viernes, 24 de febrero de 2012

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Cartas desde Hiroshima

Por: Tereixa Constenla23/02/2012
PeticionImagenCAP1XHJKToyofumi Ogura daba clases de Historia en la Universidad de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945, una mañana típica de Hiroshima, húmeda y sin viento, notó “un destello de luz blanca azulada, como el que produce la ignición del polvo de magnesio, y un fulgor inundó el cielo”. Se arrojó al suelo, luego observó una masa de humo “en forma de cumulonimbo” que hervía furioso hacia el cielo y sobre él “un hongo monstruoso del que descendía un pie muy ancho, parecido a un tornado”.
A pesar de señales tan extrañas, el profesor Ogura creyó que había estallado un polvorín. Todavía pasarían nueve días hasta que los japoneses escuchasen por vez primera, de labios de su primer ministro Suzuki, dos palabras que ya nunca separarían: bomba atómica. A Hiroshima le había tocado pasar a la Historia de la mano de una catástrofe, una de las nuevas creadas por la inteligencia humana, transportada hasta su ciudad en un B-52 llamado Enola Gay.
PeticionImagenCA54UE91El fue “un superviviente casual”, el único profesor que no murió de su departamento de Historia, porque en aquel preciso instante caminaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad. La bomba sorprendió a Fumiyo, su esposa, delante de unos almacenes. Se desmayó allí mismo y murió dos semanas después, tras una agonía dolorosa en la que los síntomas de sus lesiones se agravaban con los días sin que su marido fuese consciente hasta el final del alcance de sus heridas. No eran convencionales, no había signos externos traumáticos. Nadie sabía tampoco que existía una enfermedad por radiación, que cambiaba el grupo sanguíneo de los afectados, minaba sus glóbulos rojos y blancos y les provocaba hemorragias internas. Los enfermos comenzaban a descomponerse y pudrirse en vida: las lombrices intestinales abandonaban sus cuerpos antes de que muriesen.
Entre el carrusel de sentimientos de aquellos días Ogura experimentó un bulímico deseo: informar mediante cartas a su mujer de lo que había ocurrido tras su muerte. Durante un año escribió nota tras nota. Para ella y para él.
En 1948 aún no se había publicado ningún libro sobre la catástrofe, pese a la amplia cobertura en prensa. Un editor animó a Toyofumi Ogura a relatar su experiencia personal. Releyó sus notas, las rehizo levemente y, ese mismo año, tras sortear la censura de los aliados, vieron la luz como Cartas a mi difunta esposa. Notas sobre la bomba atómica de Hiroshima. Se imprimieron ejemplares con la frase “Printed in Occupied Japan” destinadas a la exportación. En España nunca se había publicado, según Gonzalo Pontón, editor de Pasado y presente, que acaba de lanzar el libro, titulado ahora Cartas desde el fin del mundo.
Seis décadas después el relato de la Hiroshima devastada gracias a la fisión nuclear sigue sobrecogiendo. Uno se imagina a Ogura, tras su desconcierto, subido a una colina para disponer de una vista panorámica. Y entiende su miedo al encontrar que su ciudad “había dejado de existir en tan solo tres horas. La sexta ciudad más grande de Japón, con una población de 400.000 habitantes y conocida como la ciudad del agua por estar situada sobre los deltas de siete ríos, había desaparecido”.
Ruinas, escombros, algún edificio sobresaliendo entre la desolación. ¿Y la gente? Se habían concentrado en el monte Hijiyama para ponerse a salvo. Casi todos iban descalzos, algunos con vendas en los brazos. “Casi todos permanecían callados, como si les hubieran arrancado el alma (…) eran como cadáveres vivientes”.
PeticionImagenCAPNPBUCY fue solo el comienzo de las escenas del fin del mundo. Los cuerpos flotaban en el río, atascándose contra los pilares de algún puente. Algunos cadáveres tenían los músculos al descubierto y casi todos el espanto como última expresión grabada en el rostro. "A algunas personas les habían saltado los ojos de las órbitas, a otras les había explotado el abdomen y se les habían salido las entrañas".
