jueves, 16 de enero de 2014

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Juan Gelman, una historia argentina | Cultura | EL PAÍS

Juan Gelman, una historia argentina

El exilio, el asesinato de su hijo en la dictadura y la desaparición de su nieta marcaron su vida



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El poeta y su esposa, el 20 de julio pasado en un jardín de México DF. La foto, inédita, es una de las últimas del poeta. / JAIME NAVARRO

El martes, cuando vi el rostro de Juan Gelman en el noticiero, me pregunté qué nuevo premio le habrían dado porque, en verdad, ya se los habían dado todos. Sólo en los últimos años, y sin ser exhaustivos, había ganado el Juan Rulfo (2000), el Reina Sofía (2005), el Cervantes (2007). Pero, pocos minutos después, supe que su rostro estaba ahí porque había muerto. Recuerdo vagamente —y vanamente— mi único encuentro con él, después de la entrega del premio Cervantes a José Emilio Pacheco en el paraninfo de la universidad de Alcalá de Henares. Era un día azul, muy tieso. Alguien nos presentó, diciendo que yo vivía en Buenos Aires, y él, entonces, me preguntó en qué barrio. Aún a riesgo de que pareciera invento tuve que decirle la verdad: en Villa Crespo, donde él había nacido, y, para más ay, a tres cuadras de la cancha de Atlanta, el equipo del que era fanático, que lo nombró socio ilustre en 2006 y que, en el mismo acto, le regaló un trozo de su antigua tribuna. Me preguntó, escueto, lejano, cómo estaba la cancha, mientras fumaba hasta el carozo un cigarrillo y me miraba con unos ojos que parecían, a la vez, alertas, cansados y burlones.
Hijo de un matrimonio de inmigrantes judíos ucranianos, empezó a escribir poemas de amor a los nueve, para conquistar a una vecina: "Al principio le mandaba versos de un argentino del siglo XIX, Almafuerte, pero no me hizo caso. Así que decidí probar yo mismo. Tampoco me hizo caso. Ella siguió su camino y yo me quedé con la poesía". Con la poesía y con la militancia: en 1945, con apenas 15, ingresó a la Federación Juvenil Comunista. En 1975 la organización Montoneros, a la que pertenecía desde 1973, lo envió al exterior para, entre otras cosas, denunciar los delitos contra los derechos humanos que se cometían durante el gobierno de Isabel Perón. Allí estaba cuando, en la Argentina, se produjo el golpe militar que dio comienzo a la dictadura. Y allí seguía cuando, el 24 de agosto de 1976, los militares secuestraron a su hijo, Marcelo, y su mujer embarazada. Gelman permaneció en el exilio —entre Roma, Madrid, París, Nueva York y México, donde falleció— escribiendo poesía, periodismo y buscando a su nieta (o a su nieto: no tenía forma de saberlo). En 1989, el Equipo Argentino de Antropología Forense encontró los restos de su hijo. Once años después, apareció su nieta, Macarena, criada por la familia de un policía uruguayo. Hace unos años, Luis Fondebrider, presidente del Equipo de Antropología Forense, me dijo que, cuando encontraron los restos de Marcelo Gelman, le dieron la noticia a su padre en persona, en Nueva York, donde estaban por otros asuntos. "Me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas". Pensé muchas veces en aquel hombre insomne, hospedando bajo su techo a esos muchachos jóvenes que iban a darle una noticia que era, a la vez, buena y mala. Pensé muchas veces, también, en ese mismo hombre, ya mayor, recibiendo la noticia de que su nieta había aparecido. Y me pregunté, muchas veces, qué sería, para ese hombre, esa patria que producía exilios, ausencias, desapariciones, apariciones a destiempo.
Cuando le dieron el premio Cervantes, dijo, en su discurso: "Las heridas no están aún cerradas, su único tratamiento es la verdad y luego la justicia; sólo así es posible el olvido verdadero". Ahora, mientras escribo, abro la nota del diario La Nación, de Buenos Aires, que anuncia su muerte, y veo, al pie, una leyenda: los comentarios están cerrados debido a la sensibilidad del tema. Se ha muerto un poeta, me digo: ¿cuál puede ser la sensibilidad del tema? Entonces, recuerdo que el 17 de mayo de 2013, cuando murió el dictador Jorge Rafael Videla, la nota que anunciaba su muerte tenía, al pie, la misma frase. Es probable que esa espeluznante repetición, inversa y en espejo, diga más que cien párrafos como estos.


