martes, 19 de noviembre de 2013

UNA PARTE DE MÍ ▲ Doris Lessing, la épica de lo femenino | Cultura | EL PAÍS

Doris Lessing, la épica de lo femenino | Cultura | EL PAÍS

adiós a una escritora comprometida

Doris Lessing, la épica de lo femenino

La autora británica, Nobel de Literatura en 2007, fallece en Londres a los 94 años


Raúl Cancio (EL PAÍS)

Conocí a Doris Lessing hace unos 15 años, durante los cuales labramos una de esas amistades que me atrevo a calificar de profunda, en la cual las cartas fueron mucho más frecuentes que las conversaciones. La nuestra era, en un sentido literal, una amistad basada en la palabra escrita. Por carta, hemos discutido de política, de libros, de las mentiras de la historia y de la verdad de la literatura, de teatro y de cine, y de los lazos familiares de cada uno, de esa voluntad humana de crear obligaciones afectivas que Francis Bacon llamó “dar rehenes a la Fortuna”. Hemos criticado a editores, publicaciones, Gobiernos y hemos lamentado la suerte de los países que sentimos inexorablemente nuestros: en su caso, Rodesia. “Nunca nos vamos del todo del país que primero quisimos”, me escribe en una carta, respondiendo a mi cólera durante la crisis argentina de 2001. “Una parte de mí estará siempre en África”.
 Lessing, que falleció ayer en Londres a los 94 años, nació en Persia en 1919; a los cinco, se instaló con sus padres en Rodesia del Sur. Allí vivió un cuarto de siglo, hasta que, abandonando a su segundo marido, decidió emigrar a Inglaterra con su hijo menor. Su oposición al Gobierno minoritario blanco de Rodesia le valió el sello de “inmigración prohibida”: es decir, no se le autorizaba a volver a entrar en el país, y fue tan solo en 1982 que se le permitió volver a lo que ahora se llama Zimbabue. Cuatro veces visitó la tierra de su infancia y juventud, visitas que dieron lugar al libro de reportaje African Laughter.
Desde su juventud, Lessing se interesó por los problemas de la educación en Rodesia. ¿Cómo hacer para que los niños de esa región tan pobre tuviesen acceso al conocimiento del mundo? ¿Cómo hacer para que los fondos destinados a la educación resultaran en escuelas, y las escuelas en bibliotecas, y las bibliotecas en libros que todos pudiesen leer? ¿Cómo formar a maestros que enseñasen a los niños a oponerse a la corrupción iniciada por el tiránico Mugabe, dictador a vida del Zimbabue, a no adoptar las establecidas costumbres de robar y mentir y abusar del poder, no solo a nivel del Gobierno, sino a todos los niveles de la sociedad? ¿Cómo cambiar los modelos de poder injusto en las familias, en las aldeas, en las empresas, en todos los círculos sociales? Para Lessing, la solución (o un intento de solución) empieza siempre con el individuo. El individuo, como lo piensa Lessing (y como lo pensaba Aristóteles), desea esencialmente el bien: conocer el mundo, vivir en él con justicia, ampliar su mente y sus poderes intelectuales, compartir deberes y privilegios, ser lo más humano posible. Y ese deseo, según Lessing, aun en las sociedades más desunidas, más frágiles, junto a la necesidad de sobrevivir físicamente, de comer y beber dignamente, y de tener un techo y un refugio, se manifiesta concretamente en el deseo de leer.
De allí la conmovedora historia que da título a un corto texto de Lessing, aún inédito en castellano: Por qué un niño negro de Zimbabue robó un manual de física superior. Un niño roba un libro que no puede leer “para tener un libro que es mío”. Dos son los impulsos que lo llevan a esta acción. Primero, poseer el objeto, que durante el tiempo de espera es mágico, como un talismán con inmensos poderes; luego, aprender a servirse de él. Para el niño de la exigua escuela de Rodesia, con sus maestros pobremente instruidos y sus anaqueles casi vacíos, los libros que satisfarán su deseo son las obras universales de nuestras literaturas, esas que pueden ser universalmente leídas. En literatura no todo espejo nos refleja. Lessing quiere que el niño de este relato pueda decir, al recorrer el libro elegido, escrito quizás hace siglos por alguien de otra cultura: “Mi abuela me contaba una versión de esa misma historia”. Que es una forma de decir: “Ese relato es también mío”. Cuando le fue otorgado, por fin, el Premio Nobel, recordó esa anécdota y dijo que le gustaba pensar que sus ficciones no eran sino versiones particulares de otras, contadas en otras lenguas y quizás más antiguas.
En casi todos sus libros, ese esperado reflejo es, para Lessing, la meta literaria. Un reconocimiento, la intuición de una memoria, una sensación de poseer de pronto, convertida a palabras, una experiencia ya sentida, íntima y secreta. Desde sus primeras ficciones autobiográficas, siguiendo con la saga de su heroína, Marta Quest (que, a través de El cuaderno dorado se convirtió en lectura esencial para el movimiento feminista de los años sesenta en adelante), pasando por los poderosos relatos que captan, en brutales instantáneas, la traumática vida de la segunda mitad del siglo
XX en África y en Europa, hasta las extraordinarias invenciones de ciencia ficción que reveló en ella una capacidad de invención casi ilimitada, y acabando con recientes y audaces novelas sobre temas tan diversos como la violencia infantil, la sexualidad de la edad madura, el mito originario de la desigualdad de los sexos, y, finalmente, varios volúmenes de memorias y una biografía ficticia de sus propios padres, Lessing propuso a sus lectores preguntas fundamentales sobre cómo actuar con responsabilidad en el mundo. Ser lector es, para Lessing, una toma de poder, un acto revolucionario que nos permite acceder a la memoria del mundo, a ser ciudadanos en el sentido más profundo de la palabra. “Literatura e historia son ramas de la memoria humana”, escribe. “Nuestro deber es recordar, incluso lo que está por suceder”.

