lunes, 16 de noviembre de 2015

FANTASMAS ► El pueblo fantasma de los Andes chilenos | El Viajero | EL PAÍS

El pueblo fantasma de los Andes chilenos | El Viajero | EL PAÍS



El pueblo fantasma de los Andes chilenos

Paseo por la ciudad abandonada de Sewell, a 150 kilómetros al sur de Santiago, declarada patrimonio mundial





Antigua ciudad minera de Sewell, en los Andes chilenosampliar foto

Vista de la ciudad fantasma de Sewell, junto a la explotación minera de El Teniente, en los Andes chilenos. / A. F. RECA


A mediados del siglo pasado, un pequeño asentamiento minero perdido en mitad de los Andes, a más de 2.100 metros de altura, contaba con el hospital más puntero de Sudamérica; allí se vieron las primeras incubadoras de la zona y acudieron los famosos de la época para tratarse. Un pintoresco enclave en el que los esforzados mineros se divertían al salir del tajo en la primera bolera que se instaló en la región y veían las últimas películas de cine del incipiente Hollywood antes que nadie en Latinoamérica. Una ciudad colorista a la que solo se podía llegar en un primitivo tren y que contaba con un club social donde bailar al ritmo de las mejores bandas y relajarse en una modernista piscina olímpica climatizada. Incluso tenía una cancha cubierta de baloncesto que se abría por la mitad para permitir la entrada en escena de un ring de boxeo. Y no, no se trata de un relato futurista ni de una leyenda andina. Esa ciudad existió.
La increíble historia de Sewell comienza en 1905. Una compañía norteamericana, Braden Copper, adquirió un viejo enclave minero abandonado con la idea de devolverlo a la vida en busca de un mineral tan abundante en la zona como complejo de extraer: el cobre. La empresa no era sencilla por varios motivos, especialmente por la dificultad de conseguir trabajadores que quisieran desplazarse hasta la mitad de la nada, a 2.140 metros de altura, y convivir entre picos, palas y nieve. Más cuando en aquellos años llegar hasta la bocamina costaba cerca de una semana de tortuoso viaje en carreta desde las poblaciones más cercanas, ubicadas a los pies de los Andes. La ciudad está a 150 kilómetros al sur deSantiago de Chile, en plena cordillera y en mitad de la mina en explotación más grande del mundo, El Teniente.

De la mina a la bolera



Interior de la antigua bolera de Sewell, en los Andes de Chile.
La idea de los norteamericanos fue simple: crear una nueva ciudad con todas las comodidades posibles para que los mineros pudieran establecerse allí con sus familias. Se pusieron manos a la obra y fue así como, en mitad de la pendiente del llamado Cerro Negro, comenzó a levantarse un entramado urbano con edificios para solteros, chalets para familias y directivos (a cada cual con mayores lujos, pues las diferencias sociales estaban muy patentes), escuelas, hospitales, comercios y clubes sociales, así centros deportivos para el esparcimiento y el entretenimiento, siempre bajo techo, donde pasar las horas muertas y los largos inviernos andinos. Tampoco faltaba la iglesia, aunque sí las cantinas, pues en Sewell regía la misma Ley Seca que en Estados Unidos. Y todo al más puro estilo constructivo norteamericano, lo que hacía de esta ciudad un oasis de modernidad en mitad de una región todavía muy atrasada con respecto a sus vecinos del norte.
La ciudad minera se estructuró en torno a unas grandes escaleras, que servían de plaza y centro de reuniones. En torno a ella se levantaban los edificios, de madera, que se pintaron de diferentes colores para aportar algo de alegría a la dura vida en la mina. Para acceder a Sewell, bautizada en honor a uno de los directivos de Braden Copper –quien, por cierto, nunca llegó a pisar la ciudad–, se construyó una primitiva línea férrea que servía tanto para transportar el ansiado cobre, como para llevar y traer a los trabajadores y a sus familias. A mediados del siglo pasado la ciudad albergaba a una población estable cercana a las 17.000 personas que podían multiplicarse en fechas festivas, cuando llegaban de visita familiares y amigos.