El adiós es un saludo

Hijo de una familia de judíos ucranios, la historia de su país le convirtió a Juan Gelman también en un exiliado

AGUSTÍN SCIAMMARELLA
Juan Gelman solía advertir que él era el único argentino de su familia. Explicaba así el desarraigo, la experiencia frágil que sostiene la identidad de cualquier decir. Hijo de una familia de judíos ucranios, la historia de su país lo convirtió también en un exiliado. Por eso entendió la pertenencia como un acto de desarraigo. Claro que la soledad fue para él, en compensación humana y literaria, un acto de amor. Todo estaba dicho con los largos silencios de Juan.
Desde la época del grupo El pan duro, que fundó en los años cincuenta, su poesía brotó con la voluntad radical de un compromiso íntimo. La política estaba ahí. “A la poesía me obliga el dolor ajeno”, escribió. Pero sabía que las circunstancias exteriores solo alcanzan la verdad del poema cuando coinciden con las circunstancias del corazón. Y como su corazón significaba desarraigo, conciencia de pérdida, su palabra no pudo ser consigna, sino acto de amor y búsqueda del vacío.
Desde el principio quiso ponerlo todo del revés. Su primer libro, Violín y otras cuestiones (1956), empezó con un epitafio, una despedida que se convertía en saludo, el adiós como forma de encuentro. Más tarde publicó Gotán (1962), un título que le daba la vuelta a la palabra tango para asumir la cadencia de la ciudad en la que había nacido, pero sin acomodarse a ella, tomando conciencia de su existir a contracorriente. Supo entonces que todo es una puesta en duda del original, la invención que persigue una verdad imposible, y por eso presentó su poesía como un ejercicio de traducción. En Los poemas de Sidney West(1969) creó la voz de un autor tan norteamericano como figurado. Sí, se trataba de darle la vuelta a todo porque la vida le iba dando la vuelta a él.
Mientras apuraba los grados más altos del compromiso político, perdía a su hijo y a su nuera, desaparecidos de la dictadura argentina, y soportaba las contradicciones de la realidad, ni siquiera quiso encontrar acomodo en el dolor. Necesitaba seguir amando. Cuestionó, partió, retorció las palabras para no dejarlas tranquilas. En De atrásalante en su porfía (2009), lo reconoció así: “Confundirse con otros y / que los otros en tu ser / te hagan inmenso como el mar”. Pocos enamorados tan radicales como Juan Gelman, pocos amores tan profundos como el que él ha compartido con Mara, su mujer.
En este mismo libro, que puso una vez más las cosas del revés desde el título, identificó su palabra con una pala. Exhumaba con ella la realidad. Aunque no confiaba en ninguna esencia, quería anotar las combinaciones de sus búsquedas con la tierra. Ahuecarse, llenarse de vacío, era un modo de esperar a los demás, una costosa forma de reinventar la hospitalidad.
Consciente de la muerte, Juan se ha despedido poco a poco de los suyos. A su editor español, Chus Visor, lo llamó para decirle adiós el día antes de su fallecimiento. Si el primer poema fue un epitafio, su despedida debería ser ahora un saludo. Más allá de las palabras, uno quisiera poner también la muerte del revés, y darle una copa y encenderle un cigarro al amigo.