Al final de un conmovedor ensayo sobre la condición humana, Prisons we choose to live inside, Lessing imaginó a otro niño (en este caso, el casi mítico faraón Akenatón que hace casi 25 siglos quiso imponer una ética humanista en el imperio egipcio) que crece en una sociedad dictatorial e injusta, haciéndose esta pregunta: “¿Qué puede hacer una sola persona contra este terrible, pesado, poderoso y opresivo régimen, con sus sacerdotes y sus temibles dioses? ¿De qué vale siquiera probar?”. “Siquiera probar”, dice Lessing, no solo “vale la pena”, sino que es la condición esencial de nuestro existir. Vivimos probando, intentando alcanzar ese bien que ansiamos, mejorar este pobre y desahuciado mundo. Es decir: “Usando nuestras libertades individuales (y no quiero decir simplemente formando parte de manifestaciones, partidos políticos, y demás, que son solo parte del proceso democrático), examinando ideas, vengan de donde vengan, para ver de qué manera estas pueden contribuir útilmente a nuestras vidas y a las sociedades en las que vivimos”. En este mundo insensato y violento en el que vivimos, las palabras de Doris Lessing son un aliento y una guía.


OPINIÓN

Lessing, una mujer de quien aprender

Pasará a la posteridad por su sabiduría para visibilizar las contradicciones con las que vivimos cotidianamente: pobres y ricos, mujeres y hombres… Pero afila las aristas de esas contradicciones:


La escritora Doris Lessing en la puerta de casa el 11 de octubre de 2007. Volvía de la compra cuando recibió la noticia de la concesión del Nobel. / shalin curry (afp)

Cuando Doris Lessing saca a la luz los choques de clase, género y cultura expresa el deseo de buscar un territorio común: una zona donde la fricción se suavice. Doris recibe a los periodistas al ser galardonada con el Nobel. Está sentada en las escaleras por debajo de los fotógrafos. Tal vez esa sea la metáfora de un punto de vista que anhela la conciliación: el destrozado sentimiento de fraternidad en una época en que la igualdad parece imposible y la libertad se reduce a la posibilidad de comprar y vender. La imaginativa parábola de La grieta apunta en esa dirección.
 Doris Lessing pasará a la posteridad por su sabiduría para visibilizar las contradicciones con las que vivimos cotidianamente: pobres y ricos, mujeres y hombres… Pero afila las aristas de esas contradicciones: Alice, la militante de La buena terrorista, recrea un hogar burgués en una casa en ruinas y con esa subyugante metáfora se cuestiona el peso de nuestras creencias, de lo que estamos dispuestos a perder por cambiar el mundo, al mismo tiempo que afloran la debilidad del pensamiento y las circunvoluciones de una deriva ideológica individual expuesta al curso de la Historia. Lessing da cuenta de la evolución de la ideología occidental y del nexo que une vida interior. Desde El cuaderno dorado esa reflexión se intensifica desde una perspectiva de género. En no pocas novelas de Lessing las mujeres, en su interacción con otras mujeres, descubren matices que exceden los límites de la lucha entre sexos: la vejez y la diferencia de clase, la mutación de los valores, son filos que cortan al leer Diario de una buena vecina, libro conmovedor que nunca cae en ese despeñaperros de ternura que transforma las buenas intenciones de la retórica literaria en el blanqueo de nuestra mala conciencia.
En las novelas de Lessing, el horizonte de la solidaridad entre mujeres no pasa tanto por la asunción de lo que tenemos en común como por la rentabilización constructiva de nuestras diferencias. La repugnancia ante los estragos de la edad o la divergente visión del mundo se desactivan ante un sentimiento de compasión que no se coloca ni por encima ni por debajo del compadecido. Hablamos de fraternidad, la búsqueda de empatía en una sociedad donde nadie sienta la culpa del verdugo ni la debilidad despótica de la víctima. De ese horizonte de feminismo autocrítico las mujeres tenemos mucho que aprender. Lessing mira a los fotógrafos sentada en las escaleras: la piedad deja de ser una emoción peligrosa.
Marta Sanz es escritora.
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OPINIÓN

