Las acequias de la memoria
Seis libros emplean distintas estrategias para articular los recuerdos: desde los miedos más íntimos y los viajes en tren o en caravana hasta los álbumes de fotografías familiares y las lecturas de toda una vida
Fotografías de los artistas Lucio Muñoz y Amalia Avia, arriba, y de sus cuatro hijos, entre ellos Rodrigo Muñoz (segundo por la izquierda), autor de 'La casa de los pintores'.
Dado lo inasible de la memoria, canalizarla imponiéndole límites temáticos para facilitar su organización es una práctica literaria habitual. Estas seis propuestas memorísticas estructuran los recuerdos en torno a un tema, un lugar o incluso un medio de transporte, y al hacerlo el resultado es una serie de textos singulares.
El fragmento de vida es la variante de la autobiografía elegida por la escritora francesa Claire Legendre en El nenúfar y la araña. En la colección de breves textos que conforman el libro, Legendre explora el cuerpo en los momentos en que se ve acorralado por los múltiples tentáculos del miedo; y es que el cuerpo es uno de los principales artefactos de los que se vale la memoria para mantener presentes los acontecimientos más significativos de una vida. Legendre describe con precisión toda la paleta de temores que encierran la hipocondría y las fobias (“los fóbicos lo saben: la presencia de la araña en la habitación es mucho más odiosa que la araña en sí”), y su sensibilidad hacia el organismo le permite explorar temas tan íntimos como el miedo a la muerte o la vergüenza, que por medio de su escritura convierte en universales.
Otro elemento particularmente eficaz para reactivar la memoria es el viaje. En Diario francés. Vivir a través de cristal, el poeta argentino Arnaldo Calveyra narra de modo lírico su llegada a París en 1959, y sus diversos viajes a España durante esa época. En estos textos, que constituyen una espaciosa puerta de entrada a su obra, Calveyra se desmarca de lo clásicamente diarístico al incluir entrevistas, cartas y otros materiales —por ejemplo, la lista de preguntas del examen de ingreso en Cambridge para estudiar humanidades—, con los que consigue convertir lo nimio en arte. Vemos a un joven Calveyra emocionado tras su llegada a esa ciudad mítica de la literatura, donde cultivaría la amistad de Alejandra Pizarnik, Cortázar o Peter Brook, y a otro más reflexivo cuya vocación es el idioma, como él mismo afirma, y que nos proporciona intuiciones tan poderosas como esta: “Sí, para conocer un pueblito de España tienes que pararte donde haya una fuente y beber del agua. (...) Y si es un niño quien te habla antes que nadie de ese pueblo, verás que el agua que bebiste se le parecía fielmente, y que ese saber tan repentino, tan incomunicable acaso en lo singular, era tan simple como el agua de esa fuente”.
Los frecuentes desplazamientos en tren a lo largo de su vida han llevado al poeta italiano Valerio Magrelli a escribir La vicevida. Trenes y viajes en tren. Magrelli ha acuñado el término “vicevida” para definir la que tiene lugar en esos momentos en los que actuamos “como vehículo de nosotros mismos”, en espacios en los que nos vemos obligados a esperar para obtener un resultado, por ejemplo, en la consulta de un médico —situación que él denomina “burocracia del cuerpo”—, o en un tren en marcha, en el que estamos de algún modo encerrados, tanto espacial como temporalmente. Magrelli, que a menudo toma el tren para ir a trabajar, es un consumado experto en afeitarse en el baño del vagón para ahorrar tiempo y así poder levantarse algo más tarde, y conoce a la perfección las lógicas y picarescas ferroviarias, que narra con gracia y sensibilidad.
