Muere Arnaldo Calveyra, uno de los mejores poetas de Sudamérica
El escritor argentino falleció a los 85 años en su casa de París, donde vivía desde los 31
FRANCISCO PEREGIL Buenos Aires 17 ENE 2015 - 01:41 CET
Arnaldo Calveyra, uno de los mejores poetas de Latinoamérica, dramaturgo y ensayista, falleció el jueves en París a los 85 años. Había publicado su primer libro en 1959, a los 30. Al año siguiente emigró a la capital francesa con una beca y se quedó a vivir el resto de su vida. Siempre mirando hacia la provincia natal de Entre Ríos, pero siempre en París. “Entre Ríos es mi fuente de inspiración”, escribió, “es un lugar geográficamente privilegiado. Estas tierran fueron el fondo de un mar, no sé en qué época el mar, retirándose, dejó este paisaje, estos ríos extraordinariamente bellos (…) Nací entonces, en el campo y cuando era chico pensaba que jamás iba a dejare ese lugar. Pero a los nueve años tuve que pasar de la escuela de campo a una escuela en el pueblo, a siete kilómetros de allí, y esta es una cesura en mi vida, porque yo no creía que se pudiera dejar, si quiera por cuatro horas, ese paraíso en que vivía”.
Casi todos sus libros fueron escritos en español y publicados primero en francés por la prestigiosa editorial Actes Sud. El Gobierno galo lo condecoró con la Ordre des Arts et des Lettres. Sólo comenzó a editarse en español hace unos 20 años. Hasta entonces fue un gran desconocido para la mayor parte de sus compatriotas argentinos. El reconocimiento en su país le llegó tarde, pero le llegó. La Universidad Nacional de Entre Ríos publicó su Teatro reunido, donde destacan las obras El diputado está triste, Moctezuma, y La selva, entre otras.
Asistió a la última edición de la feria del Libro de Buenos Aires y en una entrevista concedida a este periódico se quejó amargamente del panorama en Argentina: “Es que este país está preso. Preso por la gente mediocre. La gente mediocre ha tomado el poder. Un país mediocre que tiene cinco o seis poetas. Eso, querido, es así. Es un misterio por qué ha sido poseído por la mediocridad. La gente es simpática, viene a la feria, va a escuchar poesía, necesita una valencia, están enfermos de carencia… Pero de pronto tienen en la cabeza como una revelación perversa y entienden que no se puede gobernar sin robar… Preso, un país preso por eso”.
Murió apaciblemente en su casa de París. ”Fue anoche”, informaron a la agencia Télam fuentes de la editorial argentina Adriana Hidalgo, donde publicó su Poesía reunida, “estaba en la casa de su hija y se sintió mal, llamaron al médico y murió. Fue un infarto, pero no hubo enfermedad ni nada doloroso previo. Tenía 85 años y estuvo en Buenos Aires en la pasada feria del libro, estaba viejito, pero como siempre amable y lúcido. Una gran tristeza", dijeron a Télam.
Solía valerse de una libretilla donde apuntaba las ideas que se le venían a la cabeza, aunque fuese en medio de una entrevista. Algunas de sus mejores páginas están marcadas por su infancia en Entre Ríos y la figura de su madre. “Me fui de Entre Ríos [a Buenos Aires] gracias a mi madre”, comentaba a Juan Cruz, “era pobre, inventaba la plata, mandaba el cheque, los huevos de gallina en cajas de madera. Ella vivía en el campo, mi padre era campesino, ella era maestra. Una maestra en el campo, ¿imagina esa experiencia? Éramos doce, murieron dos, quedamos siete chicos y dos chicas”.
En su primer libro, Cartas para que la alegría, publicado en 1959, escribió ya unos versos que resultarían memorables: “En el ferry fue tan lindo mirar el agua. / ¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”. Y el último texto de su Poesía reunida(Adriana Hidalgo Editora, 2012) decía: “Deseos de escribir la palabraruiseñor, de quedarme con ella toda la siesta y ver si cuando merme el sol se puede divisar un ruiseñor o a un lindo boyerito”.
Sus poemas prescinden del corte de los versos y se parecen engañosamente a la prosa, como subrayaron Pablo Gianera y Daniel Samoilovich, los autores del prólogo a su Poesía reunida. A ellos pertenecen estas palabras que explican la poética de Arnaldo Calveyra: “La escritora italiana Cristina Campo observaba que quien haya tenido la suerte de nacer en el campo llevará consigo durante toda la vida la posesión de un lenguaje arcano y un despliegue musical de las frases. La poética de Calveyra parece haberse conformado de una vez y para siempre con esa matriz del habla entrerriana. (…) Lo que asombra siempre del castellano de Calveyra es que suena ‘cierto’, no literario. (…) ‘Mete miedo -dice de él Cristina Campo, que lo conoció recién llegado a Francia-; transforma en alegría todo lo que toca”.
En defensa de Calveyra | Cultura | EL PAÍS
'IN MEMORIAM'
En defensa de Calveyra
La alegría era su modo de ver, un sustantivo que él había hecho adjetivo
Había en Arnoldo Calveyra, en su presencia, en sus ojos azules, en su esqueleto, un ser humano que rasgaba las cortinas de la vida para buscar más allá la alegría.
