martes, 8 de julio de 2014

OHM ▲ Fernando Sorrentino / De periculis cinaræ

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Costumbres del alcaucil

Fernando Sorrentino
Costumbres del alcaucil

Habits of the Artichoke

Mœurs de l’artichaut


Muy pocas personas conocen el pasaje Ohm. Su única cuadra de extensión corre cerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas. En un pequeño departamento con balcón al contrafrente vivo yo.
Yo alcancé los cuarenta y ocho años sin querer —o sin poder— casarme. Vivo solo y me arreglo bastante bien. No soy agricultor ni botánico, sino profesor de castellano, literatura y latín: nada sé de aquellas ciencias rurales y naturales, pero algo conozco de lingüística y etimologías. Desde estos campos empecé mi acercamiento al alcaucil.
Como se sabe, un buen porcentaje del léxico español reconoce su origen en la lengua de los invasores árabes del siglo VIII. A veces éstos crearon el vocablo mediante el recurso de conferir forma árabe a un sustantivo latino (o neolatino) corriente en la España de entonces.
Tal es el caso de la palabra mozárabe caucil, proveniente del latín capitiellum, que significa «cabecita». De manera que alcaucil (artículo + sustantivo) significa «la cabecita». Este nombre popular posee, digamos, mayor «expresividad» y «utilidad» que el término científico Cynara scolymus.
Veamos por qué.
En Buenos Aires nadie ha visto una planta de alcaucil. De las verdulerías nosotros conocemos, precisamente, esas cabecitas muertas cuyo corazón (mejor llamado receptáculo) y las bases de cuyas hojas (mejor dicho,escamas) son, por cierto, muy sabrosos. Ahora bien, estas cabecitas guardan el germen de la flor, y el horticultor las arranca de la planta antes de que aquélla llegue a desarrollarse, pues, de no hacerlo así, luego se endurecen y ya no son comestibles.
Durante toda mi vida, yo fui un ignorante total en lo que a morfología, vida y costumbres del alcaucil respecta. Ahora, en cambio, puedo decir, sin pedantería, que he adquirido bastante información y que me he convertido en una suerte de módica autoridad en la materia. Admito, sí, que, sobre el alcaucil, es más lo que me resta por aprender que lo que he aprendido.
El alcaucil puede cultivarse en una maceta, de proporciones más bien amplias. Como es una planta áspera y sufrida, una especie de cardo, requiere escasos cuidados; se desarrolla en seguida; alcanza, de altura, un metro y, en extensión horizontal, una longitud que, hasta ahora, resulta imposible determinar.
Aunque, en general, no me interesan ni me atraen las plantas, acepté con fingida gratitud el alcaucil que me regaló una vecina apodada la Chiche: ésta es una señora de cierta edad y de anteojos, simple y aburridora, que tiene un hijo, más bien de escasas luces, llamado Sebastián.
El joven Sebas —así apocopado por su madre y sus amigos— terminó el tercer año con arduas dificultades. Ignoro por qué me avine a impartirle gratuitamente clases particulares de castellano para que intentara aprender en pocos días lo que no había logrado ni siquiera sospechar en los once o doce meses anteriores.
Nada me cuesta declarar que soy un excelente profesor de castellano, con la experiencia —y el cansancio— de veinte años de tiza y pizarrón. Pero Sebas —inapelablemente palurdo y de tropezado razonamiento— resultó, tal como yo lo preveía, reprobado con justicia por la mesa examinadora del mes de marzo.
La señora Chiche —fanatismo maternal a un lado— supo comprender que la deficiencia no estaba en mí sino en su hijo y, para agradecerme de alguna manera, me regaló la susodicha planta de alcaucil.
La señora Chiche llegó a mi departamento, estuvo un rato, emitió abundantes errores e imprecisiones, no prestó la menor atención a ninguna de mis palabras, me hizo conocer su visión desencantada del mundo y, ¡por fin!, se retiró, dejándome la habitual sensación de desagrado que me producen las personas de escasa inteligencia e ilimitada incultura. Y, junto con cierto mal humor, ahí quedó, en el balcón, en su maceta roja y blanca, la planta de alcaucil.
Poco a poco, fue prodigándose en múltiples cabecitas (alcauciles) de color verde apagado. Por su propio peso, los alcauciles fueron doblegando la resistencia de los tallos y empezaron a reptar por el suelo del balcón, como si fueran las múltiples garras de un animal amorfo y difícil de reconocer, una suerte de erizado pulpo terrestre, con algo de la dureza pétrea y verdusca de las bestias prehistóricas.