Lejos de la hierba

Ya estaba cansada de ser premio Nobel y todavía no habían terminado de teclear la noticia


Lessing, con el Nobel. / shaun curry (afp)

Ya estaba cansada de ser premio Nobel y todavía no habían terminado de teclear la noticia. Desde el momento en que le comunicaron la buena nueva, ella decidió, como antes, en Oviedo, cuando le dieron el Príncipe de Asturias, activar su indiferencia ante la gloria. Le perturbaba que indagaran en su biografía, qué fue o qué hizo, para eso estaban los libros, que ya eran demasiados. Esa esquina en la que quería vivir ajena al oro de las letras era su casa alta y estrecha de Londres, y más precisamente la habitación más lejos de la hierba.
Ahí se recluyó desde que logró zafarse de los editores que la querían juntar con periodistas. Desde que consiguió decir no a todo aquello se fue a vivir allá arriba, de modo que cuando llegamos a la casa y tocamos el timbre sentimos que nos respondía el vacío tremendo de una casa sin nadie. La puerta estaba abierta pero la entrada se hallaba obturada por cientos de cartas y telegramas, también había restos de flores y otros parabienes que ella fue dejando allí porque le daba pereza desplazarse desde aquel piso hasta la entrada de la calle. Finalmente dijo “suban” y fuimos hasta ella portando a cuatro manos aquella correspondencia. Ahora, tocada con el abriguito escaso y gris con que aparece en algunas fotos, ya era ella misma de cuerpo entero, con su boca fruncida, pero con sus ojos inteligentes e irónicos, cansada de parabienes pero dispuesta a cualquier cosa para que los visitantes se sintieran en su casa. Le dije que nuestro compañero Carlos Yárnoz tenía en su despacho del periódico una foto suya, y que a los que no la conocían él decía de broma que aquella mujer era su madre. “La gente siempre me ve como su madre. ¡Os puedo adoptar!”, dijo riendo. Una madre. Hasta el punto que dispuso de paracetamol para uno de nosotros y nos ofreció todo tipo de milagros para que allí nos sintiéramos en casa.
¿Y ella cómo está? Ahí fue Doris Lessing en estado puro, con el mandoble que usaba para sus libros: “¿Me lo pregunta en serio? Pues le digo: tengo tos, una ligera diarrea y cistitis. Aparte de eso estoy muy bien, gracias”. Todo para ella entonces era estresante: las llamadas, las visitas. “Y además el gato está molesto”. De chica, cuenta, le molestaba que le hicieran cosquillas, que los adultos la manejaran y que la risa la dejara indefensa. Se revolvía de tal modo que la llamaban Tigger, el tigre que se desplaza a brincos en Winnie the Pooh. A ella no le gustaba ese mote; quizá ahora se revolvía contra las cosquillas de la fama, y eso la mantenía allá arriba, recluida, para sentirse dueña de su propia risa.
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OPINIÓN

Doris Lessing, la vida dedicada a la narrativa

La suya es la mirada de una persona que reconoce la vida como es, sin tapujos, pero acompañada de una cierta forma de compasión.