Se calcula que murieron 100.000 personas (la cuarta parte de la población). Y según el estudio que cita Ogura, alrededor de 75.000 lo hicieron el día que cayó la bomba, en la mayoría de los casos como resultado de la destrucción física de la ciudad y de la onda expansiva. Pero otros 25.000 perecieron en los días y semanas siguientes por causa de la radiación. Y morían en mitad del caos y del desconcierto del personal sanitario que se encontraba con enfermos con temperaturas de 42 grados, vómitos de sangre y hemorragias internas y quemaduras que no respondían a lo conocido.
"Cualquier político o militar que leyera este libro perdería las ganas de hacer la guerra", escribe el escultor Kotaro Takamuro en la introducción a la actual edición. Debería ser lectura obligatoria.


el dispensador dice: Japón es un país de gentes consubstanciadas con su suelo y con sus tradiciones, personas que aún viviendo la contemporaneidad de los tiempos respirables, caminan más allá de su tiempo, vinculados a lo que fue antes que ellos y creando lo necesario para los desconocidos que los seguirán... podría decir, sin  temor a equivocarme, que llevo a Japón en mi alma y las miradas de sus gentes están impregnadas en mi espíritu, por qué?, no tiene importancia, pero me sobran los motivos... desde otro ángulo, siempre he creído en el poder de la palabra pronunciada, tanto como el poder de la otra palabra, la escrita. Claro está, mi creencia es convicción y FE, inapelables... no me digas que sí para luego transformarla (por conveniencia) en un NO oportunista... no impongas miserias que no me pertenecen, y que encima son propias... Más allá he creído siempre en la extraña vibración de las estampillas y los sentimientos hechos letras de esquelas cortas (o largas), viajando a través de mares calmos o de otros tempestuosos, en dirigibles, y luego en aviones recuperadores de ecos ininteligibles. Esa necesidad de leer algo que nació por iniciativa del otro... y allí, tomo consciencia que he escrito mucho, muchísimo más de lo que he recibido... curiosidades que se aprecian sólo cuando estás de regreso de tu tiempo. Lo que sientes en lo íntimo es sólo tuyo, aún cuando lo cuentes o lo compartas de alguna forma... te pertenece y se irá contigo, sin más. Esa extraña sensación de colocar una estampilla se ha ido extinguiendo junto con las capacidades de contener sentidos y sentimientos enfocados... la electrónica provee de instantaneidad, sí, pero también habilita al cuento del sentimiento corto, ése que hierve para luego evaporarse en justificaciones inatendibles, y hasta otras atendibles. El drama no se resuelve cuando lo cuentas, por el contrario se licúa sólo en el silencio de la reflexión íntima de un sentimiento jamás expresado... el éxtasis y la felicidad tampoco se comparten, se viven en una coincidencia paralela o se viven en el individualismo que no admite convergencias, aún cuando éstas se declamen. Japón está imbuida en silencios genuinos, silencios que no opacan ni desmerecen el bullicio de sus grandes ciudades... pero sí protegen a las conversaciones de las aves, hecho revelador, si los hay, de los sentires de sus gentes. He escrito muchas cartas de aquellas que llevaban estampillas y cruzaban océanos... los sentimientos impresos en el espíritu de mis letras no han sido acordes ni correspondientes a los sentimientos contenidos por el destinatario. Sencillamente siempre es así... tu vibras, el otro simplemente lee... si no hay eco de auras en la vibración, ésta será un tañido sin importancia que se apagará sin haber conmovido a nadie... algo que jamás sucedió conmigo... me emociona desde una campana distante e irreconocible hasta el horizonte lejano de un día aún no traspuesto. Me he preguntado a veces, ¿qué fue de las cartas nunca escritas?... pero no he hallado las respuestas, porque siempre que sentido la necesidad de escribir, lo he hecho... justamente... por sentimientos. De allí que las cartas nunca respondidas revelen una discordancia