jueves, 21 de noviembre de 2013

TLATELOLCO ► La princesa y el pueblo | Cultura | EL PAÍS

La princesa y el pueblo | Cultura | EL PAÍS

La princesa y el pueblo

Su vocación social, su oído sensible y su leal compromiso ideológico con las corrientes de izquierda, recuerdan la actitud de Kropotkin o Tolstoi


Desde hace seis décadas, una mujer de linaje polaco y alma mexicana ha estado en el centro de la vida literaria en este país: Elena Poniatowska. Su vocación social, su oído sensible al habla popular y su leal compromiso ideológico con las corrientes de izquierda, aun las más radicales, recuerda la actitud de los nobles eslavos como Kropotkine o Tolstoi, que despreciando las rudas costumbres y pasiones de la burguesía, se acercaron a los campesinos y vieron en su vida el embrión de una utopía social. Elena, la rubia y risueña Elena, la traviesa e indignada Elena, se volvió una especie de soldadera de nuestra literatura, acompañando a Juan Pueblo en su búsqueda, si no de una utopía, al menos de una vida posible y mejor.

Su literatura convocó, desde un principio, a un coro de voces. Comenzó practicando el arte de la conversación, cruzando palabras con personajes del arte, la política y las letras, pero su primer libro perdurable fue La noche de Tlatelolco. Ese libro, que recogió los estremecedores testimonios de las víctimas de la represión gubernamental en el movimiento estudiantil de 1968, dio voz a nuestra generación, justificó nuestra historia. “¡Qué bueno”, escribió Gabriel Zaid, “que Elena Poniatowska haya tenido el valor de enfrentarse al espejo de esa noche horrenda, durante meses, durante años, recomponiendo el espejo roto, en mil pedazos, por nuestra furia y nuestro desconsuelo!”.

Elena transitó temprano del periodismo al cuento y la novela, atrayendo al ámbito literario procedimientos del periodismo. Es el caso de su primera novela, Hasta no verte Jesús mío (1969), monólogo de una lavandera que Elena construyó a partir de las cientos de horas grabadas con Jesusa Palancares, mujer del pueblo que en su juventud vivió de cerca los estragos de la Revolución.

Siguieron sus retratos literarios (sobre Tina Modotti, en Tinísima), recreaciones íntimas (Querido Diego, te abraza Quiela, sobre las desdichas de la primera mujer de Diego Rivera), biografías y novelas vivaces sobre contemporáneos que admiró y quiso como Elena Garro (Paseo de la Reforma), Leonora Carrington (Leonora), Octavio Paz (Las palabras del árbol) y Juan Soriano (Niño de mil años).

Pero la voz principal de sus libros (y la de su corazón) es la de los desheredados, como en Nada, nadie, libro sobre las víctimas del terremoto que sacudió a México en 1985, o Las soldaderas, que rinde homenaje a las mujeres que hicieron también la Revolución.

“Escuchar”, escribió Octavio Paz, en un encomio a La noche de Tlatelolco “es un arte sutil y difícil pues no solo exige finura de oído sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros”. El Premio Cervantes a Elena Poniatowska no es solo un reconocimiento a México sino a la entraña de México.


Elena Poniatowska, todas las vidas rotas

El gran galardón de las letras en español honra la literatura de la escritora y periodista mexicana



La escritora Elena Poniatowska, en la estación mexicana de Buenavista. / marco antonio cruz

Ante las torrenciales conferencias de Karl Kraus, Elias Canetti descubrió que pocas tareas intelectuales son tan demandantes y ricas como la de saber oír. “Moriré el día en que no me interese escuchar a alguien hablando de sí mismo”, escribió el autor de La antorcha al oído. Elena Poniatowska pertenece a esa estirpe y ha registrado con minucia las voces de los otros. Nacida en París en 1932 en el seno de la aristocracia francopolaca (desciende del general Poniatowski, que acompañó a Napoleón en la campaña de Rusia), llegó a México a los diez años. Al asumir su vocación literaria, no intentó una visión mexicana de En busca del tiempo perdido. Se interesó por la gente a la que nadie tomaba en cuenta y quiso escuchar historias soslayadas.

