Un dolor que no caduca
La serie documental 'The Keepers' trata del tiempo que necesitan las personas heridas para denunciar su trauma
Madrid
FOTO: Una fotografía de la monja Catherine tomada cuando daba clases de Lengua en el instituto Arzobispo Keough, en Baltimore. / VÍDEO: Tráiler de la serie 'The Keepers'. NETFLIX
¡Lo servimos al momento! Así lo promete la publicidad en la sociedad de la impaciencia. Lo dañino de esa anhelada inmediatez es que está acabando con nuestra capacidad de ser pacientes, ese desfasado antídoto natural contra la ansiedad. Todo se conjura para debilitar un mecanismo de defensa que a los niños antiguos se nos hacía ejercitar a diario, pero está visto que hasta a nosotros que crecimos en una sociedad con menos estímulos se nos ha quedado fofo el músculo de la paciencia. Igual que queremos el libro o la compra a domicilio sin demora, borramos de inmediato el estrés con un ansiolítico, cuando nuestra naturaleza no está preparada para esas prisas.
El síntoma de la ansiedad puede enmascararse pero el dolor no prescribe. De eso trata, en gran parte, la serie documental The Keepers, del tiempo que necesitan las personas heridas para denunciar su trauma, y del tiempo que se toman ciertas instituciones para reconocer que algunos de sus miembros causaron daños terribles que podrían atenuarse si se asumiera la responsabilidad y se pidiera perdón. En 1969, en la ciudad de Baltimore, desapareció la hermana Cathy Cesnik, una joven profesora que daba clase de literatura en el instituto femenino Arzobispo Keough. Encontraron su cadáver meses después, en un vertedero: había sido vejada y asesinada. El caso conmocionó a las alumnas porque Cesnik era una de esas profesoras que provocan adoración y crean escuela. Nunca la olvidaron. Tanto es así que dos de sus alumnas, hoy cercanas a los 70, se pusieron a investigar por su cuenta para esclarecer un caso que la policía no estudió con el debido celo. Establecieron una conexión asombrosa: alrededor de la fecha del asesinato de Cesnik se producían abusos sexuales en el despacho del consejero espiritual del instituto, el padre Maskell. La primera alumna que se atrevió a denunciarlo, Jean Hargadon, no hizo público su nombre hasta 2014. A partir de ese momento, cerca de cuarenta de aquellas chicas se fueron agrupando en torno a nuestras investigadoras aficionadas, que resultaron ser más perspicaces que la policía. En estos momentos, cobra fuerza la teoría de que un hombre o varios, capitaneados por el cura, se quitaron de en medio a la monja, porque tenían la certeza de que una alumna le había informado de lo que estaba ocurriendo y esta estaba a punto de denunciarlo. Había más personajes implicados: las aterrorizadas mujeres cuentan que el padre Maskell invitaba en ocasiones a otros curas y a algún policía a participar del abuso.
El documentalista Ryan White sabía del caso Cesnik por su madre y su tía, que habían estudiado en el instituto, ya que el asesinato no resuelto de la monja siempre rondó la memoria de las estudiantes. Y como si el espíritu de la profesora velara como un alma en pena por todas las niñas a las que había enseñado literatura, cincuenta años después, al tirar del hilo del crimen han ido saliendo las atrocidades que ocurrían en hora escolar, en aquel despacho al que acudían las chicas cuando el padre Maskell reclamaba a una u otra por el altavoz. El dolor no prescribe, a pesar de que 25 años es el plazo que la ley estadounidense estipula para que se denuncie un delito. Pero muchas de las que prestan testimonio, también algún anciano puesto que Maskell fue trasladado a un centro masculino y abusó también de niños, son ancianos que reprimieron su memoria durante años para hacer soportable la vida, ser capaces de amar, tener hijos, concentrarse en un trabajo.
De pronto, cuando el esfuerzo que les exigió la vida se relaja, ven un día en televisión algo que les recuerda al monstruo y a partir de ahí el dique que contiene esa parte de la biografía censurada comienza a agrietarse. Así lo sintió la víctima que vertebra el documental, Jean, asombrosamente parecida a Glenn Close, dotada de un discurso sincero y directo, que llega a contar que un cura la llevó hasta el vertedero donde se pudrían los restos de la monja para advertirle: esto es lo que le sucede a las chicas que hablan demasiado.
La archidiócesis de Baltimore respondió a la defensiva a este documental que se estrenó en mayo y que ha sido considerada la serie del año. En la página de la iglesia, una frase escueta: “The Keepers es ficción”. Reconocen que hubo abusos, de hecho llegaron a acuerdos de compensación con algunas víctimas, pero no quieren aparecer como encubridores del delito. Frente a esa actitud decepcionante, los testimonios terribles de tantas víctimas, que no hablaron mientras sucedía porque estaban muertas de miedo, que callaron luego por pura supervivencia. Hoy son ancianas, ancianas valerosas, que verbalizan el horror porque sienten la necesidad de que los culpables sean señalados aun después de muertos como el padre Maskell.
En cuanto a nosotros, los espectadores, es un acto de reparación que las escuchemos. Hay historias que precisan tiempo, 50 años, pero observamos que el dolor es terco, brota intacto de los labios de las víctimas. No es un dolor de usar y tirar.
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