Olvido García Valdés: «Están muy solos también los animales»
Día 11/08/2014 - 13.12h
La autora de poemarios como «Y todos
estábamos vivos», Premio Nacional de
Poesía, propone «pararse, dejar que las
cosas entren», escuchar más a los otros,
incluidos los animales
CORINA ARRANZ
Sin conocerla, sus ojos, de pájaro tierno e inquisitivo, podrían intimidar. Por su inteligencia. Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) es una lectora apasionada y lúcida del mundo, que comparte en poemas que nunca tratan de gritar, hacer ruido, enfatizar. Piensa cada pregunta, casi con el mismo silencio cargado de sentido que emplea John Berger. Habla con suavidad, como quitándole importancia a lo que dice, pero sopesando cada palabra, su peso en oro, su peso en viento. Víctor García de la Concha escribió en ABC a cuenta de «ella, los pájaros»: «Anotemos este nombre, anotemos este nombre en el catálogo restringido de las voces poéticas».
Hablamos cuando julio ya es ceniza, en un rincón casi secreto del Jardín Botánico de Madrid al que hemos llegado buscándolo, pero sin haberlo previsto, sin saber que en él iba a estar, parada, todo el tiempo, un hermoso bronce de una de las hijas (Marcela; la otra, Esperanza López Parada, poeta también, es amiga de Olvido) del escultor Julio López. La muchacha tiene una dalia entre las manos. Hablamos a su espalda, entre urracas, carbonerillos y, de vez en cuando, la brisa entre las hojas. Autora de libros como «Y todos estábamos vivos», que mereció el Premio Nacional de Poesía, su última obra se titula «Lo solo del animal», y es uno de esos libros de poemas capaces de hacer ver, y vibrar, a quienes raramente se asoman a la poesía. A Olvido García Valdés, filósofa y filóloga, profesora de lengua y literatura en un instituto, codirectora de la revista «Los infolios», y fundadora de la añorada «Los signos del gorrión», sabe, sobre todo, escuchar. Por eso dice con tanto fundamento. De fondo, tras las mamparas de follaje y troncos antiguos, llega el rumor de la ciudad, amortiguado, como en los primeros compases de «Vania en la calle 42», la maravillosa aproximación de Louis Malle y Andre Gregory a la obra de Antón Chejov. Ella cree que «están muy solos también los animales», y que aprenderíamos más si escucháramos más. A los otros. A los animales. A los árboles.
—¿Cuál es el estado general de su ánimo en este momento, recién llegada de un viaje transoceánico desde Colombia?
—Estado de ánimo no sé si hay. Hay el descoloque del cambio de horario de un viaje largo, y también el descoloque de dos países y dos lugares tan distintos. Alguien decía que cuando uno vuelve de América llega primero el cuerpo y luego el alma, al cabo de quince días o así, porque va más despacio. Sí, es una impresión fuerte. Yo conocía sólo Cartagena de Indias; ahora estuve en Medellín. Colombia es un país hermosísimo, y muy vivo, y muy complicado, como se sabe.
—¿La sensación del jet-lag se puede parecer a la que tal vez experimentó tras quedarse estudiando toda la noche antes de un examen y cuando llegaba la hora uno tenía un estado de lucidez exacerbada, que después no se correspondía con la realidad? Un estado de percepción acentuada, por la falta de sueño, por el cambio de hora.
—Lo que pasa es que yo esa lucidez exacerbada la sentía antes del examen. Tomábamos aquellas anfetaminas, centraminas, para estudiar... Era un estado maravilloso. Había ahí una forma de ver las cosas, con una claridad, sí, lucidez, esa es la palabra. Después del examen ya no, todo era más turbio. Era antes, en la noche. Esas noches eran extraordinarias.
—¿Y eso no le llevó a caer en las drogas, en busca de esa percepción exacerbada?
—¿Cuál es el signo del gorrión y cuándo se dio cuenta de que las palabras servían para nombrar el mundo?