Cuando una sirvienta contesta el teléfono en una casa donde los patrones han salido, suele decir: “No hay nadie”. Ella está ahí, pero no representa vida alguna. ¿Quiénes son esos fantasmas que sirven el café y desaparecen? En el libro de cuentos Domingo 7, Poniatowska registra a la gente que vive como si se desconociera y a la que solo le puede suceder algo en su día libre. Las historias de quienes solo tienen vida por excepción narran el singular asueto de los descastados.

Siempre se interesó por aquella gente a la que nadie tomaba en cuenta

El oído de Poniatowska se adiestró en el periodismo y ha dependido de una singular empatía con sus informantes. Armada de la sonrisa de niña que conserva hasta ahora, hace preguntas de falsa inocencia. Sus interlocutores entran en trance, bajan la guardia, y se confiesan. “No es la voz sino el oído lo que guía una historia”, comenta Italo Calvino a propósito de lo que Marco Polo le cuenta al gran Khan en Las ciudades invisibles.

Las entrevistas de Poniatowska —reunidas en los diversos volúmenes de Todo México— representan una historia dialogada de nuestra vida intelectual. El procedimiento le ha permitido lograr excepcionales retratos hablados del pintor Juan Soriano y del fotógrafo Gabriel Figueroa, y un trazo maestro de la vida interior de Octavio Paz. También la llevó a una temprana novela sin ficción, Hasta no verte, Jesús mío, acerca de una indígena oaxaqueña que participa como soldadera en la Revolución y luego tiene una mística. Los monólogos de la protagonista, Jesusa Palancares, integran un tejido donde el habla popular roza la metafísica.

Sus entrevistas son una historia dialogada de nuestra vida intelectual

Su obra más influyente ha sido, sin lugar a dudas, La noche de Tlatelolco, retrato coral del movimiento estudiantil reprimido por el presidente Gustavo Díaz Ordaz en 1968. Durante dos años, Elena visitó a los estudiantes y maestros presos en la cárcel de Lecumberri (el mismo sitio donde años antes Álvaro Mutis y el líder ferrocarrilero Demetri Vallejo le habían contados sus historias).
Ahí conoció a la generación más discursiva de México, capaz de diseñar el futuro a fuerza de palabras. Oyó con paciencia a líderes que podían hablar cuatro horas de corrido y entresacó las frases que nuestra memoria volvería célebres. No solo armó el libro con pluma; lo hizo con tijera. Siguiendo la técnica de Rulfo en Pedro Páramo, construyó un tapiz de voces sueltas. Las palabras que alguien escribió de prisa en un muro o cantó en una manifestación se mezclaron con las declaraciones de los presos. El resultado fue la gran caja negra de una ignominia. En el momento en que el gobierno del PRI silenciaba lo ocurrido, Elena ejercía el oficio que aprendió desde niña: oía a quienes no tenían derecho de expresión. Si Carlos Monsiváis entendió la crónica como una oportunidad de editorializar la historia y combinar los hechos con las opiniones, Elena Poniatowska la entiende como un radar de voces que no deben perderse.

La noche de Tlatelolco se ha leído por entero en público al modo de La relación de Michoacán, creada para recitar la historia del pueblo purépecha. Ahí se preservaron las palabras amenazadas de la tribu. Su impronta se advierte en numerosos cronistas contemporáneos, del peruano Julio Villanueva Chang al colombiano Alberto Salcedo Ramos, pasando por los mexicanos Fabrizio Mejía Madrid, Marcela Turati y Diego Enrique Osorno.

Es descendiente de un general que acompañó a Napoleón en Rusia

El talento de Poniatowska para hacer biografías-entrevista llega a su obra de ficción más reciente, Leonora, que aborda la vida y la mente de la pintora, escultora y escritora surrealista Leonora Carrington. En forma excepcional, la novelista investiga el inconsciente y aun los delirios de su protagonista. No busca la escabrosa intimidad a la que aspiran ciertos retratos de celebridades, sino ser fiel a una estética que creyó en la libertad del pensamiento más allá del trabajo censor de la consciencia.