Así habrá transcurrido una semana.
Años enteros he luchado sin éxito contra las hormiguitas rojas, esos bichitos invencibles y omnívoros diseminados en infinitas cuevas por todo el departamento. Una tarde me hallaba sentado en el balcón; leía el diario y tomaba mate.
Entonces vi que cuatro de las tantas cabecitas de la planta estaban dadas a la caza de hormigas rojas. Su técnica era, a la vez, muy sencilla y muy eficaz. Con las hojas abajo y el tallo arriba, corrían a modo de arañas, apresaban con delicada exactitud a la hormiga y, mediante rápidos movimientos de tracción y masticación, la llevaban hasta el centro del alcaucil, por donde era ingerida.
Observando con atención, podía advertirse, en los puntos de ensanchamiento del tallo móvil o tentáculo, que los cadáveres de las hormigas eran trasladados hasta el tallo central, donde —imaginé— se hallaría el aparato digestivo del alcaucil. En películas documentales yo había visto más de una vez algo parecido: cuando la culebra traga una laucha o una rana, uno puede percibir la forma del cuerpo de la víctima que se desliza por el interior del cuerpo del victimario: de esta misma manera comían también los alcauciles.
Sentí alegría. Este hecho me pareció auspicioso. Los alcauciles eran infatigables y terriblemente hambrientos. Pensé que, en poco tiempo, lograrían triunfar donde yo fracasé durante años: que terminarían, de modo contundente, con todas las hormigas rojas del departamento, esas hormigas que yo, en mi impotencia, tanto aborrecía.
En efecto, así fue. Llegó el momento en que ya no vi ninguna hormiguita roja. Entonces el alcaucil se extendió en la busca de otros alimentos.
Algunos alcauciles estrangularon y devoraron a las demás plantas del balcón: malvones, geranios, un rosal siempre fracasado, unos helechos antiquísimos, un bravío cacto espinoso. Otros alcauciles, en cambio, prefirieron cavar la tierra y capturaron lombrices útiles y sabandijas perjudiciales. Un tercer grupo trepó por las paredes y penetró en lo hondo de los antros de las arañas.
En verdad, esos alcauciles tenían buen apetito, y crecían. Crecían siempre. No tardaron mucho tiempo en ocupar todo el balcón. A modo de enredadera, se tendieron por el piso, por el techo, por las paredes, en vueltas y revueltas que los convirtieron en selva inextricable.
Debo confesar que, en este punto, me asusté un poquito: temí, estúpidamente, que el alcaucil continuara creciendo hasta ocupar todo el departamento.
—Muy bien —le dije—. Si ésa es tu intención, te condeno a morir de hambre.
Bajé las cortinas de madera gris y cerré herméticamente los vidrios de los ventanales del comedor y del dormitorio. Estaba seguro de que, privado de alimento, el alcaucil empezaría a languidecer, a debilitarse, a encogerse, y terminaría por agostarse en briznas resecas hasta morir.
Adopté esa medida precautoria el lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué conflicto laboral, en mi colegio no hubo clases hacia el final de la semana. Aproveché entonces para hacerme una escapadita a Mar del Plata, en compañía de una especie de novia —por cierto, ya madura— que tengo desde hace muchísimos años, que es profesora de matemática y que se llama Liliana Tedeschi. Ambos devotos del tren y refractarios al ómnibus, partimos de Constitución el miércoles por la noche y pasamos luego cuatro hermosos días en aquella grata ciudad otoñal.
El domingo 17 de abril, hacia las ocho de la mañana, me hallé de regreso en mi departamento de la calle Ohm. Como temo a los ladrones, tengo puerta blindada y dos cerrojos de seguridad. Con el modesto orgullo de ser tan previsor, abrí el primer cerrojo, abrí el segundo, empujé la puerta. Noté que ofrecía cierta resistencia: no demasiado firme, es verdad, pero resistencia al fin.
Entré entonces en una suerte de bosquecillo de alcauciles. Me recibió una fuerte corriente de aire: en mi ausencia, estos individuos habían primero devorado las maderas de la cortina enrollable y luego destrozado los vidrios de los ventanales. Ahora, como ingentes medusas, se hallaban esparcidos por todo el departamento, y cubrían metódicamente pisos, paredes y cielos rasos, reptaban por los rincones, se encaramaban a los muebles, investigaban agujeros y recovecos...
