Encuentro con la Maga
Sergio Ramírez
Para LA NACION
Noticias de Opinión: Jueves 10 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa
MADRID.-Aurora Bernardez es la legendaria Maga de Julio Cortázar en Rayuela , la figura femenina misteriosa y etérea que vuelve romántica esta novela de múltiples laberintos lúdicos. Acaba de estar en Madrid para participar en una mesa sobre su marido celebrada en la Casa de América, en la que comparecimos junto con ella Carlos Fuentes y quien escribe, como amigos de Cortázar, cada uno de los dos desde su propia experiencia, Carlos lleno de historias esplendentes de sus años juveniles del boom , y yo que conté el viaje clandestino de 1976 a la comunidad religiosa de Ernesto Cardenal, en el Gran Lago de Nicaragua, cuando escribió su cuento "Apocalipsis de Solentiname".
Aurora vino desde París en tren, doce horas de traqueteo, algo que no valdría la pena anotar si no fuera porque la Maga tiene noventa años de edad, algo que no esconde, sino que muestra con todo desafío.
Me cuenta, mientras desayunamos en el hotel, que se enzarzó en una variada conversación política con el chofer del taxi que la recogió en la estación de Chamartín, larga porque había embotellamientos en la ciudad gracias a la cumbre Europa-América latina, cada jefe de Estado y de gobierno acompañado por una ruidosa caravana. Y como las opiniones de Aurora son siempre contundentes y dejan pocas salidas, el chofer terminó por reconocer que se trataba de una contendiente muy lista, opinión a la que agregó el asombro cuando quiso saber su edad, y al declararle ella sus noventa, él se negó a darle crédito, con lo que la combativa y dulce Maga le pidió que se estacionara un momento para mostrarle el pasaporte, y demostrárselo.
La memoria de Aurora y sus habilidades dialécticas son cosa de cuidado. Es la Maga para la historia, y para la leyenda, un personaje que salta de las páginas de la novela que encantó a mi generación, y sigue encantando a los jóvenes. Desde luego que las reediciones de Rayuela son continuas, la última de ellas con la misma tapa negra de la original, y esa trama de rebeldía un tanto ácrata y llena de sabios divertimentos traspasó con toda salud, hace rato, los límites del siglo XX; precisamente porque sigue siendo un libro de culto para los jóvenes no importa la lejanía de los años cincuenta parisinos del siglo pasado que la novela tiene por escenario.
Salta Aurora de las páginas de Rayuela y se planta frente a los jóvenes que la escuchan responder con largueza a las preguntas que le hace Julio Ortega, encargado de animarla al diálogo, en el auditorio colmado de la Casa de América. Ella no es sólo la Maga, sino también la albacea literaria de Julio Cortázar, dueña del destino de los libros de su biblioteca, salvo los libros en español que fueron donados a la Biblioteca Nacional de Nicaragua, y dueña de sus documentos personales, manuscritos, hojas a máquina, cuadernos de notas y simples papelitos sueltos, todo metido en cajones. De este acervo, del que queda un mundo por revisar y compulsar, ha salido ya un libro, Papeles i nesperados, publicado por Alfaguara el año pasado.
Son cajones de contenido inagotable que vomitan cuentos inéditos, capítulos de novelas inacabadas, comentarios sobre libros, y centenares de cartas, así como aquel personaje de su cuento "Carta a una señorita en París" vomita conejos rosados.
Para esta tarea, Aurora ha encontrado al personaje ideal, Carles Alvarez Garriga, un cronopio erudito con la suficiente devoción y constancia como para haber dejado su trabajo ordinario en la vida y consagrarse a desentrañar el contenido de esos cajones mágicos de los que saldrán no pocos tomos más, sobre todo de cartas.
Porque Cortázar fue siempre un espléndido corresponsal, que lo primero que hacía por las mañanas, recuerda Aurora, era escribir cartas, largas piezas de ese arte epistolar que se ha ido acabando, ahora que las oficinas postales van cerrándose sin remedio, y por el correo electrónico lo que se envían son telegramas de necesidad.
Una albacea férrea y formidable que sabe que tiene una tarea que solamente ella puede cumplir, no importan sus noventa años que parecen tan fingidos, como le parecieron al chofer de taxi, y que sabe recordar tan bien y con tanta gracia y precisión sus años al lado de aquel que nunca dejaba de crecer y parecía siempre tan joven, según el recuerdo de Carlos Fuentes cuando fue a buscarlo la primera vez a su domicilio en París, temprano en los años cincuenta, y vino a abrirle un gigante con cara de adolescente pecoso al que preguntó por su papá, y era, claro, el propio Cortázar.
Es el mismo que se pasaba el día metido en una bata verde de andar por casa, herencia de su abuela, y por tanto ya vieja y gastada, y que no permitía que nadie tocara, cuenta Aurora, hasta que en una de tantas a ella se le ocurrió meterla en la maquina lavadora, y la bata salió de aquel proceso de limpieza tan encogida que no era ya la prenda para un gigante casero sino para un niño, el mismo que solía preguntarle a Aurora noticias de la calle, que le contara cosas de afuera, del mercado, de la peluquería, de la gente que concurría a entregar prendas a la tintorería. El mismo que escribía sus cartas a mano cuando la Maga dormía para no despertarla con el tableteo de la máquina, según Fuentes.
Los recuerdos de Aurora Bernárdez al lado de Cortázar en su papel de la Maga guardiana, el relato de sus lecturas literarias, de su experiencia de traductora, una de las memorables traductoras a la lengua española, darían para todo un libro que ella, sin embargo, se niega a escribir, ni siquiera a dictar, igual que rehúye las entrevistas que a veces da por rareza, como la que le hizo Juan Cruz en estos días de Madrid.
Pero es la Maga, la misma que sonríe siempre sin sorpresa. Y sus cuentas pendientes son todavía largas.
© LA NACION
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