En su errancia por las más variadas zonas de la realidad, Poniatowska ha documentado abusos sufridos por niñas violadas, discapacitados y damnificados del terremoto. También ha escrito la hagiografía de una militante de inolvidable belleza (Tinísima), investigado el microcosmos de los astrónomos (La piel del cielo) y recuperado para los niños una fábula que se le olvidó contar a Esopo (El burro que metió la pata).

Con el nombre de Elena Poniatowska, el Premio Cervantes honra a los miles de chismosos, indignados, desesperados y denunciantes que le han dicho algo. Ninguna bibliografía contiene en forma tan extensa la sinceridad ajena.

Al modo de las Entrevistas imposibles que el dibujante mexicano Miguel Covarrubias hacía en Vanity Fair (y que le permitió acostar a la diva Jean Harlow en el diván del Dr. Freud), sería sugerente pedirle a Poniatowska que entrevistara al soldado que participó en guerras sin gloria, perdió los dientes, recaudó impuestos y decidió narrar variados descalabros con el comprensivo humor de quien entiende la realidad como literatura.

El oído de Poniatowska merece declaraciones exclusivas de Cervantes. A fin de cuentas, el primer novelista moderno confiaba más en las palabras de los otros que en la suya. No se veía como padre sino como padrastro del Quijote. Ante la imposibilidad de ese encuentro ultraterreno, celebremos que Elena Poniatowska también merezca el Premio Cervantes.
Juan Villoro es novelista, autor de cuentos, ensayista y periodista mexicano.
Premio Cervantes: Elena Poniatowska, todas las vidas rotas | Cultura | EL PAÍS



Las mil y una voces de Elena Poniatowska

La obra de la escritora se ha vuelto un referente de cómo ‘suena’ México

Es pionera en la inclusión de la oralidad


Elena Poniatowska. / AGUSTÍN SCIAMMARELLA

“—¿Qué vas a ser de grande?
—Todo.
—¿Qué vas a hacer con tu vida?
—Todo. Voy a ser el todo de todos.
—¿Cómo?
—Voy a inaugurar un nuevo tiempo, voy a sacudir a las buenas conciencias, voy a cambiar el statu quo, voy a jugármela, voy a ser escritor, voy a entrar a todas las casas, meterme en camas victorianas y virginales, cargar todas las culpas, voy a hacerle ver a mis contemporáneos y a sus hijos y a los hijos de sus hijos toda la corrupción y la hipocresía de la sociedad emanada de la Revolución Mexicana, rasgar todo el velamen, recorrer los paralelos y los meridianos de la tierra, voy a atreverme a todo, voy a darle la vuelta a todos los cerebros, a la cintura de todas las mujeres”.

Quien diga que estas no son las palabras exactas de Carlos Fuentes en entrevista con Elena Poniatowska tiene razón. Pero quien afirme que estas son las palabras exactas de Carlos Fuentes tiene aún más razón, porque la maestría de Elena consiste en captar lo que las palabras dichas por sus entrevistados se mueren por decir y no le dirían más que a ella.

Si su obra se ha vuelto un referente indispensable de cómo suena México es porque Poniatowska es una de las autoras pioneras en la inclusión de la oralidad y la transtextualidad mucho antes de que estos términos fueran adoptados por la academia y puestos, junto con su obra, ahí. En eso que llamamos cultura popular; momentos emblemáticos de un uso particular del gran archipiélago que es la lengua castellana. Su aguda observación de los hechos y los protagonistas no habría dejado más que el testimonio (como si fuera poco) de lo que ocurre y lo que nos ocurre desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI en ese fuego de artificio, brillante y fugaz, al que llamamos periodismo si se hubiera limitado a ceñirse a él. Pero Tom Wolfe y Truman Capote —y si me apuran Bernal del Castillo— sabían que no se puede hacer periodismo sin hacer ficción: es decir, literatura.
La obra de Elena se habría vuelto anacrónica y combustible si se hubiera limitado a informar. Pero he aquí que un fenómeno sobrevuela la materia de la que trata y la convierte en algo más. ¿Por qué las crónicas de Poniatowska no se desgastan, por qué no les sucede lo que debe ocurrir, que se las lleve el viento?:

“Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo. Bajaron por Melchor Ocampo, la Reforma, Juárez, Cinco de Mayo, muchachos y muchachas estudiantes que van del brazo en la manifestación con la misma alegría con que hace apenas unos días iban a la feria; jóvenes despreocupados que no saben que mañana, dentro de dos días, dentro de cuatro estarán allí hinchándose bajo la lluvia, después de una feria en donde el centro del tiro al blanco lo serán ellos, niños-blanco, niños que todo lo maravillan, niños para quienes todos los días son día-de-fiesta, hasta que el dueño de la barraca del tiro al blanco les dijo que se formaran así el uno junto al otro como la tira de pollitos plateados que avanza en los juegos, click, click, click, click y pasa a la altura de los ojos, ¡Apunten, fuego!, y se doblan para atrás rozando la cortina de satín rojo”.

La noche de Tlatelolco (1971) es uno de los libros más leídos sobre la matanza estudiantil del 68 y, junto con Hasta no verte Jesús mío, Tinísima, Querido Diego, te abraza Quiela y tantos otros, compone una obra traducida a 20 lenguas y celebrada por la crítica y los lectores de muchos países. Pero, sobre todo, por lectores de distintas generaciones. Porque es un referente de la libertad de decir, que subvierte géneros y estereotipos, negando a cada paso que lo hace y con la transparencia enigmática de la voz infantil. De modo que: Tan-tan ¿quién es? Es la niña Elena. Cuidado, señoras y señores, de este corderito de Dios, de esta plantita tierna. Cuidado, recuerda Platón: de los animales el niño es el único realmente peligroso.
Rosa Beltrán es novelista, cuentista y ensayista.


“Estamos bocabajeados, muy divididos. México está sin fe”

La ganadora del Cervantes recibe a EL PAÍS en su casa de la Ciudad de México


Elena Poniatowska, esta mañana en su casa de México DF. / SAÚL RUIZ

El día que ganó el premio Cervantes, José Emilio Pacheco se levantó a las cinco de la mañana y no probó bocado hasta bien entrada la tarde. En eso le llevaba ventaja este martes Elena Poniawtoska (París, 1932), que bajó las escaleras de su casa, en el sur del DF, bañada y recién terminada de desayunar. A la nueva ganadora del premio más prestigioso de las letras en español, una preguntona irreverente, ejemplo de valentía para las escritoras y periodistas mexicanas que intentaban desenvolverse en un contexto machista, le llovían a esas horas los elogios: “Mi hijo Felipe me dice que soy una chingona”.

A la escritora le sonó el teléfono a primera hora de la mañana y pensaba que se trataba de un editor de EL PAÍS con alguna queja sobre el texto que había enviado el día anterior acerca de la obra de Doris Lessing. Al otro lado de la línea estaba el presidente del galardón. Lo primero que le vino a la mente, como mujer que no se calla ante nada, fue la compleja situación social que vive su país. “Me da muchísimo gusto por México. Como ahora estamos bocabajeados, muy divididos. El país está sin fe en sí mismo y un premio así, sobre todo si lleva el nombre de Cervantes, levanta el ánimo”, dice.

La mexicana, autora de la célebre obra La noche de Tlatelolco (1971), pone su nombre al lado de otros ilustres compatriotas como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Lo hace rodeada de su familia, los gatos, el perro, los libros y un cojín con la caricatura de Andrés Manuel López Obrador, el candidato de izquierdas a las elecciones generales del año pasado que le ofreció formar parte de su gabinete en caso de que llegase a presidente. Eso no llegó a ocurrir pero ella tampoco hubiese dado el paso.

Llegados hasta este punto, tocaba el momento de reflexionar sobre el éxito.

-Es algo en lo que no hay que creer. Hay que creer en la vocación, el amor en lo que haces. Hay que amar el oficio. Me acuerdo que en la tele mexicana había un payaso mexicano que se llamaba Cepillín que todo el mundo lo veía mucho. Un día, pum, desapareció.
-Pero su éxito no es para nada efímero…
-El mío no porque yo estoy a punto de ser efímera. Yo ya tengo 81 años. El año que entra tengo 82. Ocho años para 90. Soy un pollito.