Esto fue lo que vi en una primera mirada general. En seguida intenté obtener un cuadro más sistemático de la situación. Aunque traté de mantenerme sereno, aquellos abusos no pudieron menos que indignarme.
Los alcauciles habían abierto la heladera, el freezer y todas las alacenas, y habían comido el queso, la manteca, las carnes congeladas, las papas, los tomates, los fideos, el arroz, la harina de trigo, las galletitas... En el piso de la cocina me topé con frascos, ahora vacíos, de mermelada, de aceitunas, de pickles, de chimichurri...
Habían devorado todo lo humanamente devorable y ahora —ante mis ojos coléricos— se dedicaban también a todo lo alcaucilmente devorable, que, según estaba viendo, era toda materia orgánica —muerta o viva—, y se hallaban desgarrando, royendo y mascando el cuero y las plumas de los sillones y las maderas de los muebles. Y se hallaban desgarrando, royendo y mascando los libros, ¡oh, Dios, mis libros queridos, reunidos con amor a lo largo de más de treinta años, mis libros subrayados y comentados —jamás con tinta, siempre con lápiz— por mi letra prolija y cuidadosa una y mil veces!
No tengo cuchilla de carnicero pero sí una tijera para trozar pollos. Coloqué un tallo de alcaucil entre las dos hojas de acero y —con odio, con jubilosa impiedad— cercené la abominable cabecita enemiga.
El alcaucil decapitado rodó unos centímetros. En el mismo instante, el tallo seccionado se multifurcó en no sé cuántos tallos menores y, simultáneamente, nacieron quince, veinte, cincuenta cabecitas que, furiosas, se lanzaron contra mí, intentando morderme los zapatos, las piernas, las manos.
Entonces, y como pude, retrocedí hacia la zona del baño y del dormitorio, donde la densidad de alcauciles por centímetro cuadrado era mucho menor. Soy una persona —creo— bastante lúcida y no me hallaba dispuesto a perder la calma: sólo quería serenarme y reflexionar un poco, pues no dudaba —siempre tuve mucha confianza en mí mismo— de que hallaría pronta solución al problema de los alcauciles.
Razoné.
Durante mi ausencia, ¿qué los había exasperado y hasta enloquecido? Sin duda, la falta de alimentos. En efecto, durante las semanas anteriores —cuando se hallaban normalmente nutridos—, los alcauciles habían manifestado una conducta digna y juiciosa. Bastaría, pues, con proveerlos de la comida necesaria para que volvieran a ser los calmos y mansos alcauciles de otrora.
Desde el teléfono del dormitorio —casi no había cama, ni mesitas de luz ni placares ni ropas— llamé al mercadito Los Dos Amigos. El primer amigo vende carne; el segundo amigo, verduras y frutas. Al primero le encargué ocho kilos de menudencias bien baratas: hígado, bofe, huesos. Al segundo, papas y zapallos, que cuestan poquísimo y rinden mucho. Les pedí que me mandaran todo en seguida: así aplacaría, por el momento, el hambre de los alcauciles. Más adelante buscaría —y hallaría— la solución definitiva.
Mientras los alcauciles y yo esperábamos los víveres, ellos continuaban royendo. El ruido que produce su roer es similar al de sacudir una caja de fósforos, con la salvedad de que nadie está todo el tiempo sacudiendo una caja de fósforos, y, en cambio, los alcauciles roían, roían, roían todo el tiempo. Continuaban royendo los restos de los muebles: tragaban la madera y desechaban la laca y los elementos metálicos o plásticos.
Pensé: «Mientras tengan algo para comer, estaré a salvo.» Y, en seguida: «Cómo tardan Los Dos Amigos.»
Entonces sonó el timbre (no el del portero eléctrico sino el del departamento): sonó con ese tipo de llamado largo e impaciente que yo aborrezco. Anticipándose a mi movimiento, un alcaucil presionó hacia abajo el picaporte y abrió de par en par la puerta.
En el vano, sobre el fondo más oscuro del pasillo, con delantal blanco y gorrita blanca, y con una enorme canasta de mimbre sostenida por ambas manos, apareció el muchacho gordo y rudimentario que muchas veces yo había visto lavando la vereda del mercadito Los Dos Amigos.