Tecnología punta



Estas escaleras eran el centro neurálgico de Sewell, ciudad minera abandonada en los Andes chilenos. /PABLO BANCO
Sewell marcó también un curioso pero desconocido hito tecnológico en América Latina, pues los norteamericanos dotaron a esta ciudad con los últimos ingenios para hacer más fácil de sobrellevar la vida de los mineros, sus familias, los contratistas y los directivos en aquel ambiente hostil. Es así como aparecen las piscinas climatizadas y las canchas deportivas multiusos, la bolera y el cine. Instalaciones nunca antes vistas en este entorno y que se complementaban con múltiples colegios bilingües, una escuela de ingenieros y un hospital dotado con sofisticados materiales donde se realizaban operaciones pioneras en el continente y al que acudían los más pudientes de la época desde diferentes partes de Suramérica.
Pero esta remota Arcadia minera no duró mucho ni fue siempre feliz. Las duras condiciones orográficas y climatológicas –continuas avalanchas de nieve destrozaban una y otra vez las construcciones más expuestas–, unidas a diversos accidentes dentro de la mina (en 1945 un accidente costó la vida de 355 trabajadores, la mayor tragedia de la historia de la minería metalífera a nivel mundial) y a conflictos laborales, fueron destruyendo poco a poco el mito de Sewell. Los mineros comenzaron a despoblar la ciudad y a establecerse en la cercana Rancagua, desde donde se construyó una carretera que facilitaba el acceso a El Teniente. La nacionalización del cobre por parte del Gobierno chileno terminó con la entrada de dólares norteamericanos y, a finales de los 70, Sewell comenzó a desmantelarse.

Un paseo fantasmal



Una de las salas del museo de Sewell, que cuenta la historia de esta población minera. / A. F. RECA
Hoy solo queda en pie una cuarta parte de lo que fue Sewell, aunque se conservan medio centenar de edificios muy representativos de la época de mayor apogeo (varias viviendas, el hospital, la bolera, la escuela de ingenieros, un molino…) e incluso ha sido declarada patrimonio mundial.
Este pintoresco conjunto urbano, o lo que queda de él, se puede visitar, pero al ubicarse en mitad de una explotación minera aún activa –se calcula que hay más de 3.000 kilómetros de galerías excavadas y en uso en El Teniente– la única manera de llegar hasta allí es mediante tours privados desde Santiago y Rancagua. Se ha construido un coqueto museo que explica cómo era la vida en esta ciudad, que expone desde múltiples utensilios y objetos de época hasta piezas de cobre de diferentes civilizaciones alrededor del mundo. Incluso existen varios proyectos para rehabilitar los viejos edificios que un día fueron la envidia del continente.


el dispensador dice:
cuando el tiempo se detuvo,
ya no había madera ni varillas,
no había carbón ni carbonilla,
no quedaba cobre ni pirita,
cuando la moneda se acaba,
parece que la vida se termina,
pero es justo cuando renaces,
encontrando otra senda que se abre y te invita...

donde hubo almas respirando,
quedan fantasmas que no olvidan,
ten cuidado entonces,
a quien molestas,
cuando caminas,
puede que cuando sueñes...
veas a alguien que se te arrima,
estréchalo en un abrazo,
y comparte con él tu alegría...

debes decirle que ninguna moneda salva,
cuando en el alma se porta herida...

debes decirle que ni el oro sirve de umbral,
para saltar al espacio contiguo,
ése que ni recuerdas pero que se trata de dónde venías...

has sonar una campana,
y agradece la compañía,
los fantasmas siguen vivos,
aún cuando no los veas... con los ojos de tus días...
son preferibles los ojos del alma,
aguardando la paz que ellos esperan...
como tren que no pasa,
que no llega,
todavía.
NOVIEMBRE 16, 2015.-

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