—Pero Cornell las compraba en Nueva York, ¿no? ¿No llegó a ir a Valladolid?
—servían para nombrar el mundo... ¿Eso ocurrió antes, supongo?
—«Falta de atención» es un hermoso poema de Wislawa Szymborska. De la atención escribió con detalle Simone Weil. ¿Es la atención su forma de estar en el mundo, la que más nos puede consolar?
—¿Qué reforma cree que sería más urgente para la sociedad española?
—¿Para la sociedad española?
—¿Si tiene alguna idea al respecto?
—Para la sociedad española...
—¿O, de otra manera, para nuestros contemporáneos?
—Pues sí, estaría bien pararse, mirar. Sobre todo, escuchar. Escuchar a los otros. Claro, es que vivimos en este mundo tan enloquecido, por ejemplo, de la política. Quiero decir que ahí todos hablan y nadie escucha. Eso yo creo que está un poco en la raíz de esa falta de credibilidad.
—Hablando una vez con Harold Bloom en Nueva York nos comentó que lo que más le fascinó del Quijote era precisamente la capacidad de escucha entre Don Quijote y Sancho, y cómo de tanto escucharse uno a otro se iban transformando uno en otro. Echaba de menos esa escucha tan atenta.
—Es eso, sí, yo creo que eso sería un inmenso cambio, aunque parezca una cosa tan pequeña. Escuchar lo que el otro dice, lo que pasa, desarrollar la empatía. Ver qué les pasa a los demás. Prescindir a lo mejor más del ego, del colectivo y del personal. Sí, mirar, escuchar...
—¿Qué libros han dejado una huella más honda en su formación poética y sentimental?
—Muchísimos; muchísimos, y sería muy complicado elegir. Por ejemplo, en mi época de formación fue muy importante Unamuno. Hablo de adolescente, de quince años. Yo a Unamuno lo leí en esa época. Pero en ese mismo momento leía también unas novelas de un escritor inglés ahora muy poco conocido, Charles Morgan, muy idealizante; yo creo que me influyeron bastante. Un poco después para mí es fundamental Antonin Artaud. No sé, habría muchos nombres. Un libro como «El amor y Occidente», de Denis de Rougemont, un libro de los años treinta reeditado en los setenta y también recientemente. «El bosque de la noche», de Djuna Barnes, creo que fue también muy importante. Pero también «Bajo el volcán», de Malcolm Lowry, y Virginia Woolf, Katherine Mansfield. Pero también Rulfo, también Vallejo... Sería hacer una lista de libros y de nombres maravillosos.
—Aunque Unamuno es poeta, la gente no lo recuerda sobre todo como poeta, pero hablando de poetas ¿cuál fue el primero que le produjo una conmoción?
—Yo creo que el primer poeta que leí, muy joven, creo que era en sexto de Bachillerato, con quince años, debió de ser Antonio Machado, y Miguel Hernández; después, Neruda. Es un poco la época. Sí, Machado siempre ha estado ahí.
—¿Y sigue presente?
—¿En qué medida el dibujo que va conformando su vida se parece al que soñó cuando empezó a tomar conciencia de que la vida iba en serio?
—Eso es todo muy raro. Porque yo cuento siempre que mi crisis en la vida es la de los treinta. No la tengo a los cuarenta, ni a los cincuenta, ni a los sesenta. A lo mejor a los setenta vuelve. Pero en realidad fue la crisis de los treinta, que ocurrió más a o menos a los 33, 34 años, y esa es la crisis de madurez, en la que te das cuenta de que estás trabajando, has acabado tu carrera, tienes un hijo, escribes, pero nada es como tenía que ser. Como tú imaginabas que iba a ser, como tú querías que fuera, como pudiera haber sido. No habías hecho nada. Claro, a esa edad ahora los jóvenes se perciben como jóvenes. Con 34 años se creen muy jóvenes. Creo que en mi generación éramos muy mayores. Me había casado, me había separado, tenía un hijo de ya 15 años, etcétera. Y estás trabajando. Y tienes la sensación de que no has hecho nada. Y ahí es donde empiezas a hacer algo, solo en esa falta de consistencia que eres, de la que te haces consciente. A partir de ahí vas haciendo poquito a poco. Yo tuve una ventaja grande, y es que nunca he vivido de la literatura, ni me he acercado a ella desde ese lado. Es decir, mi ocupación profesional fue la enseñanza, de manera que en realidad la poesía para mí es un terreno inicialmente privado. Publico muy tarde; en el 86 sale un primer librito, que es una «plaquette», poco más, en una colección que crearon en ese momento dos escritores jóvenes que habían sido alumnos míos en el instituto, Luis Santana y Miguel Herrero. Bueno, y luego, poco a poco, con los años, vas haciendo los libros.