discrepante de ellos (sentimientos)... lo que enfocas con tu alma, va más allá de los ojos, por ende se traduce en sensaciones de una envergadura dramática que las nuevas generaciones desconocen porque el e-mail comunica pero al mismo tiempo despersonaliza, ahogando al hilo de plata de los vínculos. Lo que uno expresa no es lo que el otro entiende o atiende y viceversa... raras visiones del mundo humano que contiene a humanos que se han deshumanizado y que transitan la vida agobiados por los apuros y las carencias, sin emprender la aventura de encaminarse hacia el mañana necesario, porque aunque no se crea, dicho mañana necesario comenzó a evaporarse a manos del conflicto de la Segunda Guerra Mundial, las bombas atómicas lanzadas sobre inocentes innecesarios, un monumento al desprecio hacia los prójimos anónimos. Cuando te vas, te llevas imágenes y hechos, tus hechos, sólo los tuyos... vestidos con imágenes provistas por los ojos... que se van enrollando en un rayo de luz, ése que fue tu gracia que fuiste desenvolviendo en un paso a paso que parecía lejano para, de repente, chocarse con tu frente. No te llevas más nada (nada más), ni siquiera las cartas, sí los sentimientos que fuiste sembrando, aquellos fueron reconocidos por los otros así como también, los que fueron negados y burlados por las incomprensiones comunes a las miserias humanas, esas que despojan de humanismo a aquellos que sonríen y traicionan, simultáneamente. Si eres sensible, esas "sensaciones" incontables, podrás percibirlas en Hiroshima aún hoy, en Nagasaki, aún hoy... e incluso en la propia Alemania, cruzando la plaza de la Catedral de Colonia... si no lo eres (sensible), no estarías leyendo esto, texto intrincado e inexplicable redactado por un loco a conciencia (loco, no demente).  A falta de estampillas y de papel de carta... a falta de lapicera fuente o de bolígrafo apropiado... no hay pasión en los mensajes. Los e-mails son meras justificaciones de necesidad o sorpresa... y así de rápido como circulan, así se ahogan en la ausencia del espíritu de sus letras... repletas de errores de ortografías nunca aprendidas. Siempre he creído que las cartas escritas con vetustas y distantes plumas de ganso tenía otros significados, así como llevaban otros contenidos. El alma transmitía lo que la pluma componía en letras de forma adecuada... ¿cómo se escribía la a?... ¿iba o no con h?... la ñ no tiene entidad... ¿o sí la tiene?... hoy, la tecla suple las carencias de formación y las otras, las de educación... ya nadie sabe si el cuchillo se entrega por su filo o por su mango... ya nadie sabe si las tijeras se dan de frente o de revés... por ende ya nadie recuerda los ecos de Hiroshima, de Nagasaki y sus miles de vidas truncadas, evaporadas más allá de sus destinos y sus gracias, vidas que vivían sin pelear con nadie, resignadas a su tiempo y las miserias humanas de las soberbias de políticos y emperadores. He tenido raras sensaciones caminando por campos de batallas cercanas y lejanas... sensaciones que no puedo describir porque no hay palabras para hacerlo, en ningún idioma... sensaciones que no son más que sentimientos de un anónimo intrascendente, que va agitando y agotando su tiempo simultáneamente. Nunca pude pintar, pero sé apreciar una pintura... Siempre pude escribir, y confieso que leyendo una carta de un soldado del General Belgrano, enviada a sus seres queridos antes de su muerte en combate, allá en el estúpido conflicto del Atlántico Sur, he llorado desconsoladamente a la vista del mundo que no entendía de mis sentimientos... sí, amo a Japón, pero más amo a sus gentes... más que a sus gentes, vibran en mí sus sentimientos, los escritos tanto como los que jamás fueron pronunciados, pero que aún así puedo identificar con precisión de dones y talentos concedidos, no más que eso. Hoy, justo hoy, he descubierto que mis sentimientos no tienen estampilla... viajan conmigo. Febrero 24/25 de 2012.-

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