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El cuadriláteroEl Sáhara a pie
Hace algunos años crucé el desierto del Sáhara como lo hacemos los occidentales. Asomado a la ventanilla del avión, recuerdo que me fascinó: no se acababa nunca. Pasaban las horas y ahí seguía.
La misma imagen, idéntica visión, como si el avión apenas se hubiera movido. Parecía un insondable mar de arena con capacidad -y tal vez voluntad- de tragarse lo que quisiera: este avión, la ciudad de la que partió, todo el continente, el planeta entero.
Sus magnitudes, tan inmensas, y su perfil, tan estático, conmovían a cualquiera; aturdían a cualquiera; sobrecogían a cualquiera. Y a mí, que permanecía extasiado ante el espectáculo, el primero.
Estos días, con el océano de miseria que separa Lampedusa de la costa africana aún tan cercano, hemos conocido la muerte de alrededor de un centenar de personas que quisieron ser inmigrantes, pero no lo consiguieron. Al menos 52 niños, 33 mujeres y siete hombres recorrieron poco menos de 200 kilómetros en su anhelo de escapar del enorme infortunio que supone nacer en Níger -o alrededores- y no tener de nada.
Tan poco, que casi -solo casi- merece la pena intentar dejar tu país, aunque el sueño concluya demasiado pronto en algo demasiado parecido a un infierno, tal vez bajo la sombra de un árbol absolutamente impotente, en el medio de ninguna parte. O, casi peor, habiendo imaginado a cada paso otros mundos mejores sin siquiera haber sido capaz de abandonar tu propio país. Por culpa de una avería en un camión; por culpa de otro camión que tampoco consiguió socorrer al primero. Al final, el desierto engulló a la mayoría porque, de las muchas maneras en las que el desierto resulta inviable, caminar en él es de las primeras.
Resulta asombroso que Occidente observe, fundamentalmente sin inmutarse, o apenas haciéndolo, tragedias como esta, limitándose a contabilizar bajas, o poco más, sobre todo teniendo en cuenta que es -precisamente- el jardín europeo el que pretenden alcanzar esos que no quieren seguir viviendo en medio de las enormes penurias de sus vidas.
No solo el Mediterráneo alberga innumerables sueños ahogados prematuramente; también la arena del Sáhara cubre las ambiciones de demasiadas personas cuyo único anhelo era una vida mejor; una como cualquiera de las que tenemos en Europa; una como quizá la peor de las que tenemos en Europa; tal vez incluso esa sería suficiente.
Recuerdo que, a bordo de aquel avión, con la nariz pegada al cristal de la ventana, en un momento de turbulencias exageradas pedí no sé a quien, porque ya entonces era ateo, pero aún así pedí, que si aquel aparato iba a dejar de volar que mejor lo hiciera sobre el océano. Prefería el impacto azul al amarillento; la fauna marina, tan llena de vida, a la mortecina inexistencia de vida del desierto; que me comieran los tiburones, si sobrevivía, a los alacranes, si -tan improbable como fuera- sobrevivía. Prefería también ahogarme a quemarme. Emborracharme de agua que no se puede beber a morirme de sed. Si sobrevivía, claro.
Casi un centenar de personas no ha sobrevivido esta semana al último empeño de los pobres por hacerse con una esquina, también pobre pero menos, mucho menos, en el primer mundo. Seguro que mientras escribo, mientras lee, otras tantas expediciones al sueño -a menudo la pesadilla- europeo germinan, se inician o directamente fracasan, incrustándose antes de desvanecerse en el espejismo de una vida soportable que, tristemente, tantas veces ni se atisba.
Todo esto ocurre en nuestro patio trasero, el de Occidente, y en nuestras conciencias. Justo ahí; ahí al lado.
@affermoselle
La misma imagen, idéntica visión, como si el avión apenas se hubiera movido. Parecía un insondable mar de arena con capacidad -y tal vez voluntad- de tragarse lo que quisiera: este avión, la ciudad de la que partió, todo el continente, el planeta entero.