—¿Y el dibujo que se ha ido concretando? ¿O la foto que el revelado va mostrando?
—¿Podría decirla?
—Sí, sí.
—Juan Carlos Onetti habla del chivo expiatorio «que tiene toda sociedad convencional que desprecia al artista y al creador de ficción». ¿Para qué sirven los artistas? ¿Para qué sirve la literatura?
—Voy a entrevistar dentro de unos días a Aurelio Arteta, que tiene un libro, «La virtud en la mirada: ensayo sobre la admiración moral», en el que habla de la admiración como una de las virtudes menos apreciadas...
—A mí me parece importantísima. Me gusta mucho admirar, y valorar, y contar lo que uno admira y valora.
—¿Debe algo «Y todos estábamos vivos» a Comala y a «Pedro Páramo»?
—¿Y sus polisemias?
—Y sus polisemias. Yo lo veo siempre como un título abarcador, dentro de las fricciones, asperezas que nos ocurren en la vida, y que en los poemas también están. Pero al mismo tiempo, que esa mirada pueda ser abarcadora, que dé cabida a todos [y mientras lo dice se suman a las voces lo que parecen cornejas o urracas, pero acaban siendo urracas].
—¿Puede invitar a muchos a entrar?
—Sí.
—¿Hasta qué punto comparte el dictum presocrático de que «carácter es destino»?
—¿Lo que decía Unamuno de desnacer?
—¿En qué medida el uso de las minúsculas en los títulos de algunos de sus libros y en muchos de sus poemas es una declaración de intenciones, una forma de estar en el mundo?
—Siguiendo con Heráclito, ¿es como meter una mano en el agua y coger una hoja que pasa?
—Sí.
—¿Qué filósofos y escritores le sirven de inspiración a la hora de vivir y a la hora de pensar ahora mismo?
—Hay muchos. Yo creo que funciono por asimilación, de tal manera que muchas veces no sabría decir de dónde proceden las cosas. Y seguramente proceden de las lecturas y de lo que uno trae de atrás. Para mí ha sido muy importante Wittgenstein, siempre, en sus dos maneras o momentos, esa forma de plantear las cosas. Fue muy importante Pascal, Spinoza. Sartre. Nietzsche. Nietzsche, quizá el que más. Y después, claro, otra gente, Deleuze, Foucault. Foucault, por ejemplo, nos aclaró mucho la cabeza, ¿no?
—Los poemas respiran en la página, con los blancos, con el juego de las páginas pares e impares, que en algunos libros dejan libre el espacio para que el poema cobre más vuelo. ¿Se lee poesía igual en internet, o el soporte no es más que un fetichismo?
—Usted dijo en una entrevista: «las preocupaciones metafísicas son las que nos amarran a lo real». ¿Cómo, de qué manera?
