Azorín es un artista, un creador, porque ha creado un mundo que suscita en nosotros una manera de estar en él. Su actitud vital consiste en la resignación contemplativa, sin voluntad alguna de cambiar el mundo, limitado tan solo adecuarse a él.
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El impresionismo de Azorín
Categoría (El libro y la lectura, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-05-2019
Tags : ausencia-trama-argumental, Busqueda-lenguaje-natural, efecto-destructivo-del-tiempo, primores-de-lo-vulgar, resignación-contemplativa
Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales e innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Nubes descritas con frases sencillas, ritmo lento y emoción lírica. Este fragmento pertenece a Castilla (1912), la obra más representativa del alicantino José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967), con cuyo estilo vino a depurar el lenguaje denso y con excesiva oratoria que dominó gran parte de la literatura del XIX.
Azorín —seudónimo que pidió prestado a uno de sus personajes, Antonio Azorín— luchó por el renacimiento de una nueva manera de escribir junto a Pío Baroja y Ramiro de Maeztu, que formarían en 1903 el llamado “grupo de los tres” y que sería el germen de la Generación del 98 —bautizada así por él mismo en 1913—y a la que pertenecían otros tres grandes escritores: Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Ramón María del Valle-Inclán. Todos nacidos entre 1864 y 1875.
El conocimiento del alma española; el gusto por lo genuino, por los modos de vida de hombres anónimos (intrahistoria); la idealización del paisaje; la búsqueda de un lenguaje natural, antirretórico; el subjetivismo; las reflexiones filosóficas… son los rasgos que caracterizaban a la literatura de esta generación y, por tanto, a la producción literaria más importante de Azorín, que son sus ensayos y novelas. En cuanto a los primeros destacamos su obsesión por el paisaje español —El alma castellana (1900), Los pueblos (1904), Castilla (1912) — y por la reinterpretación de las obras literarias clásicas —Ruta de Don Quijote (1905), Clásicos y modernos (1903), Al margen de los clásicos (1915). Respecto a las novelas, solo hay que fijarse en La voluntad (1902), primera novela de una trilogía compuesta por Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904).
Constituyó una verdadera renovación estilística de la narrativa española al superar las fórmulas del Realismo y del Naturalismo decimonónicos. La sencillez del lenguaje y la ausencia de trama argumental lineal son los dos aspectos que más lo separan de aquella literatura. En ella despliega todas las influencias de las que bebía: la introspección angustiada de Unamuno; la decepción y el desencanto existencialista de Pío Baroja y Schopenhauer, y el vitalismo de Nietzsche.
En el prólogo de Castilla nos indica claramente su intención de meditar sobre el alma castellana y el poder del tiempo. Nos sumerge de tal manera en esos paisajes y ambientes castellanos que este artista de los “primores de lo vulgar”, como acertadamente le llamó Ortega y Gasset, consigue contagiarnos de una profunda emotividad que, sin embargo, no está exenta de meditación, porque su impresión de Castilla es la excusa para reflexionar acerca del tiempo y de nuestro lugar en el mundo:
El campo se extiende ante mi vista… no se yerguen árboles en la llanura; no corren arroyos ni manan hontanares. El pueblo reposa en un profundo sueño. Ningún lugar mejor que estos parajes para meditar sobre nuestro pasado y nuestro presente… Reposa el cerebro español como este campo seco y este pueblo grisáceo.
(Lecturas españolas, Azorín (1912).
(Lecturas españolas, Azorín (1912).
Los textos de Azorín son lentos, descriptivos donde el epíteto es el rey y el verbo se convierte en un segundón. Los sentidos, las sensaciones, los recuerdos conforman su materia prima y el lenguaje, cuidado hasta el extremo, es el instrumento con el que logra describir los detalles, y si para ello tiene que inventar un neologismo o revivir un arcaísmo, pues lo hace. Todo con tal de demostrar su amor al paisaje.
Ya tenemos perfilado el rasgo más característico del estilo azoriniano: la descripción —propia de la escuela realista-naturalista—pero trabajada con la técnica impresionista, con lo que se consigue desvirtuar el objetivo de crear una obra que refleje la realidad existente fuera de las páginas del libro.
El impresionismo es un término que proviene del arte, concretamente del cuadro que Monet pintó para la primera exposición organizada por un grupo de artistas que se oponía al arte tradicional oficial y defendía innovadoras formas de expresión artística.
El paisaje
Lo que el artista percibe y cómo se siente frente a eso que tiene delante es lo primordial en este estilo, y el paisaje será el tema al que acudirá constantemente; las distintas tonalidades según las estaciones, las horas del día, la atmósfera… ofrecen muchas posibilidades a la hora de desarrollar esa técnica y Azorín se siente cómodo con ella. Debido a su gusto por el detalle, su gran dominio de la luz, del color y de la adjetivación sensorial logra poner ante los ojos del lector verdaderos cuadros impresionistas que, contemplados de cerca, aparecen como una acumulación de pinceladas sin objeto aparente, pero que con distancia muestran su verdadero sentido lleno de matices.
Azorín utiliza el lenguaje cual pincel y poetiza así sus descripciones sazonándolas con la nostálgica evocación del pasado. Observamos que la realidad que muestra en sus textos literarios es siempre una realidad recordada, teñida de ensueño y envuelta en un ambiente de tranquilidad, belleza y permanencia. Esto último era fundamental para un escritor como él, obsesionado por el efecto destructivo del tiempo.
