientos políticos…, se leen mejor allí. En especial si es la capital.

La ciudad

Cojo un hotel en el centro, cerca del mercado. Me gusta el bullicio africano, adentrarse en él es una forma de pasar un poco desapercibido.
En general, no hay camuflaje posible para un blanco. Se te ve. Y todo el mundo sabe que tienes dinero. Y aunque para nosotros sea poco, te has pagado un billete para llegar hasta allí. Cantidad con la cual, un ugandés medio disfrutaría de unos meses tranquilo.
Durante el paseo noto que alguien me observa. Me sigue. Mi sentido natural de protección, que me ha permitido evitar peligros en más de 60 países, me pone en alerta. Pero en algún momento le pierdo de vista. Noto un zumbido en la cabeza. Otro aviso. Me giro y le veo encorvado y pegado a mí. Estaba intentando abrirme la bolsa que llevo colgada de un hombro, pegada al codo para notar el mínimo contacto. Disimula y se va rápidamente. No tiene mal aspecto. Pero esos son los peores ladrones, los que pasan desapercibidos.

Violencia consentida

Pasado un rato, me adentro en el meollo del mercado. Me encanta ver la vida local allí, con todo tipo de gente. Los productos son sencillos, pero variados: ropa, recambios de automóvil, comida o productos de limpieza.
De repente, se oye alboroto. Gritos. Veo a un grupo de cinco jóvenes que rodea a una persona, más o menos de su misma edad. Tienen cara de pocos amigos. Parece que han pillado al ladrón. Les debía de haber robado aprovechando la multitud. Súbitamente, uno de ellos salta y le golpea. Después otro. Y otro más. El ladrón se defiende bien, es valiente, y a pesar de ser delgado es de cuerpo fibroso. Pero finalmente cae y empiezan a golpearle a ráfagas cada vez más violentas. Le hacen daño. Me siento extraño. Algo no encaja. Pienso que ya es suficiente. Pero la gente parece igual de sorprendida que yo. Nadie reacciona.
Entonces uno de los cinco le coge el teléfono del bolsillo al ladrón, que yace dolorido en el suelo, ya indefenso. Se ha acabado. A pesar de ser ladrón, es suficiente castigo, excesivo. La gente lo pasa mal aquí, es difícil obtener sustento y a veces se toma el camino que no debe.
Pero entonces, reemprenden los golpes. Se desata una violencia rabiosa. Los cinco jóvenes se preparan para patearle todo el cuerpo al ladrón, hasta que veo a uno de ellos que con el pie se dispone aplastarle el cráneo contra el suelo. El tiempo se detiene. Mis instintos se rebelan. Todo funciona a cámara lenta. Ahora sí, es suficiente. Me da igual que sea peligroso. No pienso. Grito. Me dirijo hacia ellos.
No llego a tiempo. Le propina un golpe en la cabeza que podría ser mortal. Otro hombre me acompaña con los gritos y se dirige también en socorro del agredido. Los cinco huyen.
Entonces entiendo, el que parecía ladrón resulta ser la víctima. Me siento mal. Hemos dejado que una persona inocente sea robada y apaleada hasta quizás quitarle la vida. Hemos sido espectadores pasivos de un crimen. Me asalta la rabia: hacia mí, hacia los agresores, hacia la gente. Pero por mucho que queramos, no podemos cambiar el pasado. Ya es tarde. Así que me dirijo a ver si la víctima respira.
Una sensación de alivio me embarga. Respira. A pesar de la violencia, no le han matado. Está en estado de shock. Semiinconsciente. No puede moverse. Seguramente tiene unas costillas rotas y quizás algún traumatismo.
De repente, me vuelve a saltar el zumbido en la cabeza. Mi alarma. Me giro. Alguien está intentando robarme de nuevo. Estos ladrones no tienen escrúpulos, aprovechan cualquier oportunidad. Me reboto. Estoy cabreado. Le grito. Hace ver que se ofende. Pero se va rápidamente. Entonces respiro.
Me vuelvo hacia la víctima. Parece que la gente se ocupa de él. Le están atendiendo y empieza a reaccionar. Soy inútil aquí y me siento mal. La situación me está desbordando. Así que decido irme. Atormentado, lloro de rabia, y no me quito la idea de la cabeza de que casi dejo morir a un hombre inocente.
Nadie se movió. Nadie actúo. Ni yo mismo.
Me comentan después que es un acto típico. Los ladrones actúan así para confundir a la gente. Que siempre se piensa que la víctima es el ladrón. A pesar de lo que me dicen no consigo sentirme mejor. Siento un dolor indescriptible en el pecho. Y más profundo, en el alma. Un dolor oscuro, que me acompañará durante unos días.
(Continuará)
¡Gracias por leer el artículo! Si quieres saber más sobre mis aventuras, podrás hacerlo en mi blog Algo más que un ViajePincha aquí para acceder a él.

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