Sus magnitudes, tan inmensas, y su perfil, tan estático, conmovían a cualquiera; aturdían a cualquiera; sobrecogían a cualquiera. Y a mí, que permanecía extasiado ante el espectáculo, el primero.
Estos días, con el océano de miseria que separa Lampedusa de la costa africana aún tan cercano, hemos conocido la muerte de alrededor de un centenar de personas que quisieron ser inmigrantes, pero no lo consiguieron. Al menos 52 niños, 33 mujeres y siete hombres recorrieron poco menos de 200 kilómetros en su anhelo de escapar del enorme infortunio que supone nacer en Níger -o alrededores- y no tener de nada.
Tan poco, que casi -solo casi- merece la pena intentar dejar tu país, aunque el sueño concluya demasiado pronto en algo demasiado parecido a un infierno, tal vez bajo la sombra de un árbol absolutamente impotente, en el medio de ninguna parte. O, casi peor, habiendo imaginado a cada paso otros mundos mejores sin siquiera haber sido capaz de abandonar tu propio país. Por culpa de una avería en un camión; por culpa de otro camión que tampoco consiguió socorrer al primero. Al final, el desierto engulló a la mayoría porque, de las muchas maneras en las que el desierto resulta inviable, caminar en él es de las primeras.
Resulta asombroso que Occidente observe, fundamentalmente sin inmutarse, o apenas haciéndolo, tragedias como esta, limitándose a contabilizar bajas, o poco más, sobre todo teniendo en cuenta que es -precisamente- el jardín europeo el que pretenden alcanzar esos que no quieren seguir viviendo en medio de las enormes penurias de sus vidas.
No solo el Mediterráneo alberga innumerables sueños ahogados prematuramente; también la arena del Sáhara cubre las ambiciones de demasiadas personas cuyo único anhelo era una vida mejor; una como cualquiera de las que tenemos en Europa; una como quizá la peor de las que tenemos en Europa; tal vez incluso esa sería suficiente.
Recuerdo que, a bordo de aquel avión, con la nariz pegada al cristal de la ventana, en un momento de turbulencias exageradas pedí no sé a quien, porque ya entonces era ateo, pero aún así pedí, que si aquel aparato iba a dejar de volar que mejor lo hiciera sobre el océano. Prefería el impacto azul al amarillento; la fauna marina, tan llena de vida, a la mortecina inexistencia de vida del desierto; que me comieran los tiburones, si sobrevivía, a los alacranes, si -tan improbable como fuera- sobrevivía. Prefería también ahogarme a quemarme. Emborracharme de agua que no se puede beber a morirme de sed. Si sobrevivía, claro.
Casi un centenar de personas no ha sobrevivido esta semana al último empeño de los pobres por hacerse con una esquina, también pobre pero menos, mucho menos, en el primer mundo. Seguro que mientras escribo, mientras lee, otras tantas expediciones al sueño -a menudo la pesadilla- europeo germinan, se inician o directamente fracasan, incrustándose antes de desvanecerse en el espejismo de una vida soportable que, tristemente, tantas veces ni se atisba.
Todo esto ocurre en nuestro patio trasero, el de Occidente, y en nuestras conciencias. Justo ahí; ahí al lado.
@affermoselle
el dispensador dice:
el desierto no es como te lo imaginas,
arenas gruesas,
arenas finas,
cambia su paisaje todos los días,
si no miras el cielo,
si el suelo miras,
no sabrás hacia dónde vas,
tampoco por dónde caminas,
siendo que el desierto toma su tiempo,
y todo aquello que le molesta... lo agota,
hasta que lo elimina...
más allá de las dunas,
abunda la vida,
las pieles se acostumbran,
a condiciones que lastiman,
hieren los reflejos,
cristales que encandilan,
espejismos dominan,
consciencias se agitan,
si no contienes propia paz,
sólo acumularás heridas...