—Mire, esos son dos carbonerillos [dice señalando a dos pájaros que se han venido a picotear al suelo, cerca de donde hablamos]. ¿Cómo, de qué manera? O sea, lo real es esto, pongamos[dice señalando con el abanico el techo vegetal que nos da sombra y nos cobija el último martes de julio en Madrid], y lo real cuando se vive con una intensidad determinada, por ejemplo esto maravilloso que es el Jardín Botánico, estos árboles viejísimos, y este espacio, y este aroma, y estas luces y sombras y todas las cosas que estamos percibiendo. Eso cuando lo percibes mejor es cuando te das cuenta de que tú mayormente estás hoy, y a lo mejor puedes venir mañana, y a lo mejor puedes venir el año que viene, pero a partir de un momento determinado, no; ahí hay una falla, todo es efímero. ¿Qué más amarre necesitamos? Ese es el único decisivo amarre que tenemos.
—Y en la misma entrevista, que le hizo Vicente Luis Mora, añade que su «preocupación por el lenguaje es la misma que la de dar caza a las cosas, es decir, a la vida». ¿Es lo que hacen los poetas? ¿Es lo que hacen o deberían hacer los periodistas?
—Como todo bicho viviente.
—Hacen lo que pueden. Pero aquí tengo que hacer un paréntesis, no con sentimiento de culpabilidad, pero sí de vergüenza, quizá. Es que no leo la prensa. Escucho la radio. No veo la televisión. Yo creo que en ese sentido soy una persona absolutamente desinformada. No, no es del todo verdad; vivo con una persona que lo primero que hace al levantarse es comprar la prensa, en papel, y que habla mucho de todo lo que pasa, y además yo creo que para percibir lo que pasa tampoco hace falta leer mucho la prensa. Por otra parte, es sabido que buena parte de las informaciones están absolutamente condicionadas por el medio, por los intereses económicos, etcétera, de tal manera que los conflictos internacionales, por ejemplo, aparecen y desaparecen a voluntad. No se sabe cuándo aparecen o desaparecen. Hoy aquí, mañana allí. Hace muchos años que no leo la prensa. Eso me creaba muy mala conciencia siempre, hasta que, cuando murió una artista canadiense, Agnès Martin, que vivió en Estados Unidos mucho tiempo, una de las cosas que se dijo es que hacía treinta años que no leía un periódico. Y me dije: bueno, no está mal. No debe de pasar nada, ¿no? Así es la cosa.
—Hablando de la poesía de María Victoria Atencia, escribe: «porque la vida es desorden, caducidad y muerte, desamor, es por lo que en lo único que es posible salvarse es en el arte o el poema que pueda trascenderla». ¿Nos engañamos más en verano?
—Vaya quiebro. ¿En el verano? No sé si nos engañamos más. ¿Usted cree que sí?
—A lo mejor los bañistas.
—¿En el verano nos engañamos más? ¿Por qué en el verano?
—Porque los periodistas, o los jefes de los periodistas, volviendo a lo de antes, a veces piensan que hay que hacer periódicos más amenos, más ligeros, porque es como si el grado de atención se redujera, y la gente quisiera tener una relación más superficial con las cosas…
—Sí; sin embargo, en verano es cuando más tiempo leemos…
—Y cuando más intensamente leemos.
—Sí, quizá cuando mejor leemos.
—En la presentación del último libro de Eli Tolaretxipi trajo a colación un texto muy lúcido de Marshal McLuhan en el que decía que «las comunicaciones, en el sentido convencional del término, son siempre difíciles. Los hombres prefieren armonizar fumando o bebiendo juntos» y que «en el mundo actual sufrimos una suerte de espejismo al creer que la comunicación es un hecho normal y cotidiano. Cuando no se produce nos espantamos. En realidad, la comunicación es la cosa más rara del mundo». ¿En qué medida sus poemas tratan de establecer comunicación con los seres de otro planeta que están aquí, que en realidad somos nosotros mismos, los otros?
—Estamos comunicando porque estamos comunicándonos.
—Es como una red de conexiones en la que la comunicación mayormente no se da para nada. En esa red funciona también esa velocidad de la que hablamos todo el tiempo, que está marcándolo todo. Se propicia además el ego, constantemente, no hay escucha ninguna para los demás.
—La autofoto (el «selfie») se ha convertido en una moda universal.