Azorín halló en la naturaleza y en la vida de los pueblos un contrapeso a ese sentimiento. Lo sencillo, lo primario no cambia. Las vistas del campo, los sonidos, los olores le liberaban de esa opresión existencial que formaba parte de su personalidad y, en general, de toda la generación de escritores a la que pertenecía. El secreto de su paisajismo está en el poder de comunicar no solo el atractivo de su sencillez, sino la paz y el consolador reposo que ofrece al alma y su serena resistencia a los cambios, que nosotros también experimentamos y tememos.
Los personajes y el tiempo
En sus obras hay cierto estatismo, cierta calma en la acción, remarcada por su falta de interés en contar la peripecia vital del protagonista; esto se refleja habitualmente en que esa vida del personaje queda segmentada y reducida a estampas o cuadros. Por otro lado, el tiempo se interioriza —de forma que se alarga y se acorta en función de las vivencias del personaje— y el espacio externo funciona como detonante de la sensibilidad de los personajes y como metáfora de su personalidad y de su alma.
Con su decisión de impregnar los textos de grandes dosis de subjetividad —patrimonio de la poesía—, Azorín se carga de un plumazo esa frontera que se marcaba entre la poesía y la novela, y que venía de antiguo. Y no es la única mezcla por la que aboga, ya que, en palabras de Mario Vargas Llosa, Azorín es uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían fantasía y observación, la crónica de viaje y crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico para producir, condesada como la luz en una piedra preciosa una obra de consumada orfebrería artística.
En definitiva, su ideal de personaje protagonista es alguien indeciso, mezcla de componente real e imaginario, priorizando esto último, entregado a contemplaciones sucesivas, inmóvil, fundido con la quietud de la vida monótona de los pueblos donde se mezcla con personajes vulgares, anodinos que viven unas vidas opacas.
El estilo
¿Que cómo ha de ser el estilo? Pues el estilo… mirad la blancura de esa nieve de las montañas, tan suave, tan nítida: mirad la transparencia del agua de este regato de la montaña, tan límpida, tan diáfana. El estilo es eso; el estilo no es nada. El estilo es escribir de tal modo que quien lea piense: Esto no es nada. Que piense: Esto lo hago yo. Y que sin embargo no pueda hacer eso tan sencillo –quien así lo crea–; y que eso que no es nada, sea lo más difícil, lo más trabajoso, lo más complicado.
Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916)
Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916)
Azorín hacía gala de escribir de forma sobria y antirretórica y para lograrlo opta por el párrafo corto y las oraciones sencillas; frente al abuso de la subordinación de la literatura decimonónica, este escritor apuesta por las frases de verbos yuxtapuestos –unidas por el punto, la coma y el punto y coma– o las unidas por coordinación copulativa. Tiene también cierta preferencia por los tiempos verbales en presente que le permiten interactuar con el lector, al que se dirige a menudo, para lograr una forma de comunicación cómplice y más afectiva.
En cuanto a la adjetivación, es altamente subjetiva con el fin de transmitir no tanto sensaciones como estados de ánimo que la contemplación de los objetos, paisajes… suscita. Es habitual en él utilizar series de tres adjetivos en los que va ascendiendo la subjetividad, como vemos en este fragmento de Los pueblos (1905):
Unas campanas me despiertan; son tres campanas: dos hacen un tan, tan sonoro y ruidoso, y la tercera, como sobrecogida, temerosa, canta, por bajo de este acompañamiento, una melodía larga, suave, melancólica.
El léxico de Azorín es variado y extenso. Utiliza vocablos castizos para reflejar el habla de los campesinos y de los artesanos castellanos, pero también se vale de arcaísmos cuando el tema tiene que ver con los escritores clásicos y de neologismos cuando se refiere a escritores modernos. Afirmaba Azorín que cada cosa en el lenguaje escrito debe ser nombrada con su nombre propio; los rodeos, las perífrasis, los circunloquios embarazarán y recargarán y ofuscarán el estilo. Pero para poder nombrar cada cosa con su nombre… debemos saber los nombres de las cosas. […] Si están esos nombres en el habla baja, popular, llevémoslos sin vacilar al lenguaje literario: si están en libros viejos —en los clásicos—, exhumémoslos también sin reparo. Exactitud y propiedad en las palabras es lo que nos recomienda este maestro de nuestro idioma, ejemplo a seguir para quien pretenda conocer y dominar el español.
Vamos a terminar este artículo haciendo nuestras unas palabras del catedrático de literatura, Miguel Ángel Lozano: «Azorín es un artista, un creador porque ha creado un mundo que suscita en nosotros una manera de estar en él. Como la de los protagonistas de sus textos cuya actitud vital consiste en la resignación contemplativa, lo que nos lleva a determinar en última instancia que este hombre que nos muestra no puede cambiar el destino del mundo sino adecuarse a él». Buen ejemplo es el narrador de Diario de un enfermo—obra escrita a la vez que La voluntad, pero editada un año antes, en 1901— cuando declara: Vivamos impasibles; contemplemos impávidos la fatal corriente de las cosas. Y dejémonos llevar por ellas y por las nubes henchidas de blanco brillante que siguen ahí, encima de nuestras cabezas, igual que en tiempos de Azorín y de Clarín cuando Ana Ozores, casi delirante, veía su destino en aquellas apariencias nocturnas del cielo, y la luna era ella, y la nube la vejez, la vejez terrible sin esperanza de ser amada.
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