La vuelta a la niñez de Oumar Ball
Hecho a sí mismo, la calidad de la obra del joven pintor y escultor destaca en una Mauritania que mima poco a sus artistas
El artista Oumar Ball, junto a una de sus obras en Nuakchot. JOSÉ NARANJO
Nuakchot
“Quedamos en la tienda verde”, dice una voz al otro lado del teléfono. Las calles de arena de la periferia de Nuakchot no tienen nombre. Koufa es un barrio de aluvión al que han ido llegando gentes del interior de todos las etnias y colores, maures, soninkés, wolofs. Las casas son diversas, irregulares, y se entremezclan, como la vida misma, deslavazadas, entre solares sin amurallar, vertederos de basura y los eternos niños que juegan con piezas que un día fueron motocicleta. Allí, en una primera planta desde donde se vislumbra esta revoltura, hay un reino aparte, un instante detenido de buitres, peces y perros, de mujeres en chanclas y niños bebiendo agua que parecen cobrar vida. Son los dominios de Oumar Ball, el artista.
“En nuestra sociedad musulmana la escultura está mal vista porque se prohíbe la representación de la figura humana, dice Ball
No estuvo siempre ahí. De hecho, la estancia es un trozo idealizado de su infancia importado del sur, del esplendor del río de Senegal, hasta este rincón caluroso y árido de Nuakchot. Oumar Ball, quien ahora tiene 32 años, nació y se ensoleró en un pueblo llamado Bababé, rodeado de vacas y cabras y corderos, de casas de barro y paja que se alongaban sobre una ribera fértil de cereales y arroz. Criado por su abuela, el mayor de ocho hermanos, aquel niño empezó a crear. “Sobre todo escultura”, recuerda, “usaba lo que tenía a mi alcance, hierro, plástico, y de ahí salían pequeñas casas, juguetes, bichos. La pintura llegó luego”.
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Pero, como todas, la infancia feliz de Oumar se quebró un día. Su padre, el fotógrafo y también pintor Issa Ball, le trajo a Nuakchot a la casa familiar a los 13 años, cuando su abuela murió. “Para mí el cambio fue muy difícil, apenas salía de casa, estaba como en shock. Además tenía problemas de asma, me asfixiaba muchas veces e iba y venía al médico todo el tiempo, así que tuve que dejar el colegio”, explica. De la escultura, el adolescente, guiado por su padre, dio el salto a la pintura. “Fue en ese momento cuando llegó la explosión, no podía dejar de trabajar. Era como una obsesión, pintaba y pintaba día y noche”.
El cambio de registro también tuvo que ver con los prejuicios religiosos. “En nuestra sociedad musulmana la escultura está mal vista porque se prohíbe la representación de la figura humana. La gente empezó a hablar y mis padres me aconsejaron que lo dejara”. Pero aquello fue temporal, nadie iba a detener la necesidad de contar a través del arte que latía dentro del joven Ball. “Con el tiempo entendí que lo que decía la gente eran solo palabras y que en la vida uno tiene que hacer lo que siente en su corazón, no lo que está en el corazón de los otros”, opina. Ahora, recuperada la escultura, Ball combina ambas disciplinas con idéntica pasión. “Son dos lenguajes diferentes, no podría decir cuál me gusta más, paso de uno a otro en función de mi estado de ánimo”.
Utiliza los materiales más inverosímiles. Desde excremento de vaca hasta trozos de lata, pigmentos naturales, tierra pisada por el ganado, arena o piezas de metal y chapas
Las palabras le salen con dificultad, se le quedan colgadas en el aire como fruta madura a punto de caer. Pero tiene tanto que contar. Quizás por eso aquel joven arrancado a la fuerza de la niñez, débil y enfermo, encontró en sus manos la mejor manera de sacar lo que hay en su cabeza. A la entrada de la casa, su madre, Maimouna Diallo, está trenzando a una niña sentada entre sus piernas. Arriba, el estudio de Ball está lleno de filamentos de hierro con los que enhebra y enreda y da forma a criaturas increíblemente reales. “Una cosa viene de la otra. Cuando trabajo pienso en mi madre, que es peluquera”, asegura.
Con apenas 15 años presenta su primera exposición individual en el Centro Cultural Francés de Nuakchot. Desde entonces no ha dejado de crecer. La fuerza de su obra, que nos interpela acerca de nuestra relación con la naturaleza y que capta con maestría pequeños detalles cotidianos, momentos, la vida en circulación y sin sobresaltos, no podía pasar desapercibida. Residencias en España y Francia, muestras en París o en la Bienal de Arte de Dakar y hasta un documental sobre su proceso creativo, de Françoise Dexmier, hablan de la dimensión del artista de hoy, de su perenne evolución y del enorme potencial del creador de mañana.
Y eso que Nuakchot no fue nunca fácil. “Aquí apenas hay ambiente cultural, la mayor parte de la gente tiene poca sensibilidad con el arte”, considera. Pese a todo, él se ha ido construyendo a sí mismo. En un rincón de una mesita baja asoma el libro Propos sur l’art, de la editorial Gallimard, en el que se recogen entrevistas y reflexiones del pintor español Pablo Picasso, una de sus fuentes de inspiración junto a Dalí o Van Gogh, sobre quienes leía en libros que le regalan sus amigos franceses y españoles. Sus cuadros y esculturas circulan sobre todo entre los extranjeros que viven en Mauritania y viajan hacia mercados del arte en Francia y Senegal, donde una galería expone y vende sus obras. “Así es como me gano la vida”, revela.
Utiliza los materiales más inverosímiles. Desde excremento de vaca, “ese olor, esa textura, es algo muy ligado a mi infancia”, hasta trozos de lata, pasando por pigmentos naturales que él mismo mezcla, tierra pisada por el ganado, arena o piezas de metal, chapas y otros presuntos desperdicios que recoge de la basura. En un instante, Oumar Ball se levanta, coge un burro de tamaño natural que está haciendo en hierro y aluminio y muestra su parte trasera: un trozo de bidón de plástico en el que el agujero representa el culo. “Cuando vi esa garrafa de plástico no puede evitar usarlo para esto, lo mismo me ocurre con lo demás. Es como si ya fueran arte y estuvieran ahí sólo a la espera de que alguien pase y se dé cuenta”, añade.
En su estudio, sobre la mesa, un buitre gigante hecho con trozos de lata despliega sus alas mientras una mujer de filamentos de hierro lo observa con atención. Cuadros de paisajes, instantes de la vida en el campo, peces y niños se apoyan en las paredes, apenas esbozados o a punto de terminarse. “Son retazos de una vida simple que está desapareciendo, de la paz de aquellos que viven sin molestar a los demás, en armonía con la naturaleza. Quiero mostrar al mundo que África no es lo que piensan, que no es sólo guerra, miseria y destrucción”, asegura este joven peul que vuelve una y otra vez a Bababé porque, en realidad, es como si nunca se hubiera ido del todo de allí.
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