¿Con quién viajará a España a recoger el galardón? “Iré con toda mi familia, que es muy numerosa. Felipe es el que más se preocupó. Con Mane, el científico, y mi hija Paula, que es muy bonita. Mira esa foto, te va a gustar pero ya está casada y tiene tres hijos. Su marido es el camarógrafo de la película Heli (México, 2013)”. ¿Le gustó el filme? “No, me espantó. Muy violento”.

La memoria de la escritora se alimenta de las anécdotas que vivió al lado de algunos de los personajes más importantes que vivieron durante el siglo pasado en México: “Buñuel si se enterara diría: ‘ay, la muchacha de la leña se sacó un premio’. Hacía muchísimo frío en su casa y tenía una chimenea. Yo siempre le llevaba leña que compraba en la calle. Ya no venden leña en la calle”. En este rato la tranquila callecita empedrada con aire provinciano en la que vive se ha llenado de periodistas.

La también ensayista sufre por los reporteros que esperan en la puerta. “¡Ay, pobrecita!”, exclama cuando ve, por la ventana, a una con los brazos cruzados y nerviosa. Ella, al fin y al cabo, insiste en que es ante todo periodista. “Los que más contentos se pueden poner por este premio son los periodistas. Yo hago lo mismo que tú pero no tengo un aparato tan maravilloso (teléfono inteligente), tengo un aparato del año de la canica y hago entrevistas. A los periodistas se les trata feo, se les hace esperar. Pon todo eso”, sigue.

El último rey de Polonia se llamó Estanislao II Poniatowski. Hija de un príncipe polaco, se trata casi un pariente para ella. “¡Qué bueno que las aristócratas sí hagamos algo! Lo único que hacen ellos es rascarse la panza. Yo por los menos traté de rascarme el coco”. Lo que es seguro es que en todos estos años no dejó de preguntar. De respuestas ha llenado un relato que bien merecido se lleva un Cervantes.
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el dispensador anota al margen:
México-Tlatelolco - Wikipedia, la enciclopedia libre
México-Tlatelolco o, simplemente, Tlatelolco (náhuatl: tlatelli o xaltiloll, ‘terraza o lugar del montón de arena’)? fue una ciudad fundada por los tlatelolcas, tribu mexicas que se separó de los tenochcas, fundadores de México-Tenochtitlan. México-Tlatelolco se encontraba en un islote al norte de ésta ciudad, dentro del lago de Texcoco. Allí se se encontraba el tianguis más importante de la región —y de hecho de toda Mesoamérica— donde se comercializaba todo tipo de mercancías locales y de las zonas más apartadas.
De la antigua ciudad sólo quedan los restos de algunos edificios que constituyen lo que actualmente se conoce como zona arqueológica de Tlatelolco. La ciudad fue saqueada y destruida por los conquistadores, quienes usaron las piedras para construir el templo de Santiago sobre los restos de los antiguos teocalli prehispánicos.


