jueves, 19 de julio de 2018

El albatros

original ► para no perdérselo
El albatros
https://en.wikipedia.org/wiki/Fernando_Sorrentino





Malena Previtali

El albatros

Cuento: El albatros - Autor: Fernando Sorrentino

https://en.wikipedia.org/wiki/Fernando_Sorrentino


Ilustración: Malena Previtali



El 8 de noviembre de 1982 cumplí cuatro décadas de vida.
Los lúgubres acontecimientos de aquel año habían
infundido en mi espíritu una suerte de tristeza generalizada
y casi crónica.
No pude menos que pensar en las tantas cosas que nunca
había hecho; y, peor aún, en las muchas que jamás haría.
Entonces, no sé por qué, salté a otra idea, que me permitiría
satisfacer cierta afición histriónica que me domina a veces:
arrebatado de pronto por una brusca ráfaga de actividad
febril, puse manos a la obra.
En primer lugar, busqué la caracterización adecuada. Aquí
debo puntualizar que, en mi aspecto exterior, nada hay de
enfermizo ni de pesimista: todo lo contrario, y no faltan
quienes —acaso erróneamente— admiran y hasta envidian
mi salud física, mi optimismo vital.
De manera que me hice rapar el cabello, me quité el bigote
y decidí no rasurarme durante tres o cuatro días. Después
me vestí. La indumentaria constaba de un saco gris y unos
pantalones marrones; una camisa celestosa; una corbata
triste; unas medias blancuzcas; un par de zapatos negros.
Todo muy viejo, raído y agrietado, pero también muy limpio
y desteñido: una pobreza decente y digna.
Luego me entrené con tenacidad, hasta que aprendí a
caminar un poco encorvado hacia la izquierda; como
consecuencia directa, esta anomalía me llevó a inclinar la
cabeza, poniéndola casi horizontal, con la mejilla derecha
arriba y la izquierda abajo; los ojos y la boca adoptaron una
actitud huidiza, temerosa, sufriente. Perfeccioné tales
desdichas con una sutil cojera y una leve contracción de
ambas manos.
A estas características extrínsecas les agregué un estado
de ánimo fundamental, del que dependería el éxito o el
fracaso de mi empresa. Levantando los extremos interiores
de las cejas, logré un aspecto compungido, sí, pero, al mismo
tiempo, decoroso. La voz y su tono me demandaron bastantes
esfuerzos: por fin logré modular una voz algo átona, una voz
con el cansancio de siglos y con un dejo de sollozo contenido,
que se encrespaba por momentos en matices plañideros
y dolientes.
Lo declaro con orgullo: había plasmado una pequeña obra
de arte. Mi aspecto general era ahora el de un cadáver que
hubiera huido del cementerio o, al menos, el de un moribundo
que hubiese abandonado prematuramente el hospital
donde agonizaba.
El 15 de noviembre mi sueño del 8 se hacía realidad. En ese
entonces yo vivía en Matienzo 1639, más lejos de la esquina
de la calle Soldado de la Independencia que de la esquina de
la calle Migueletes.
Con lógico nerviosismo salí, a eso de las once de la mañana, a
la calle. Encorvado, rengueando, con el rostro casi horizontal,
con las manos contrahechas, caminé —vacilante y muy lento—
por Migueletes hasta la esquina de Jorge Newbery. Arrastraba
una vieja bolsa grisácea. En la parada de la vereda de la farmacia
había unas cuantas personas esperando el colectivo 64.
Cuando éste llegó, esas personas me exhortaron a subir primero,
prefiriéndome inclusive a una viejecita casi centenaria. Acepté la
gentileza con el rostro sufriente de quien lamenta causar
molestias al prójimo y en seguida provoqué una breve escena
dolorosa cuando fingí tropezar y caer en la escalerilla. Se
extendieron sobre mí solidarios brazos y manos, que me alzaron
como lo harían con un bebé hiperdesarrollado.
Rechacé con amabilidad los muchos asientos que me cedían y,
respaldándome contra el del chofer, exclamé:
—¡La gente marinera, con crueldad salvaje, suele cazar albatros,
grandes aves marinas!
El significado trágico de estos versos incomprensibles —o, por lo
menos, fuera de contexto— despertó cierta expectativa en los
viajeros. Muchos me miraban con atención. Tras una pausa de
algunos segundos, continué:
—Agraciadas damas, simpáticos caballeros, felices, en suma,
pasajeros de este maravilloso medio de transporte ciudadano
que es el vehículo llamado colectivo…
Esta introducción cumplía simultáneamente dos funciones:
ganarme ya la resuelta atención de todos y caracterizarme como
disminuido mental, desgracia que venía a sumarse a las evidentes
deficiencias de tipo físico.
—Señores, yo vendo chicles —y señalé la bolsa grisácea—. Cuesta
diez pesos cada chicle. El otro día, una elegantísima señora, movida
a piedad por esta vida horrible que padezco, quiso regalarme cien
pesos. Pero yo le dije: “No, señora, no acepto limosnas. Si quiere
darme los cien pesos, llévese diez chicles”. Así es, agraciadas damas,
simpáticos caballeros, yo soy un hombre digno que desea trabajar
para ser útil a la sociedad, y no inspirar lástima, a pesar de esta
vida horrible que padezco. Siempre, desde mi más tierna infancia,
enfrenté los infortunios y las desdichas que me hostigan implacables
con esos dos factores tan nobles que todos poseemos y que se
llaman ¡honradez y conducta!
Y, mientras repetía interminablemente estas frases y otras muy
parecidas, iba dejando un chicle en las manos de cada pasajero.
En un alarde de improvisación (que no dejé de festejar en mi
interior), había añadido ahora a mis manos cierto temblor
convulsivo y había logrado que un hilito de baba se cristalizase
en mi comisura derecha.
Luego, sin dejar ni por un instante de lamentarme, volví a recorrer
los asientos, recogiendo ya billetes, ya chicles, pero sobre todo billetes.
En el primer caso, les decía: “Muchas gracias por ayudarme: yo
sólo quiero trabajar honestamente, a pesar de esta vida horrible
que padezco”.
En el segundo, retomaba los chicles con un temblor especialmente
intenso, como resignándome ante el espectáculo de la inextinguible
maldad humana, y decía con voz gemebunda: “Está bien, bondadoso
señor, está en todo su derecho si no desea ayudarme a trabajar
honestamente y prefiere que yo siga arrastrándome en los dolores
y tormentos de esta vida horrible que padezco”.
Una vez recogidos los pesos y los chicles, consideré que lo apropiado
consistía en una despedida llena de gratitud, pero a la vez altiva y no
por eso menos llorosa. Nuevamente respaldado en el asiento del
conductor, grité afónicamente, como realizando un esfuerzo
infinitamente superior al que me permitía mi estado de salud:
—Agraciadas damas, simpáticos caballeros, ¡yo, yo soy el albatros,
grande ave marina a la que la gente marinera, con crueldad salvaje,
suele cortar las alas! Pero, a pesar de esta vida horrible que padezco y
a pesar del desprecio con que he sido humillado por algunos de
ustedes, respondo siempre con dos conceptos sagrados: ¡conducta
y honradez!
Cuando bajé del colectivo 64 me hallé a la altura de la plaza Italia.
Crucé la avenida Santa Fe y me senté, durante un rato, a reflexionar
en un banco de madera. Pero no lograba ceñirme al centro de la
cavilación y me dispersaba en mil pensamientos pequeños. Entonces
volví a casa, no en colectivo, sino caminando normalmente.
Lo cierto es que trabajé de albatros diez o doce días. Conocí el placer
de formular reproches, de inspirar lástima, de infundir odio o repulsión,
de dictar cátedra de moral, de tocar las fibras sensibleras del hombre,
de ganar una pequeña fortuna.
Más tarde terminé por aburrirme y volví a pensar en las tantas cosas
que nunca había hecho; y, peor aún, en las muchas que jamás haría.