los escenarios son diversos,
para andarlos no alcanza la vida,
las aguas fluyen por debajo,
subterráneos mares avivan,
donde hay espíritus esperando,
hay otros que en recovecos anidan,
por allí andan los duendes,
de culturas de otras fuentes,
que así como saben de aguas,
se reconocen por ser pacientes,
ellos están para orientar,
o para perder a las gentes...
como todo en la Tierra humana, el Sahara representa una multiplicidad de "algos" incomparables, que al mismo tiempo son inimaginables, esto es que si no estás allí, jamás creerás que eso puede existir, cobijando a hombres y mujeres adaptados para una rutina mucho más que dura... un entorno que les exige saber de cosas que no se enseñan en universidad alguna, porque nadie las ha estudiado, porque allí, en tremenda soledad se esfuman los academicismos, las soberbias, las vanidades y hasta cualquier atisbo de desprecio, ya que nadie que no sepa cómo, ya que nadie que no sea tocado por la varita mágica de su propio destino, podrá sobrevivir a semejante inclemencia... de allí que los aventureros sean un rareza... de allí que el antiguo Paris-Dakar no sea más que una deficitaria descripción de lo que el Sahara significa en sí mismo...
aprendes el sentido de los oasis, pero mejor aún, aprendes de la importancia de las fuentes, pudiendo imaginarlos de una forma, muy distinta y lejana de cualquier realidad...
andando, aprendes a descubrir el cielo diurno... a mirarlo con precisión astronómica... así como andando, aprendes a descubrir el cielo nocturno, ya que si no sabes de estrellas, menos sabrás dónde están tus huellas... andando aprendes a oler el aire... porque si no sabes cómo leerlo, seguramente el desierto de atrapará hasta devorarte... un juego de equilibrios sensoriales que se van afinando sólo para sobrevivir, condición imprescindible para lograr, más tarde, "vivir"... siempre que los suelos te acepten...
allí descubres que la inmensidad es posible...
y cuando lo haces, entiendes la significancia de ser "finito" dentro de los infinitos... entiendes la importancia de los límites ante lo ilimitado... comprendes que el tiempo se consume en la eternidad... y que ella determina la importancia de las almas en sus tránsitos... donde lo perpetuo reside sólo en las esencias que componen el "hecho esencial", un algo situado mucho más allá de cualquier existencia.
NOVIEMBRE 03, 2013.-
llegué al África presionado por las circunstancias... inmediatamente me di cuenta que debía liberarme del tiempo que condiciona el pensamiento occidental, que debía despojarme de las mochilas repletas de reclamos ajenos a mis convicciones, a mi forma de ser y de pensar, a mi forma de sentir y de expresar... y de pronto, así como así, descubrí que había una vida tal cual la había pensado en mi niñez y mi juventud... tal la había soñado... y ese mismo día, como por arte de magia, el destino se quebró, bifurcándose hacia un mañana necesario distinto... cercano y convergente hacia las cosmogonías adecuadas para acceder a los oráculos... y hacia allí fui... y no me he arrepentido en lo absoluto...
aquellos acostumbrados a reclamar y cargar culpas en espaldas ajenas... al ver que sus reclamos ya no me hacían mella, comenzaron a arrojar piedras... todo ello mientras se persignaban y hacían referencia a Dios y sus evangelios, y a los castigos de los que sería víctima por supuestas inconductas humanas... ese día, ese mismo día... cerré la puerta y mientras me alejaba, seguía escuchando los latidos de palabras vacías y de sentimientos en los abismos ardientes...
he aprendido a contemplar la inmensidad...
mejor aún, he aprendido a transitarla... y he decidido no regresar jamás a las densidades del espíritu humano...
a pesar del tiempo y las distancias... sigo escuchando palabras hirientes que intentan diezmar mis horizontes... pero estos, ya son míos, sólo míos... el dispensador.
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