el dispensador dice: el fundamentalismo católico inspirado en la inquisición, hizo mucho daño a la América ancestral, a la América originaria, a la América nativa... daños nunca reparados... daños exacerbados a través de siglos de colonialismos y usurpaciones, tiempo en el cual los reinos del allá irreverente arrasaron con las piedras angulares de la cultura americana... no obstante ello, no obstante el genocidio y las atrocidades cometidas por delincuentes devenidos en adelantados y misioneros, bendecidos por algún rey de pacotilla y por algún papa demoníaco... los pueblos originarios remanentes al quiebre de la historia, conservaron silenciosamente la herencia de sus linajes así como sus estirpes. La visión americana de la conquista es dramática y atroz... porque se justificaron esfuerzos demenciales direccionados a borrar la historia precolombina, deformando la posterior a antojo de oportunismos bien europeos, esencialmente perversos. A pesar de ello, el encuentro de dos culturas decadentes selló una puerta del pasado, dejando a resguardo hechos y significancias que van aflorando de a poco... en tal sentido, México además de sobrevivir a la tragedia que le fue sembrada por los visitantes del occidente desquiciado, conservó las piedras fundamentales de culturas distintas en esencia a cualquier interpretación facilista de arqueólogos y antropólogos de conveniencias (aquellos que venden sus almas a las falsas ciencias). El otro estandarte de dicho espíritu conservador lo constituyen Perú y Bolivia, entre otros, contenedores de realidades culturales impenetrables para los pensamientos imperiales de la Europa medieval... ¿por qué ser humilde, si se puede hacer ostentación de poder, de títulos y de honores robados por siglos a terceros negados y luego olvidados?... Occidente no aprendió, porque de hecho nunca lo hace, jamás aprende de sus lecciones, y repite errores que lo sumergen más y más en infiernos donde imperan las contradicciones, las paradojas, y sobre todo los desprecios.
No han sido pocos los europeos que han ido comprendiendo los sentidos íntimos de aquellas culturas exterminadas por antojos de herederos por cuna, incapaces de leer e interpretar las significancias de la dignidad y la condición humanas...
Asimilarse a los sentidos de la América implica comprender el sentido de sus suelos, sus fuentes, sus aguas, sus aires y sus fuegos... esto es que seguirán siendo tales después de cada vida, de cada testigo de su tiempo, de cada hecho cultural, y que merecen serlo porque pertenecen al futuro de los que aún no nacen, de los que aún no existen, de los que aún no respiran, porque no ha llegado su tiempo de ser engendrados...
Occidente anda demasiado apurada y atrapada por urgencias... pero dentro de dicho "occidente", América se ha separado de las apresuradas huellas de invasores imperiales, reinales, virreinales, para asumir su propio paso y su propia huella, no sin esfuerzos, no sin verse acorralado por trampas comunes a los cinismos de los angurrientos del poder, que se creen dueños de los destinos de los otros, los pobres que ellos mismos fabricaron, induciendo una prolija manipulación de circunstancias que derivaron en economías expulsivas de voluntades sencillas...
Muy caro fue el precio que pagó una princesa al revelarse a los descriterios de su reino... pero ella interpretó que debía pertenecer a las gentes antes que a un imperio quebrado y soberbio... y su ejemplo, a modo de sacrificio, ha ido tomando entidad global... haciendo que otras herencias, de otras estirpes y diferentes linajes autóctonos, vayan tomando el mismo camino, ése que distingue a las personas por sus identidades genuinas... letras... esculturas... pinturas... músicas... hechos... han ido ocupando espacios donde las ideas habían sido capturadas, secuestradas, y evaporadas, para justificar la misión evangelizadora que ocultaba la depredación como forma de vida...
Todo sacrificio conduce a algún portal del espacio-tiempo donde los infiernos se clausuran...
Los espacios van siendo ocupados por gentes que se han identificado con los sentires de la tierra que pisan... que han sabido reconocer el valor de estos aires... que han descubierto que las piedras de este lado del mundo ciertamente hablan, y que para escucharlas hay que estar atento a las sensibilidades que proveen los tiempos y sus portales...
Hoy mismo, el mundo libra batallas de convicciones, de ideas que se encaraman por sobre las falsas ideologías... una vez más, luz y tinieblas debaten la supremacía de los ciclos humanos en sus tiempos... mil años de reinado de las tinieblas concluyen... mil años por venir bajo el amparo de la luz... habilitando el regreso de la piedra sobre piedra, del color sobre color, de la letra sobre letra, nutriéndose en fuentes que están renaciendo de las entrañas de la Tierra de los distintos...
Cuando te asumes como parte del suelo donde se imprime tu huella, por el que circula tu sombra, donde se expresa el color de tu aura, donde habla tu consciencia, donde se traduce tu ángel de la guarda... la tierra que pisas te bendice iluminando la senda de tu karma... si al ser engendrado, escuchas la música de las esferas girando en verso y en inverso... la bendición te verá nacer bajo el manto de la luz inmaculada, único altar del único templo de cada ser humano. NOVIEMBRE 21, 2013.-



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