EL PAÍS

Mi primer encuentro como lector con Doris Lessing fue un libro editado por Carlos Barral (no podía ser de otra manera en aquella época: 1962, en la editorial Seix Barral) bajo el título La costumbre de amar. El libro era un conjunto de 17 relatos, el primero de los cuales, que daba título al libro, era un admirable estudio sobre un hombre tierno de vida galante a quien su juventud está abandonando sin piedad y al que la vida ha dejado apenas algo más que una costumbre de amar que ahora decide ejercitar con una mujer joven, una relación sobre la que se cierne inexorablemente el dictamen del tiempo. Todos los relatos estaban poseídos de una finura de análisis y una capacidad de recrear la vida común que destacaban por su capacidad de abordar las pequeñas miserias de la vida cotidiana; incluido el relato final, una dura visión de la Alemania de posguerra. En este libro está, a mi modo de ver, lo mejor del estilo característico de Doris Lessing, una escritura de la vida real sin tapujos y sin grandes adornos, directa al asunto, pero muy bien acompañada de un entorno cotidiano, aparentemente discreto, pero significativo, cargado de intención. La mirada de una persona que reconoce la vida como es, sin tapujos, pero acompañada de una cierta forma de compasión.
 Doris Lessing, nacida en Irán, recriada en Rodesia y finalmente afincada en Londres, inició su carrera literaria con la novela Canta la hierba, la historia de un matrimonio de fracasados en una granja sudafricana en la que el apartheid es un telón de fondo. No es una gran novela, pero contiene elementos que serán constantes a lo largo de su obra: el fracaso y la injusticia. Doris Lessing será fiel a ellos y tras instalarse en Londres se unirá al grupo de escritores ingleses más vivificante de la época: los Angry young men. Poco a poco va creando esa clase de personajes de clase media sumidos en la mediocridad y en la frustración que dejan ver tanto su maldad circunstancial como su bondad y ternura que los empuja a una existencia mediocre, sórdida en muchos casos. Su mirada sobre el dolor de la gente es implacable y amorosa a la vez. Es una etapa que culmina con En busca de un inglés.
Su siguiente paso se llama El cuaderno dorado, un libro que la catapulta a la fama de manera extraordinaria. El libro es acogido con enorme entusiasmo y devoción entre las feministas y las mujeres en general y extiende su fama por el mundo entero. Es un libro militante, en verdad, pero también cargado de eficiencia literaria. Es un libro vigoroso que suscita reacciones encontradas, pero de cuya calidad no cabe dudar. Después, el éxito parece eclipsar el interés de sus títulos posteriores, entre los que destaca Un hombre y dos mujeres, una lucidísima visión de las relaciones personales.
Doris Lessing es una autora torrencial que nunca ha dejado de escribir desde su primer título publicado. Incluso antes de Canta la hierba tuvo problemas por sus escritos acerca de la discriminación, problemas que determinaron su abandono de África. Como buena escritora torrencial ha escrito libros “buenos y regulares”, pero lo que impresiona sobre todo es su dedicación a la literatura. Escribió una extraña tetralogía de algo que aproximadamente podríamos llamar ciencia ficción que fue severamente contestada por críticos de tan indudable prestigio como Harold Bloom o Reich-Rainicki. Lo que está fuera de toda duda es que la suya fue una vida dedicada al conocimiento y a la literatura con un fervor y un amor envidiables. Una vida noble y justa.
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el dispensador dice:
una parte de mí quedó en algún lugar,
en algún espacio sin vivir,
palabra que pudo herir,
aquel genuino sentir,
descubrirse no amado...

verse al espejo traicionado,
saberse negado y atrapado,
por un espíritu condenado,
huerto sin ser cultivado,
enaltecido en la burla del disimulado...

algo siente el alma,
algo percibe el espíritu,
no hacen falta los ojos,
para saber que te han mentido,
no hacen falta oídos,
para saberte echado al olvido,
la piel suele percibir,
hasta distante gemidos,
lechos de cuerpos fundidos,
terceros que son heridos,
por ecos de aullidos,
que hacen de la consciencia,
un chasquido que se escurre en el ser excluido...

una parte de mí,
queda por detrás del pasado,
trampa que te ha arrollado,
regresa a su gestor,
más tarde o más temprano,
descubriendo al traidor,
salvando al traicionado,
es bueno verse habilitado,
a continuar caminando,
las ondas se van apagando,
a medida que te alejas de lo trazado...

se va ocultando la sombra,
una huella se va ganando,
alcanzar la cima de la circunstancia,
permite divisar los llanos,
las cumbres y sus bajos,
sólo se puede descender,
cuando la herida ha sanado.
NOVIEMBRE 19, 2013.-

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