Anna Burns: “Vivimos ya en una distopía”
La última ganadora del Man Booker, máxima distinción de las letras británicas, confiesa que antes no llegaba a fin de mes. En ‘Milkman’, la novela que le ha cambiado la vida, construye una fábula sobre comunidades opresivas recreando el ambiente de miedo y violencia que ella misma vivió en la era más dura del IRA
Anna Burns posa en una calle del barrio londinense de Kensington, el mes pasado. CARMEN VALIÑO
El lugar es la cafetería de un Whole Foods Market que huele a verdura hervida. Fuera, anochece en una de las arterias principales del distrito londinense de Kensington. Se apaga el día después de que Theresa May consiguiera una nueva prórroga para el Brexit y se convirtiera para los tabloides en una especie de muerto viviente que volverá por Halloween. Dentro, Anna Burns, de 56 años, un serio problema pélvico que le impide pasar demasiado tiempo sentada, habla de hasta qué punto ganar el Man Booker le cambió la vida. Milkman (AdN), la novela que se impuso a lo último de Rachel Kushner y Richard Powers, los dos claros favoritos, es a la vez un mapa psicológico de lo que ocurre en una pequeña comunidad amedrentada por la amenaza de un posible fin del mundo y una fábula macabro-distópica sobre el abuso de poder y sus consecuencias. Belfast, los setenta y su adolescencia laten en Milkman, pero también lo hacen el abominable patriarcado y sus tótems —aquí encarnado por el Milkman del título: el Rey de los Renegantes, el líder de los paramilitares que se oponen a la Mano Dura del Estado— y la sororidad femenina.
“La sociedad es una gran familia de la que aprendes todo, y hay familias buenas y no tan buenas”
Antes de ganar el Man Booker, Burns no llegaba a fin de mes. Visitaba bancos de alimentos para poder comer. Así que frente al prestigio ella prima el cash. El día de 1995 en que se compró de casualidad, y sólo porque la encontró tremendamente cute(bonita), una libreta de dibujo por una módica libra, no podía sospechar que 23 años más tarde tendría que agradecerle haber ganado la mayor distinción de las letras británicas —ahora, en general, anglosajonas—. “Fue así. Yo no había pensado en escribir antes. Me compré esa libreta y, de repente, estaba anotando sueños. Mis sueños siempre han sido apasionantes, y los recuerdo perfectamente cuando despierto. Mi intención cuando empecé a escribir era la de hacer algo con esa libreta que había comprado en una tienda de útiles para artistas”, recuerda. A esa libreta siguieron otras. Y los sueños empezaron a tomar forma de otras cosas. Narraciones conscientes que nacen, dice, de forma desordenada, pero que van encontrando su camino. Milkman es su tercer trabajo, y fue escrito a medias entre una de esas libretas y su ordenador, como una manera de recomponer el pasado.
“Desde que dejé Irlanda del Norte [ahora vive en Sussex, la costa británica], no he hecho otra cosa que pensar en ella. Cuando vivía allí, no podía pensar en lo que estaba pasando. En cierto sentido es lo que le pasa a la protagonista de Milkman. Está tan cerca que en lo único en lo que piensa es en escapar. Piensa que no le gusta el mundo en el que vive, pero lo acepta. Es el único que tiene”, dice. Se sienta en un taburete. Vuelve a ponerse en pie. “Lo siento”, dice, “no acabo de estar cómoda”. Sigue hablando de la época de The Troubles —sin más, Los Problemas—, la época de la lucha armada en Irlanda del Norte de un IRA que cuando transcurre esta conversación aún no ha resucitado (hace tres semanas, una periodista fue asesinada durante unos disturbios en Londonderry). En un juego de espejos que apenas se aclara —se habla de los años setenta y de ciertos iconos pop, pero jamás se menciona el nombre del lugar que separa la carretera por la que la protagonista camina leyendo, ahora Ivanhoe, de Walter Scott; luego El castillo de Rackrent, de Maria Edgeworth—, Burns construye, nombrando a partir de sustantivos genéricos —al estilo de Los Problemas—, una faulkneriana, oscura e hipnótica fábula que demuestra que debe temerse al rumor —la fake news— como se teme al lobo feroz.
“Debemos recordar para que, a la mínima señal de alarma, podamos detener la vuelta al pasado”
Porque la vida de “la hermana mediana”, la narradora y protagonista, cambia por completo cuando el tal Milkman empieza a reducir la velocidad de su coche para avanzar junto a ella por la carretera y alguien los ve charlando, y una cámara, un clic, convierte el encuentro en una prueba de quién sabe qué. La gente empieza a recelar de ella, pero a la vez, puesto que él es una figura poderosa, ella adquiere un poder que no ha pedido. Ni siquiera las “mujeres de los asuntos”, suerte de grupúsculo protofeminista que echa cables a las mujeres asfixiadas por la maternidad múltiple —todas tienen tantos niños de los que ocuparse que tener algo parecido a una vida parece misión imposible—, pueden hacer nada por ella. “La sociedad es una gran familia de la que lo aprendes todo, y hay familias buenas y no tan buenas. El instrumento de control será siempre el miedo. Del miedo parte todo. La desconfianza y el odio que pueden acabar con el deseo de destrucción del otro”, dice. En muchos aspectos, Milkman es una distopía. Casi puede leerse como se lee El cuento de la criada.¿Se vivía en aquella época en Irlanda del Norte en tiempos distópicos? “Por supuesto. Siempre que se piensa en distopía se piensa en el futuro, pero la distopía es solo lo contrario a la utopía. La utopía es la sociedad perfecta. ¿Y acaso vivimos en una sociedad perfecta? En cierto sentido podría decirse que vivimos ya en una distopía”, contesta.
Todo, de alguna manera, remite al mundo en el que vivimos hoy —desde el cuestionamiento del abuso de poder y el abuso sexual hasta la extrema vigilancia y el rumor hecho fake news—, por más que ella esté intentando capturar, como insiste, lo que fuese que vivió de adolescente en Irlanda del Norte. No, no ha visto Derry Girls, la ficción televisiva de Lisa McGee que también aborda lo que fue crecer rodeada de violencia, amenazas de bomba, vecinos paramilitares, pero sabe que existe. Su planteamiento no tiene nada que ver —McGee utiliza un humor acidísimo—, pero de alguna manera traza el mismo mapa, y es uno del que no se ha hablado lo suficiente. “No podemos olvidar lo que ocurrió. Debemos recordar para que, a la mínima señal de alarma, podamos detener la vuelta al pasado”, dice. Aunque tiene sentimientos encontrados al respecto. “Es cierto que para que el odio no se perpetúe, debemos llegar a una especie de punto muerto en el que sepamos lo que no queremos repetir, pero a la vez intentemos vivir como si nada de eso hubiera existido, para poder avanzar”, añade.
Milkman. Anna Burns. Traducción de Maia Figueroa Evans. AdN, 2019. 352 páginas. 19 euros.
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