*FERNANDO SORRENTINO (Capital Federal, 1942) es uno de los
más prolíficos cuentistas contemporáneos argentinos. Sus últimos libros
de cuentos son El crimen de san Alberto, El centro de la telaraña,
Paraguas, supersticiones y cocodrilos y Los reyes de la fiesta. Le
pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones con
Jorge Luis Borges y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares.
Sus textos han sido traducidos a más de diez idiomas. en.wikipedia.org/wiki/Fernando_Sorrentino
Malena Previtali
ILUSTRACIÓN DOBLE CENTRAL: Malena Previtali
«Soy docente, educadora de museos y artista plástica.
Participo en salones de pintura y en muestras colectivas,
aunque mis dos obras más bellas son mis hijos
Facundo y Juan Ignacio, los más genuinos críticos e
inspiradores de mis trabajos.
Siempre me apasionó ayudar a construir iniciativas
chiquitas e ideales, imposibles y hermosas, de las que
mejoran el mundo. Por eso ilustro para Qu.
En este número ilustré el cuento “El albatros”, de
Fernando Sorrentino. Los trazos con grafito salieron
solos, impulsados por las imágenes que describe el autor
poniendo en palabra los huecos más oscuros de la
experiencia humana. Una gran oportunidad para
dar pasos nuevos sobre ese puente que desde hace siglos
une el lápiz y la literatura.»
Ilustración y texto publicados en Qu 22, abril 2018

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