—Todo es muy raro. Entonces, respecto a los poemas, no creo que traten de establecer comunicación, no intentan eso. Es decir, los poemas –¿quiénes son? Son urracas [se han metido en la conversación dos pájaros que comentan desde la enramada], pegas, se llaman en mi pueblo, pegas–. Yo creo que no, que los poemas se escriben porque se escriben, y no tratan de establecer comunicación con los seres de otros planetas que están aquí, sino que en todo caso tratan de establecer comunicación con uno mismo, con quien escribe en ese momento, que por eso escribe. Y luego lo que ocurre, y eso sabemos que es así porque leemos, es que de alguna manera nos hablan personalmente, de una forma oscura y directa, extraordinaria.
—Sin haber leído su «De ir y venir. Notas para una poética», que leyó en la Fundación Juan March, escribí de esa presentación de «Edgar», el libro de Eli Tolaretxipi, que «Olvido García Valdés capta nuestra atención y nos invita a seguir leyendo. Ella no viene del circo, ni mucho menos, y sin embargo cuando lee lo que tenía previsto hace que miremos al cielo, a la noche que no se ve, o a Pinito del Oro, una Pinito del Oro de la lucidez encarnada aquella noche en Marshall McLuhan». En aquel «De ir y venir» cita usted a Gorostiza, que dice: «El poeta tiene mucho parecido al trapecista de circo: siempre, todas las noches, da el salto mortal. Y yo quisiera darlo perfecto». Es curioso, ¿no?
—Es buena esa frase, ¿no? Y añade: «Pues no tendría caso que en lugar del salto mortal perfecto resultara solamente el pequeño brinco».
—¿Le gusta esa imagen del poeta como trapecista?
—Él dice que intenta dar el salto mortal cada noche, y que si no lo consigue el ridículo es terrorífico.
—Pero hay que seguir intentándolo. ¿Qué la saca de quicio, si hay algo que la desquicie?
—Muchas cosas, soy muy vehemente y reacciono con vehemencia. La ira me parece una cosa difícil de controlar. Otros pecados capitales, por ejemplo, de esos que teníamos, me parecen mucho más sencillos, pero la ira… Además, en el fondo siempre me pareció que estaba bien, al menos cuando la veo en los otros, no cuando la veo en mí misma. Me desquician muchas cosas, este país en el que estamos, por ejemplo, en el que vivimos. Pero otros no son mejores, ¿eh?
—Ha escrito mucho de artistas contemporáneos, como Kiefer, Tàpies, Zush, Vicente Rojo... Desde Duchamp y los expresionistas la relación con la belleza se ha vuelto compleja, y mucha gente se queda perpleja ante lo que se dice que es arte y no lo entiende. ¿Qué es la belleza para usted en este tiempo de tantas confusiones?
—El paisaje de España se ha ido modificando a fuerza de arterias, vías, urbanizaciones, muelles, muros, antenas. ¿Cómo compagina al mirar y al escribir el paisaje mutante por la mano de obra y el paisaje que refleja todavía el cambio de las estaciones?
— «Lo solo del animal» está cargado de todo eso, de alguna manera.
—Sí, sí.
—¿Qué clase de escritora es usted? ¿Qué clase de escritora le gustaría ser?
—No tengo ni idea.
—¿Ninguna sospecha?
—No tengo ni idea de qué clase de escritora soy. Me parece a mí que escribo poco. En realidad escribía más antes. En esos cuadernos hay muchísimo material de la vida corriente. La verdad es que no interesan a nadie más que a mí en ese momento, como ocurre con cualquier cuaderno de cualquiera que escriba cuadernos. Y ahora eso, no sé por qué, lo hago menos. Pero esto que digo no responde a su pregunta. No tengo ni idea.
—«topo que trabaja galerías, gorrión/ que corre ramas». ¿Se ve a veces como un topo, a veces como un gorrión? Y esto tiene que ver con algo de lo que venimos hablando desde el principio: ¿Escuchamos demasiado poco lo que nos tienen que decir los animales y los árboles?
