Los pioneros del ‘Far West’ soriano
El municipio quedó abandonado a finales de los setenta, pero cada verano sus vecinos vuelven a vivirlo y a revivirlo
Sarnago (Soria)
Bonifacio, uno de los pocos nacidos en esta localidad, junto a la fuente de Sarnago. CARLOS ROSILLO
Sarnago (Soria). 0 habitantes en invierno. Entre 150 y 500 en verano. En la comarca de las Tierras Altas, muy cerca del límite con La Rioja, a 47 kilómetros de Soria.
Por Sarnago no se pasa, a Sarnago hay que ir. Como a tantos otros lugares de la España vacía, a desmano de cualquier ruta, imposibles de descubrir sin un GPS. Por eso, todo lo que ocurre en esta atalaya de las Tierras Altas de Soria se debe a la fuerza de la voluntad. Aquí no hay inercias ni fenómenos que marchan solos. Las casas han sido reconstruidas, a menudo casi desde cero, porque sólo eran escombreras, por las manos de sus propietarios. La plaza fue pavimentada con un hormigón que pagaron a escote y vertieron desde un remolque que contrataron en Soria. El agua corriente procede de un pozo horadado en el punto que marcó un zahorí con maquinaria alquilada por los propios vecinos, y llega a las casas mediante un sistema de vasos comunicantes que ellos mismos construyeron. Hasta la infraestructura turística, si puede llamarse así al panel colocado frente a la piedra del atardecer (un banco rústico orientado al oeste desde el que se contempla la puesta del sol, el mayor patrimonio de Sarnago) que identifica los picos y los parajes que se observan desde ese punto, situado a 1.259 metros sobre el nivel del mar, se debe al entusiasmo de la Asociación Amigos de Sarnago. En teoría, esta aldea pertenece al ayuntamiento de San Pedro Manrique. En la práctica, sus habitantes son pioneros que cada verano reviven la gesta de repoblar un desierto casi al margen de cualquier margen administrativo.
Termino el viaje aquí porque Sarnago es un símbolo y casi una marca. En el Museo Etnográfico, abierto a petición del visitante, venden camisetas y merchandising del pueblo. Sarnago es un leitmotiv, un rasero por el que se miden todos los pueblos minúsculos de la España vacía que no solo resucitan en verano, sino que lo hacen a través de la excentricidad, a contracorriente y ligados a una idea de cultura y de arte que tiene un sentido que parece perdido en las ciudades, pero que aquí resuena con una fuerza antigua y fresca a la vez. De Sarnago se ha escrito mucho. Escritores como Julio Llamazares, sin duda la voz literaria contemporánea que más relieve y emoción ha dado al vaciamiento de la España rural, lo han cortejado. Cronistas y andariegos lo visitan como se peregrina a un lugar santo, y tanto los expertos en despoblación como activistas contra ella lo citan como ejemplo, experimento y esperanza. Cada cierto tiempo, alguien se acerca a recontar su historia, el milagro de Sarnago, el pueblo que resucita cada verano, el misterio que crece en el corazón de una España que se apaga. El verano pasado, Borja Hermoso pudo constatarlo en un artículo para El País.
El último vecino dejó el pueblo en 1979, fecha muy tardía en la historia del vaciamiento del interior peninsular. Aunque la Asociación Amigos de Sarnago se fundó inmediatamente después, en 1980, y desde entonces se han recuperado unas treinta casas (identificables desde el aire: son las únicas que tienen tejado), no se ha podido evitar el deterioro de las calles y los edificios. En cuanto llega el frío, el pueblo se vacía completamente. Nadie sube hasta abril, y los primeros que llegan descubren que ha caído otro muro o que a la iglesia le falta algo más. El aspecto de abandono de Sarnago contrasta con el bullicio y la alegría de sus vecinos en verano. Sus habitantes parecen actores de una película fantástica, moviéndose entre ruinas y riéndose de los fantasmas. Son unos 150. En las fiestas pueden juntarse hasta 500. Es, con diferencia, el mayor crecimiento demográfico que se registra en la España vacacional: seguramente, ni el más solicitado destino costero multiplica por 500 su población en temporada alta.