En el libro de Ivan Jablonka están recogidos los años ochenta desde la mirada de un niño de clase media francesa
Otro medio de transporte muy propenso a evocaciones y recuerdos es la caravana o camping-car, como la llama Ivan Jablonka en su relato autobiográfico, que la homenajea hasta en el título. A lo largo de En camping-car, el escritor francés nos lleva de vacaciones por Estados Unidos y por países de la cuenca mediterránea en compañía de su familia y de amigos de sus padres. En este libro están recogidos los años ochenta desde la mirada de un niño de clase media francesa, y también, los dramas y alegrías que solo se pueden experimentar en la infancia. Son particularmente sugestivas las reflexiones de Jablonka sobre cómo autorretratarse en un relato. Los tres yoes narrativos que él detecta al leer este tipo de textos —el yo-confidencia, el yo-destino y el yo-totalidad, que es el que recapitula el curso de una existencia comenzando por el final— no le convencen, por eso propone otro modo de hablar sobre sí mismo que implica “entender en qué medida nuestra unicidad es producto de un colectivo, de la historia y de lo social”. Jablonka elige narrar desde un “yo-problema construido bajo la mirada de las ciencias sociales”, lo cual no le resta a su libro ni un ápice de frescura, pues se encuentra plagado de anécdotas y de palabras que conforman un léxico familiar, por emplear el término que acuñó Natalia Ginzburg. Uno de estos vocablos propios de su familia es“spot”, una palabra clave en la lógica del campista, ya que es el punto donde se decide pasar la noche: “Nosotros decíamos spot y la palabra tenía una carga afectiva ligada al olfato, al instinto, a la inventiva que había sido necesaria para detectar el lugar y para alcanzarlo”.
El léxico familiar está también presente en La casa de los pintores de Rodrigo Muñoz Avia. El autor es consciente de la responsabilidad que implica llevar los apellidos de dos pintores canónicos de la historia del arte español del siglo XX: Lucio Muñoz y Amalia Avia. En este libro de recuerdos, el hijo de ambos esboza su vida cotidiana en la casa familiar, un oasis artístico madrileño que transcurría entre óleos, aguarrás y visitas de protagonistas del arte y de la cultura españoles de finales del franquismo y principios de la democracia como Antonio López, Juana Mordó o Cristóbal Halffter. Además de las imágenes de lienzos de sus padres, Muñoz Avia opta por incluir otras fotografías más íntimas del álbum familiar, en un ejercicio de écfrasis en el que describe en qué circunstancias y contexto se tomaron, lo que prueba que la fotografía realista funciona como detonante idóneo para una escritura confesional.
Por último, en Herido leve, de Eloy Tizón, la literatura es el elemento de mayor peso memorístico. Tizón, uno de los cuentistas contemporáneos más prolíficos en castellano, rescata y pule textos escritos a lo largo de tres décadas. En ellos reside su intimidad como escritor y lector, pero la dimensión colectiva de estas lecturas aparece ya desde el prólogo, donde el autor comenta: “Al revisarlos, me he topado con obras de autores publicados en las mejores editoriales, jaleados como imprescindibles por los suplementos culturales hace apenas tres décadas que hoy hemos olvidado y fulminado del canon por completo: no están”. En estos escritos anima a lectores y editores a dar una segunda oportunidad a “determinadas gemas desconocidas”, entre las que se encuentran La niña de Francesca Duranti o Vidas imaginarias de Marcel Schwob.
LECTURAS
El nenúfar y la araña
Claire Legendre
Traducción de Laura Salas
Tránsito, 2019
140 páginas. 16,90 euros
La vicevida: trenes y viajes en tren
Valerio Magrelli
Traducción de Ernesto Hernández Busto
Kriller, 2019
120 páginas. 14,50 euros
Diario francés. Vivir a través de cristal
Arnaldo Calveyra
Adriana Hidalgo, 2019
288 páginas. 17 euros
En camping-car
Ivan Jablonka
Traducción de Agustina Blanco
Anagrama / Libros del Zorzal, 2019
192 páginas. 16,90 euros
La casa de los pintores
Rodrigo Muñoz Avia
Alfaguara, 2019
272 páginas. 18,90 euros
Herido leve. Treinta años de memoria lectora
Eloy Tizón
Páginas de espuma, 2019
656 páginas. 24 euros
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