El muchacho —descomunal zopenco de veinte años y cien kilos de peso— vaciló un instante entre saludarme y avanzar. Otra cosa no pudo hacer: en segundos fue envuelto por una telaraña verde, dúctil y eficaz de cuarenta o cincuenta alcauciles. No llegó a gritar ni pudo mover los brazos. Con alcauciles en los ojos, en el cuello y dentro de la boca, semiestrangulado, y no sé si vivo o ya muerto, fue arrastrado —con ligereza de pluma— hasta el centro del comedor, y allí los alcauciles, en áspero tumulto, se dieron a la tarea de horadar y carcomer al muchacho gordo del mercadito, y también su canasta de mimbre, y las papas y los zapallos, y el hígado y el bofe y los huesos.
Aquella imagen de los pequeños alcauciles que recorrían el gran cuerpo me recordó la de las hormiguitas rojas cuando seccionan una cucaracha muerta, o viva.
Mientras estos alcauciles ingerían al muchacho, otros habían echado llave a la puerta del departamento y mantenían ahora aquélla en su poder, lejos de mi posibilidad de alcance.
Entonces me encerré en el cuarto de baño, recinto aún del todo libre de alcauciles. Corrí el pasador metálico y, sentado en el borde de la bañadera, traté de imaginar un rápido plan para derrotar a los alcauciles. Con muchos nervios y con poco tiempo, apenas si llegué a esbozar la idea de provocar un incendio. Pero, ¿qué incendiar?: ya casi no quedaban cosas inflamables, mi casa sólo era un esqueleto de materias inorgánicas.
Estas especulaciones, y otras parecidas, resultaban, al fin, ociosas e inoperantes. Lo mejor —me dije— será no pensar en nada. Y esperar. Sentado en el borde de la bañadera, esperar. Contemplando con estúpida atención esos objetos familiares tan desprovistos de interés: el lavatorio, el espejo, los azulejos...
Los alcauciles ya han empezado a roer y perforar la puerta del cuarto de baño en veinte puntos distintos. Pronto habrá allí veinte boquetes y, en seguida, veinte cabecitas de un verde apagado que avanzarán hacia mí.
Yo espero: ni resignado ni pasivo. He arrancado la barra del toallero y la empuño a modo de garrote: no me entregaré sin resistencia; trataré de inferirles el mayor daño posible.
Repito lo que dije al principio: he aprendido bastante —pero aún ignoro muchas cosas— sobre las costumbres del alcaucil.
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el dispensador anota en su margen ► La ley de Ohm, postulada por el físico y matemático alemán Georg Simon Ohm, es una ley básica de la electricidad. Establece que la intensidad de la corriente I que circula por un conductor es proporcional a la diferencia de potencial V que aparece entre los extremos del citado conductor. Ohm completó la ley introduciendo la noción de resistencia eléctrica  R; esta es el coeficiente de proporcionalidad que aparece en la relación entre I y V:
 I=   \frac{V}{R}
En la fórmula, I corresponde a la intensidad de la corriente, V a la diferencia de potencial y  R a la resistencia. Las unidades que corresponden a estas tres magnitudes en el sistema internacional de unidades son, respectivamente, amperios (A), voltios (V) y ohmios (Ω).
Georg Simon Ohm nació en Erlangen (Alemania) el 16 de marzo de 1789 en el seno de una familia protestante, y desde muy joven trabajó en la cerrajería de su padre, el cual también hacía las veces de profesor de su hijo. Tras su paso por la universidad dirigió elInstituto Politécnico de Núremberg y dio clases de física experimental en la Universidad de Múnich hasta el final de su vida. Falleció en esta última ciudad el 6 de julio de 1854.
Poniendo a prueba su intuición en la física experimental consiguió introducir y cuantificar la resistencia eléctrica. Su formulación de la relación entre intensidad de corrientediferencia de potencial y resistencia constituye la ley de Ohm, por ello la unidad de resistencia eléctrica se denominó ohmio en su honor.
V =R\cdot I \quad ; \quad R= \frac V I \quad ; \quad I= \frac V R
Sufrió durante mucho tiempo la reticencia de los medios científicos europeos para aceptar sus ideas pero finalmente la Real Sociedad de Londres le premió con la Medalla Copley en 1841 y la Universidad de Múnich le otorgó la cátedra de Profesor de Física en 1849.1
En 1840 estudió las perturbaciones sonoras en el campo de la acústica fisiológica (ley de Ohm-Helmholtz) y a partir de 1852 centró su actividad en los estudios de carácter óptico, en especial en los fenómenos de interferencia.