El poeta de los ojos tristes

La vida de Juan Gelman estaba marcada por la muerte de su hijo y su nuera a manos de la dictadura y la búsqueda de su nieta





Juan Gelman, el poeta de los ojos tristes, era capaz de arrancarse de madrugada a rasguear la guitarra; en tiempos en que su pesadilla era más grande, pues buscaba con ahínco pero sin esperanza a su nieta secuestrada en 1976 por los golpistas de Videla, la poesía y esos instantes de la noche le devolvían a la vida, como si se la prestaran. Esa larga historia que lo convirtió en huérfano de su hijo y en abuelo en perpetuo estado de incertidumbre lo llenó de pena, y “la pena”, dijo una vez con su enorme capacidad para la melancolía y el sarcasmo, “es un territorio muy amplio, probablemente argentino”. Él nunca se quitó de veras la pena.
Cuando en 2000 apareció la nieta, una joven que había vivido hasta entonces con un matrimonio al que se la entregaron los militares, se alivió la pesadumbre pero mantuvo su rastro. Fue mucho pesar, él lo llevó con la dignidad personal de un combatiente. A veces, cuando recitaba en público y aún existía esa sombra en su vida, cada verso era un esfuerzo y una rasgadura, como si llorara en voz baja. Por eso asombraba en esos instantes en que le robaba a alguien la guitarra que riera y cantara como si fuera otro.
Esa búsqueda de la nieta fue la razón mayor de su tristeza, pero nunca fue un hombre vencido. Ahora, consciente de la enfermedad que acabó con su vida, tuvo energía aún para desear a sus amigos un año menos difícil. Volvió del hospital, donde entró y salió desde el último noviembre, porque quiso que fuera en su casa donde dijera adiós a todo esto.
Nació en Argentina en 1930. El golpe de Estado de Videla lo condujo al exilio en México, de donde jamás quiso volver a su país. Su nuera esperaba una criatura cuando la secuestraron; de ella y del hijo de Gelman no se supo nunca más; el poeta estaba seguro de que la criatura vivía en alguna parte. La movilización mundial a favor de su lucha por encontrarla chocó durante años contra la inepcia del Vaticano, al que acudió, y de los gobiernos uruguayo y argentino, pero contó con el apoyo de sus escritores, periodistas y activistas. Sus amigos José Saramago y Eduardo Galeano presidieron una campaña mundial a favor de la búsqueda de la nieta; esa campaña se intensificó cuando por fin hubo noticias que daban fe de que la muchacha existía, y en 2000 al fin se produjo ese encuentro. Macarena Gelman tiene ahora 35 años y vive en Uruguay. Esa noche del reencuentro su amigo Mario Benedetti dijo: “Hablé con Juan y está de lo más feliz”.
Esa noticia fue para él la emoción más grande de su vida. Su poesía, irónica y secreta, escrita desde la melancolía, vivió momentos más claros; pero él siguió siendo el poeta de los ojos tristes que a veces ocultaba la risa tras el bigote poblado. Alto, desgarbado, Gelman caminaba dejando atrás, siempre, la estela del humo de su cigarrillo. Su voz tenía la cadencia del silencio; podía recitar ante miles, pero jamás levantó la voz. Últimamente había adelgazado mucho, de modo que cuando se desplazaba parecía que iba a volar tras el humo.
En el último mes de abril, cuando publicó su libro Hoy, de prosa poética, como muchos de los suyos, explicó aquí qué sintió cuando fue condenado uno de aquellos verdugos de su hijo. “Entre los culpables del asesinato de mi hijo había un general que fue condenado a prisión perpetua. Pero cuando dictaron la sentencia yo no sentí nada. Ni odio, ni alegría. Y me pregunté por qué, y eso me llevó a escribir, para preguntarme qué había pasado”. En esa conversación, Gelman resumió su disgusto con el papa Francisco, a quien había acudido cuando éste era el obispo Bergoglio en busca de ayuda para encontrar a su hijo. El obispo le dijo que no podía hacer nada, “pero ante la justicia declaró otra cosa, que había hecho gestiones sin éxito”.
Esa larga lucha (35 años buscando rastros de la vida de los suyos) no sólo lo marcó como persona, sino que llenó de amargura y sarcasmo su escritura. Él tenía, decía, “la confianza lastimada”. También con respecto al porvenir del mundo. Ese hombre está en sus versos.
Ganó los principales premios de la literatura en español: el Rulfo, elReina Sofía de poesía, el Cervantes (en 2007). Para él, la poesía era “una forma de resistencia”, pero ese compromiso civil no alteró su manera de ser poeta. ¿Hermético?, se preguntaba. “No, lo que hago es respetar al lector, obligarlo a que lea por dentro”. En el Ateneo de Madrid, en uno de sus tumultuosos recitales, siete años después del hallazgo de la nieta, leyó su poema padre de entonces como si fueran a temblar sus manos, sus ojos, él entero: “Así que has vuelto / como si hubiera pasado nada / como si el campo de concentración no / como si hace veintitrés años / que no escucho tu voz ni te veo / han vuelto el oso verde tú / sobre todo larguísimo y yo / padre de entonces / hemos vuelto a tu hijar incesante / en estos hierros que nunca terminan / ¿Ya nunca cesarán? / ya nunca cesarás de cesar / vuelves y vuelves / y te tengo que explicar que estás muerto”. La ovación compungida de la gente fue la confirmación de que el público y el poeta se leyeron por dentro.
Esa historia fue su vida: el hijo muerto, la hija muerta, la nieta en un paradero sobre el que él arañaba. Todo eso seguía vivo en su mirada, por tanto en esos versos, padre de entonces. Fue comunista, periodista y resistente, la sombra de esa historia no le permitió jamás olvidar esa militancia contra el olvido.
Fue un resistente comprometido también con los cambios habidos en su país para revertir los efectos de la ley de punto final que había proclamado el presidente Alfonsín. Esa “impunidad espantosa” fue anulada por el presidente Kirchner y dio paso a las condenas de los represores, entre ellos los represores de su familia. Y desde ese punto de vista defendió aquí al juez Garzón cuando éste trató de perseguir el franquismo y restituir la dignidad de los perseguidos durante la dictadura. “No entiendo”, dijo entonces, “el castigo a Garzón por rastrear la memoria”.
Un día le pregunté quién era. Y él dijo:
--Quién sabe. Yo, no.