Hay personas así, y a veces son poetas; no son fatuos, ni pedantes, no buscan ni el reconocimiento ni el halago, encuentran la indiferencia y la esquivan, y siguen escribiendo, sonriendo de lado, como Jorge Luis Borges o como Juan Carlos Onetti.
A esas personas que son poetas los encuentras a veces, muy pocas veces, en esquinas improbables del mundo, adonde han llegado con una mochilla llena de adjetivos a los que han pulimentado como si fueran piedras casuales de un barranco propio. Conocieron, como Calveyra, como aquel personaje femenino de Hemingway, la angustia y el dolor, pero nunca estuvieron tristes una mañana.
Calveyra te agarraba la mano como si tus huesos fueran ese día su descubrimiento, y te miraba a tus propios ojos como si entrara en ellos su mirada; entonces te decía, quedo, como si hablara de una utopía que él estaba presenciando dentro de sí:
--Qué alegría.
La alegría era su modo de ver, un sustantivo que él había hecho adjetivo, pulimentándola con la esperanza de encontrarla. “Quiero vivir allí donde vivas, irme ahora mismo, lanzarme al vacío, seguir contigo, como un avión que tuviera tus alas”.
Era capaz de desandar radicalmente la solemnidad de los poetas y quedarse desnudo, como el hijo de un río, verde y orilla a la vez, un hombre solo que reía mirando. Esa forma de mostrar la alegría era la afirmación de Calveyra como ciudadano que además era poeta; su país, que estaba preso, le daba tristeza y pavor, era su lugar de regreso y era también la rotura de su esperanza y de su alma.
No era zen, ni lo pretendía, no te obligaba a seguirle como si él fuera un espíritu puro, eso no le interesaba, así que hablaba de las cosas de la tierra, y del adjetivo, lanzándose al suelo y al barro. Lo conocí en Tenerife, con José-Miguel Ullán, o por José-Miguel Ullán, y luego lo vi en la editorial argentina Adriana Hidalgo, donde publicó en abril último sus poemas completos; esos ojos azules y aquel sol argentino bajo el que caminaba por los adoquines, su bastón, su ropa, su indecisión y su abrazo son como las piedras sobre los que se edifica este recuerdo; era un hombre, claro, un padre, un abuelo, un cuerpo y un espíritu, y había algo en esa persona que a veces sólo lo tienen los poetas.
Esa indefensión que era al tiempo una fortaleza la he visto en otros, unos pocos; los que se olvidan de ellos, los que los reducen a la categoría que sólo se almacenan en catálogos, no saben que hay poetas que trascienden las estanterías y hacen vivir sus versos tristes o sus versos alegres en el almacén infinito de nuestro afecto; gracias a los poetas nos hacemos, ellos interpretan nuestra indefensión y nuestra tristeza; si no hubiera gente como Calveyra no sabríamos qué es la tristeza y por tanto desconoceríamos qué es la alegría.
Esta mañana le pregunté a mi nieto Oliver qué es la alegría, pensando en Calveyra, cuya poesía entera tenía en mis manos. Oliver me dijo: “Alegría es conocer gente”. Alegría fue conocer, y leer, a Calveyra; y escribo en su defensa y contra su muerte.
.-.-.
el dispensador dice:había llovido torrencialmente,
se había inundado el jardín,
y todos sus aledaños,
se habían filtrado los techos,
los árboles se veían pesados,
y en medio del concierto nublado,
negros y grises entremezclados,
un rayo de Sol cruzó el espacio,
para caer justo en la Santa Rita,
contigua a la ventana de mi estudio,
donde estoy siempre divagando,
para no detenerme en los pasados,
que han afectado a los sentidos,
de aquello que me ha traído,
y por aquello que ando viajando...
magia hubo en la circunstancia,
había gotas aún esperando,
algunas grandes,
otras pequeñas,
hojas y aguas siempre andan conjungando...
el rayo de Sol fue buscando,
hasta que se enfocó en una gota,
ubicada entre las hojas de la Santa Rita,
contigua adonde estaba sentado,
hizo en ella un arco iris,
y el reflejo fue proyectado,
primero hacia mi ojo derecho,
motivando que prestara atención a mi propio costado,
y allí estaba ella como aguardando,
ser admirada como hecho mágico,
destellaba como estrella ardiendo,
luces a velas plenas,
como si estuviese flotando...
y me sentí tocado,
iluminado, casi honrado,
por semejante alquimia de futuros,
que estaban allí... llegando...
y el fenómeno duró cuatro minutos,
y me sentí liberado...
había sido elegido,
para descubrir esas cosas en las que nadie ha reparado...
algo me quiso decir la Santa Rita,
mientras el Sol se iba esfumando...
y me sentí bendecido,
como quien espera su gracia,
lo que desciende... nunca llega demorado,
cuando antes la oración escaló,
hasta que alguien la anduvo escuchando.
ENERO 18, 2015.-
dedicado a mi Haydée Virginia...
una gracia que supo esperar,
que la bendición nos haya juntado...
al pasado no se regresa,
cuando los aquelarres te han echado.
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