Esta aldea soriana está situada a 1.259 metros sobre el mar
Hoy toca caldereta. O rancho. O guisote. No se ponen de acuerdo con el nombre, porque rancho y caldereta son denominaciones más propias de Aragón y buscan una forma más castellana y soriana de llamarlo. A la cocinera, Maribel Benito, no le preocupa. Cuida de un gran caldero en la cocina de lo que fueron las escuelas, las mismas a las que acudió de niña. Hoy tiene 68 años y dice que todo lo que sabe lo aprendió en este edificio. Conejo, costilla de cerdo, un buen sofrito, varios majados con ajos y especias, muchas hierbas frescas y ocho kilos de patatas. Tiene que salir comida para por lo menos cuarenta, que son los que se han apuntado, con un cronista y un fotógrafo que se adhieren de gorrones: el riesgo de estos viajes por la España vacía es que la tripa acaba siempre muy llena.
La familia de Maribel se instaló en Tarazona (Zaragoza) cuando ella era niña. “Entonces, eres de Tarazona”, le digo, y ella me amenaza con el cucharón con el que remueve el guiso y puntualiza, muy seria: “Vivo en Tarazona, pero soy de Sarnago”. Ese es el espíritu de identidad fuerte que la Asociación de Amigos de Sarnago (gestora de facto del pueblo) fomenta con éxito.
José Mari Carrascosa, al frente de la asociación, cree que la comunidad se mantiene viva en torno a una mesa y una botella de vino. Prejubilado de Telefónica, salió del pueblo con tres años hace cincuenta, en noviembre de 1967, y desde la década de los 80 levantó una casa entera con sus propias manos entre fines de semana y vacaciones. Ahora quiere seguir la tarea por la iglesia, de la que solo quedan parte de los muros de las naves y del ábside. El proyecto es convertirla en sala de exposiciones y conciertos. Empezó a derrumbarse en 1983, y desde entonces, invierno tras invierno, se ha ido descomponiendo. “Hay quien se pregunta por qué la hemos dejado caer, pero ¿qué íbamos a hacer? No podemos estar sosteniendo las piedras con las manos”, se lamenta José Mari junto a las dos campanas, que se cayeron en los años 90 y hoy forman parte de la colección del Museo Etnográfico.
Un vecino arquitecto ha elaborado un plan: lo más urgente es levantar de nuevo la espadaña, que era también el frontón. La reconstrucción es crucial porque alteraría el skyline del pueblo. Hoy Sarnago es horizontal, apenas se levanta desde la pista que, a falta de carretera, sube desde el fondo del valle. José Mari Carrascosa cree que la espadaña (y sus campanas en lo alto) tendría una fuerza simbólica que sacudiría la autoestima de los vecinos: sería la forma de volver a ser un pueblo de verdad, con su silueta típica, su perfil de postal.
Hacia fuera, desde el propio pueblo, otra postal: los valles y picos de las Tierras Altas, la frontera de una provincia que se define por su carácter fronterizo (Soria pura, cabeza de Extremadura, dice el lema que recogió Machado, que recuerda que allí estuvo durante varios siglos la frontera entre el mundo cristiano y el islámico, que en Iberia se llamaba Extremadura, pero también entre los reinos de Castilla, Navarra y Aragón). Hoy, la nostalgia machadiana se enredaría en las aspas de cientos de molinos eólicos, los nuevos árboles de la España vacía. La verticalidad es eléctrica: las campanas ya no suenan y la espadaña de la iglesia está hecha escombros en el suelo: Cristos y vírgenes ya no mandan en el paisaje, que es propiedad de consorcios de energía.
El último vecino que la habitaba se marchó en 1979
En Sarnago no se descansa en agosto. Hay mucho trabajo y mucho por debatir, en la piedra del atardecer o sobre cualesquiera ruinas, muchas en tránsito de dejar de serlo. Mi viaje ha empezado en Sarnago, y buscaré en las otras etapas lo que en Sarnago persiguen: identidades que se levantan desde la cultura y el arte para que permanezcan más allá del verano, pero que solo se perciben a las claras en agosto. Lugares únicos, quizás a medio descubrir, casi secretos.
Por cierto, se venden un par de casas en esta aldea soriana: el precio es negociable y los vecinos están deseando ver caras nuevas. Por si quieren seguir por su cuenta este viaje que yo termino aquí.
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