el dispensador dice:
la vida te va recoletando marcas,
algunas se llevan en la frente,
otras tal vez en la espalda,
algunas dicen mucho,
otras no dicen nada,
sin embargo y como sea,
todas se estampan en el alma...

algunas tienen formas raras,
otras tienen formas humanas,
algunas devienen de circunstancias,
otras de convivencias extrañas,
pero cada huella que se deja,
se nutre de ciertas marcas,
algunas cubiertas por sombras,
otras por ausencias que se añoran hasta las lágrimas...
sea como sea la vida,
te va llenando de marcas,
que solo tu sabes que existen,
cuanto pesan,
cuanto embargan...

a veces te obliga el tiempo,
a veces cosas que amargan,
dejar atrás sentimientos,
también dejan alguna marca,
pero uno sigue andando,
tal como navega la barca,
a veces con barlovento,
otras con arrecifes donde el destino encalla,
a veces con velas desplegadas,
otras tantas dependiendo de la esperanza,
como sea se navega,
a sabiendas que un muelle puede convertirse en valla...

y de pronto alguien te llama,
ángel que te acompaña,
"vamos"... "estamos en la playa"...
"hemos traspuesto el umbral de las esperanzas",
y simplemente te bajas,
sin siquiera echar anclas,
de este lado no hay vientos,
ni soplan envidias vanas,
todo parece contiguo,
infiernos ardientes y paraísos suaves,
sin embargo los media un abismo,
donde no hay puentes ni llaves,
según las marcas que portes,
será el lugar donde caes,
dependiendo de las palabras ciertas,
y las intenciones en coincidencias,
nada es cuestión de ciencias,
apenas si lo es de almas...

y allí te están esperando,
aquellos de los destinos truncos,
que esperan regresar al mundo,
para respirar profundo,
aquello que queda pendiente,
en los pasados rotundos,
ya que el humano no entiende,
que el ciclo que se interrumpe,
en algún momento se cumple,
porque así es el designio,
de la creación en los herrumbres,
no hay techo que se derrumbe,
si antes alguien no hizo cumbre...
vuelve hijo... enciende lumbre...
siempre hay un manto que te cubre...
cuando la inocencia es tu cima,
y la consciencia te impulsa... te sube.
ENERO 16, 2014.-



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