el dispensador dice: 
a veces los extremos se tocan, y nadie entiende los por qué que han antecedido a dicho encuentro... no comprende los motivos químicos, mucho menos los atómicos, ni siquiera los eléctricos... y dado que las brujas fueron supuestamente exterminadas durante la inquisición eclesiástica del medioevo... han perecido los conocimientos alquímicos que sabían de los conocimientos Ptolomeicos, o Alejandrinos, que describían cómo se puede colocar una estatua de piedra en el centro de un recinto y sostenerlo mediantes imanes, sin otra cosa que la sostenga... como sea... el alcaucil, odiado por mi persona, tiene una extraña vinculación con las energías nucleares... ejerciendo una mucho más curiosa sociedad con un neutralizador de las radiaciones atómicas equivalente a los efectos del brócoli... del girasol... de la maldita marihuana... y del insuperable ginkgo biloba, sin omitir (por las dudas) los cactus y los cardones, entidades vegetales que han superado las peores tormentas radioactivas ejercidas por el Sol a través de los tiempos, según constaba en las cuentas largas de los Quichés (Mayas), prolijamente desaparecidas a manos de las indigencias ignorantes de cardenales y obispos y otros sotanescos... 

claro está, dada la soberbia reinante en esta generación humana, nadie sabe y mucho menos reconoce que nuestro amado SOL, de vez en cuando, muy de vez en cuando, emite energías conteniendo Helios desconocidos, capaces de irradiar (esterilizar) cualquier cosa que se le cruce... acaso, ¿quién ha visto un helio con tres, cuatro o cinco electrones?... si nadie lo vio, no existe... y se terminó... aún cuando dicho "helio" exista y de vez en cuando golpee fiero la atmósfera terrestre... si no, que se lo pregunten a los mismísimos ancestros americanos que lo tenían debidamente documentado para una posteridad que nunca llegó, porque antes llegaron los inquisidores y los conquistadores, quemando cuanta biblioteca había en la América nativa y andina... ¿lamentable?, sí... pero para eso estamos los que portamos la "memoria del karma"... esa que se acumula a través de cada una de las vidas...

la desintegración atómica no es un tema menor... bueno sería considerarlo por los ejemplos de Chernobyl, indetenible... bueno sería considerarlo por los ejemplos de Fukushima, indetenible... no son pocos los especialistas que han recomendado rodear las plantas nucleares con las otras mencionadas plantas del reino vegetal superior... pero las necedades están a la orden del día, y los i r (responsables) no escuchan, no ven, no atienden, porque la Tierra está envuelta en urgencias comunes a las locuras y sus desquicios, una especie de Alzheimer global que tiene a todos medio idiotas, haciendo referencia a realidades inexistentes, omitiendo apreciar las otras realidades que están exterminando a la especie humana...

los alcauciles, tal te dije, no son de mi agrado... pero amo las tunas... no sus espinas... aunque les tengo un singular respeto... porque algo me atrae hacia las pinchudas expresiones de los desiertos, con o sin arenas... 

