La Criada y su “amante” forzoso
La mujer-cuerpo, sin voz, sustituible, responde al estereotipo de puta o al de madre santa, escribe Elena Yrigoyen en un ensayo sobre la serie 'El cuento de la criada', basada en la novela de Margaret Atwood
Una imagen de la segunda temporada de 'El cuento de la criada'.
Dos mujeres en bikini peleándose en mitad de un ring en las calles de Japón, sus pies a unos diez centímetros del suelo enfundados en tacones de infarto, mientras un chaval aporrea botones en el mando de la Play, en lo que finalmente resulta ser una versión hipersexualizada (y extraña, sin duda) del “piedra, papel, tijera”. Siguiente pantalla. Defred, cubierta por su recatada capa roja, acompañada y espiada por la Criada de turno —su clon, una gota de sangre más en una acera plagada de uniformes—, va a hacer las compras del día.
No puedo evitar sonreír con amargura: resulta irónico que estas dos imágenes se superpongan, que convivan simultáneamente entre la pantalla de mi portátil y la de la televisión de mi compañero de piso, unos metros más allá. Democracia liberal y teocracia puritana, en este momento no parece importar: en ambas me encuentro a la mujer-cuerpo, sin voz, perfectamente sustituible, que o bien responde al estereotipo de puta o al de madre santa. El cuento de la criada, no obstante, se basta en sí misma para explicitar de forma violenta esos extremos; no hace falta más que llegar al Jezabel para sonreír con mayor amargura aún y sentir casi náuseas escuchando al Comandante Waterfordjustificarse por la existencia de un prostíbulo contrario a todas las enseñanzas de su querida Biblia y, por ende, a los fundamentos de Gilead: “Al fin y al cabo, somos seres humanos”. Y aquí, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la Historia, seres humanos es sinónimo de hombre, dado que ellas están de más; sus vaginas y úteros no tanto. Así es, son sus cuerpos los que forman el fundamento invisibilizado de cualquier sociedad, su condición de posibilidad y existencia, y es por ello por lo que han sido desde siempre objeto de control y vigilancia; es a través de ellos como se llega a controlar su conciencia.
Este no es un tema desconocido para Atwood, autora de la novela en la que se basa la serie El cuento de la criada y de una amplia y relevante obra literaria. La dominación de la mujer a través del cuerpo, el control de sus posturas y gestos mediante la observación permanente e infinita, la imposibilidad de la mirada recíproca: todo ello está en El cuento de la criada, pero también en Ojo de gato,Alias Grace o La mujer comestible, por nombrar algunas. No obstante, la distopía es lo que tiene: que exagera para visibilizar dinámicas, situaciones y actitudes muy presentes en nuestra sociedad, haciendo imposible mirar hacia otro lado.
Este es quizá uno de los gestos más claramente políticos de la literatura de ciencia-ficción. En este sentido, creo que El cuento de la criada evidencia, amplificados, muchos de los puntos clave de la interesante posición que Atwood mantiene sobre la dominación de la mujer a través tanto del cuerpo como de ciertos estereotipos identitarios. Así, Gilead explicita una estructura de dominación que en las sociedades no distópicas ni futuristas de otras de sus novelas está más soterrada, y en las que, como en el famoso panóptico que Foucault identificó en las sociedades de los siglos XIX y XX, el poder se ejerce mediante la mirada vigilante sobre el cuerpo, nadie sabe cuándo se le vigila y se vive así en un permanente actuar “como si”, hasta que finalmente se termina por integrar, por hacer propio, ese principio de supervisión y custodia. Tal como observa Foucault en Vigilar y castigar, “el que está sometido a un campo de visibilidad, y lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo: inscribe en sí mismo la relación de poder en la cual juega a un tiempo los dos papeles; se convierte en el principio de su propio sometimiento”.
Aquí, "seres humanos" es sinónimo de "hombre", dado que ellas están de más; sus vaginas y úteros no tanto
“Con Su Mirada”, repite Defred en cada encuentro público, mientras la blanca toca que esconde su rostro le impide observar con libertad su entorno; ha aprendido a “ver el mundo en fragmentos”, a interiorizar que quien puede observar, domina, y quien es observado es dominado. Mejor caminar en parejas, la espalda recta, la mirada gacha y la voz suave: “Bendito sea el fruto”. Cuidado, Tía Lydia está mirando; no importa ya si está presente o no, vigila desde dentro porque su voz y sus palabras nunca desaparecen, su eco resuena en la conciencia y cada vez se parece más a la voz de una misma: “Me echo en la alfombra trenzada. Siempre puedes entrenarte, decía Tía Lydia. Varias sesiones al día, mientras estás inmersa en la rutina cotidiana. Los brazos a los lados, las rodillas flexionadas, levantas la pelvis y bajas la columna. Ahora hacia arriba, y otra vez. Cuentas hasta cinco e inspiras, retienes el aire y lo sueltas. Lo hacíamos en lo que solía ser la sala de Ciencia Doméstica…”. Defred es, junto con el resto de Criadas, la “niña” de Tía Lydia y del régimen entero, devuelta a la minoría de edad de un plumazo, supuestamente incapaz de todo excepto de cumplir con su misión biológica en este mundo y hallar en ello la única autorrealización posible para una mujer. (…)
Aguda y severa, Atwood muestra cómo esta disciplina del cuerpo es perpetrada en muchos casos por otras mujeres (como Tía Lydia, un grupo de niñas en pleno proceso de socialización o las guardianas de una prisión), puesto que nosotras hemos sido siempre una de las claves de la reproducción y el mantenimiento del orden patriarcal, de sus normas y modos de estereotipación opresiva, tanto de “lo femenino” como de “lo masculino”. La clasificación de estos dos estereotipos o grandes modelos identitarios que Almudena Hernando propone en La fantasía de la individualidad es perfecta para comprender la conflictiva psicología de las mujeres que Atwood suele poner en escena; por una parte, una “identidad relacional” típicamente femenina que es impuesta con violencia sobre Defred.
Se trata de un modelo de interpretación del mundo y de una misma —que se espera que ella acepte, interiorice y juzgue desde este al resto de compañeras— según el cual es imposible concebirse a una misma fuera de las relaciones que mantiene con los hombres cercanos; su identidad se basa ahora principalmente en ser “la madre de”, “la esposa de”, “la hija de”, etcétera. Defred se ve obligada a depositar la confianza en su destino y supervivencia en un hombre —el Comandante Waterford— con el que mantiene una relación dependiente y subordinada, y debe dejar siempre en segundo plano sus propios deseos para satisfacer los de él; por él ha sido elegida, de él procede la seguridad, a él ha de servir. Por tanto, tener pequeños bebés Waterford es solo una más de sus obligaciones —deseos ajenos que debe hacer propios—; también ha de jugar al Scrabble con su Comandante (¡señor, sí, señor!) o acompañarle al Jezabel y fingir divertirse, desearle, compartir la excitación por la traición a Serena Joy como si se tratara de una historia de amor y celos similar a otra cualquiera: “Tranquila, estarás en casa antes de convertirte en calabaza”, le espeta él de vuelta al hogar, tras su pequeña “escapada romántica”. Comienza un simulacro de affaire.
Elena Yrigoyen es filósofa y una de las firmas que participan en ‘El cuento de la criada. Ensayos para una incursión en la República de Gilead’, que publica Errata Naturae hoy, 27 de mayo.
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