—Contar y cantar. ¿Qué prefiere, contar o cantar? Siendo poeta parecería esta una pregunta capciosa, pero no quiere serlo.
—Suena un poco como Simone Weil y su apelación a la desgracia…
—¿Le basta la poesía para decir lo que quiere decir? ¿Se despierta en medio de la noche con un verso que no quiere salir o con un verso que quiere salir?
—No, no me despierto en medio de la noche con un verso; me puedo despertar, por ejemplo, con un sueño. Eso sí. Con un verso no me ha pasado, quizá por una concepción de la escritura. La escritura en realidad viene ella por algo que la provoca, no es una cosa estética. Viene de otro sitio. Lo que sí pasa es que hay un sueño, y no siempre lo anoto, pero a veces sí. Hay un cuaderno en la mesilla y sin encender la luz ni nada, con unas letrajas que luego no se leen bien, escribo. Porque si no, los sueños desaparecen. Es una pena eso. Eso sí que lo he hecho a veces. Cuando hay algo que anotar. Y luego ese sueño pasa a un poema y pueden ser versos o no, pero era importante por algo. ¿Ve el carbonero al lado? ¡Cómo son!
—Entre «Hay muchísima esperanza, pero no para nosotros», de Franz Kafka, y la apelación de André Comte-Sponville a vivir contra toda esperanza sin esperar nada, ¿dónde se sitúa?
— [Si esta entrevista fuera para televisión, o para la radio, se escucharía el silencio de Olvido García Valdés pensando. Sopesando la pregunta y la respuesta, abriendo y cerrando el abanico, antes de hablar]. Es que eso sería para leerlo más despacio. La primera frase, la de Kafka, claro, la firmamos supongo que todos inmediatamente. A lo mejor eso de la desdicha y la raíz viene por ahí. Y en la otra hay una especie de voluntarismo, es decir, la otra también es perfectamente asumible y uno se podría identificar con ella, pero yo le quitaría el voluntarismo. En realidad eso es lo que hacemos, pero sin voluntarismo. Y no es porque quitándole el voluntarismo le quitemos el entusiasmo a la vida, porque también lo tenemos. Pero sin el voluntarismo, diría yo.
—¿Le da miedo la muerte?
—La última pregunta. ¿Quién es Olvido García Valdés?
—¿Para quién, cuándo, dónde, cómo?
—¿Para el Jardín Botánico?
—Nadie.
—¿Y para los lectores?
—Ni idea.
había soledad en su mirada,
sus ojos decían todo,
para luego no decir nada,
no hacía falta hablarlo,
cuando el silencio imperaba,
brisas viniendo,
vientos que silbaban,
humanidades tristes,
atrapadas por los dramas,
conjunto de especies cercadas,
naturalezas desgajadas...
sencillamente atropelladas,
por desidias y verdades negadas,
árboles talados,
hojas quebradas,
brotes secos entre ramas desesperadas,
los bosques tienen ojos,
que miran a las gentes desenfrenadas,
entre apuros y verdades despojadas...
había soledad en su mirada,
sabía de los odios y de la mentiras heredadas,
sabía de las mañanas sin almohadas,
sabía de las tardes nubladas,
sabía de los fríos entre recuerdos y dramas,
sabía que esta humanidad no tiene rumbo,
en particular cuando la vida no vale para nada,
muchas brújulas rotas,
muchos horizontes que no muestran dónde comienzan, ni tampoco donde acaban,
cuando la tristeza gana,
la depresión atrapa,
mientras el alma se aturde,
los sueños se acallan,
llevándose el sentido de las esperanzas...
hacen falta puentes,
para juntar las almas,
si no se tejen los hilos de vida,
tampoco los habrá de plata,
y cuando los espíritus no sintonizan,
los ojos no dicen nada,
y así se pierden las miradas...
no alcanza con el espejo,
cuando el alma no está reflejada.
AGOSTO 11, 2014.-
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