los alcauciles, tal te dije, no son de mi agrado... los aborrezco desde niño... pero no me sucede lo mismo con el ginkgo biloba, y dicho sea de paso te cuento que he visto con desesperación cómo la ignorancia municipal de Cafayate, serruchó para siempre un ejemplar ubicado en un ángulo de su plaza central, seguramente desconociendo el daño que estaban haciendo al aire de la región... desconociendo que fue el único árbol (de la familia de los pinos) que sobrevivió a la bomba atómica que se comió los destinos de los inocentes de Hiroshima y Nagasaki... pero la ignorancia domina cualquier paisaje, así es que a no sorprenderse... debe tenerse presente que la ignorancia habilita al desprecio, a la discriminación, y a mentir los afectos, asumiendo que la creación es una estupidez bíblica, cuando en verdad ésta (la creación) estaba escrita mucho antes que a alguien se le ocurriera la Biblia... 

los alcauciles, tal te dije, no son de mi agrado... los aborrezco desde niño, extendido el efecto hacia esta vejez desmadrada... pero sí puedo decirte que le temo más a ciertas personas que a los propios alcauciles... la maldad de las personas no guardan límites y pueden alcanzar niveles increíbles de canibalismos amorosos, en cambio los alcauciles se limitan a comer lo que tienen en cercanía de sus macetas...

como sea, donde están las plantas mencionadas previamente, la radiación solar que impacta sobre suelos, aguas y aires, es de menor rango... significativamente menor... modificando los ohmios y otras intensidades que el humano aún no conoce...

dado que soy un viajero del tiempo he tenido la gracia de poder ver cosas inimaginables, impensables, jamás escritas, y aún cuando lo hayan sido (escritas)... fueron quemadas allá por el 1551 cuando la inquisición descubrió que los americanos sabían y hablaban de cosas que en la Europa Medieval se negaban, y por las cuales muchas almas inocentes iban a parar a las hogueras... ello se tradujo en el mayor genocidio de la historia humana, jamás reconocido, jamás asumido, y aún cuando Juan Pablo II haya pedido perdón por los males ocasionados... los destinos truncos tienen la propiedad de revelarse en todo aquello que la naturaleza demanda para hacer arrodillar al hombre ante sus vanidades... y sus miserias... y sus mezquindades... y sus necedades...

más allá de los alcauciles carnívoros... justo es reconocer que dicha propiedad la asumen cuando se los coloca en maceta, o en centros urbanos demasiado poblados, donde los aires son escasos y por las densidades humanas, se cortan con cuchillos (aires)... ya que cuando los alcauciles crecen a campo abierto, se comportan educadamente, asumiendo un perfil bajo que no los hace ver como devoradores de ilusiones, sueños u otras esperanzas... más aún, supe tener una casa en Buenos Aires, donde mientras en las macetas colocaba plantas para intercambiar fotosíntesis entre mentiras, traiciones versus humanismos... me vi sorprendido porque las traiciones pudieron con los humanismos, y al verme cercado, no me quedó otra alternativa que huir hacia mi mañana necesario... ya que de no haberlo hecho, a estas horas estaría muerto... recibiendo llantos cocodrilescos sobre alguna tumba olvidada, ya que no eran pocos los que querían enviarme a la hoguera para salvarse de mi persona... y peor aún, de mis convicciones... allí comprendí que la obsecuencia reina sobre cualquier convicción, en especial en los espíritus dominados por las miserias humanas...

como sea, los alcauciles no son tan malos como parecen...

ciertas personas... suelen ser mucho peores que los alcauciles... los de maceta claro está...

ya viejo... me pierdo entre los cactus y cardones de altura de la cordillera de los Andes... hablamos amablemente... de las radiaciones y las energías eléctricas... me cuesta caminar y mucho más permanecer parado, no obstante lo cual, obstinado como soy, admiro la pasividad científica de estas pinchudas entidades de las alturas, ellas hablan sólo con quienes son reconocidos por la calidad de sus espinas... y dado que regreso a la Tierra de vez en cuando... ya me conocen... desde los gingko bilobas hasta las sequoias y los baobabs... por ende soy como de sus familias... ¿será por eso que me decían que era un vegetal?... lo tengo asumido, sólo en silencio se ama. JULIO 08, 2014.-












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