Bienvenidos a la Patagonia, la fábrica mundial de dinosaurios
Un paisaje marciano. Un desierto rojizo de sierras y mesetas junto a un lago que se esfuma en el horizonte. Dinosaurios. Restos de ellos por todas partes. Fósiles de todos los tipos de vida que existieron en la Tierra hace millones de años. Un ecosistema completo petrificado.
En el camino hacia ese pasado se cruzan, veloces, zorros y ñandúes. Velan por los viajeros los santos paganos en improvisados altares de palos y piedras repletos de ofrendas y escupen fuego en el medio de la nada las imponentes instalaciones de extracción de gas y petróleo. Por momentos parece el paisaje de la película Mad Max. Este es el aspecto de la zona del lago Los Barreales, en Neuquén, en la Patagonia argentina, una provincia en el límite con Chile, a más de 980 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. El símil cinematográfico tiene sentido al considerar que hace 100 millones de años Argentina y Namibia (escenario del film) eran parte de un mismo continente.
Las huellas del pasado aparecen a cada paso en la región que guarda la mayor colección paleontológica de Sudamérica. Allí existe una ventana al pasado cretácico que puede visitarse todo el año, aunque se recomienda hacerlo durante el verano argentino, en enero y febrero, cuando el clima cálido del sur propicia el turismo al aire libre. Esa ventana se llama Proyecto Dino, a 90 kilómetros de la capital homónima de Neuquén. Un campamento científico abierto al público con el apoyo de fondos públicos y privados (Universidad Nacional del Comahue y petroleras) que acaba de levantar sus persianas luego de cinco años de cierre por conflictos con la comunidad indígena y de financiación. Aquí se han hallado más de treinta tipos nuevos de dinosaurios, con 1.500 piezas de fósiles de vertebrados y más de 400 restos de vegetales de entre 90 y 100 millones de años de antigüedad. Y siguen encontrándose. “Esta es una fábrica de dinosaurios”, ironiza su histriónico director, el geólogo y paleontólogo Jorge Calvo.
Las condiciones geológicas y geográficas de la Patagonia facilitan los innumerables hallazgos, entre los que destacan dos de las especies más grandes en la historia del planeta: el carnívoro cazador Giganotosaurus carolinii (de entre doce y trece metros de largo y casi siete toneladas) y el herbívoro Futalognkosaurus dukei (de unos treinta y cuatro metros y de hasta cincuenta toneladas). El primero vivió hace 97 millones de años y supera en tamaño al popular Tyrannosaurus rex. Fue hallado en 1993 en un pueblo a pocos kilómetros, llamado El Chocón, por Rubén Carolini, un mecánico aficionado a la paleontología que como todos los lugareños trabajaba en la hidroeléctrica estatal. Una vez privatizada (en 1992) empujó al paro a cientos de trabajadores obligando a la comunidad a reinventarse. Pasó de tener 5.000 habitantes en los años setenta a menos de cincuenta el año que cerró la empresa, según el censo oficial.
El año siguiente se estrenó Parque jurásico y, aunque todavía hoy no alcanza los 1.000 residentes, la sensación de los locales es que los dinosaurios salvaron al pueblo. “Ahí creció de nuevo la población. Los huesos estaban en un salón de un club hasta que se empezó a reformar el museo de El Chocón, el antiguo taller mecánico de Hidronor donde trabajaba Carolini. Esa es la historia del comienzo de la paleontología en esta zona. Ahí resurgió el pueblo”, resume Calvo, radicado en la provincia desde 1987 y testigo de la metamorfosis. Desde entonces, todos los pueblos de la región anhelan su museo paleontológico. Ya hay cinco con muestras importantes y tres en surgimiento. Dentro depoco tiempo habrá 1 por cada 28.000 habitantes. Todos sobre dinosaurios. “Está lleno”, resume el científico.
Quien en realidad encontró el Giganoto fue una campesina, pero quien se quedó con el nombre y la estatua a lo Indiana Jones fue el mecánico. “Ella encontró el fósil custodiando a una chiva que se le escapó, fue a buscarla caminando y lo encontró”. A partir de ahí se inició la cadena de alertas que acabó en el protagonismo de Carolini por haber sido quien informó a la Universidad Nacional del Comahue. Gracias a ellos se supo que el carnívoro más grande encontrado hasta el momento mundo era un superpredador capaz de comerse a inmensos herbívoros que lo triplicaban en tamaño. Eso se debía no tanto a su ferocidad como a su oportunismo: los saurópodos (herbívoros de cuello largo) eran muy lentos. El Giganoto, con un cráneo de casi dos metros de largo y con el fémur más largo que la tibia, tampoco conseguía mucha velocidad. De modo que por más amenazante que pareciera, un pequeño y audaz reptil podía evadirlo sin problemas.
Más temible era el Megaraptor, un pariente más feroz aunque menos conocido que el protagonista de Parque Jurásico. La diferencia fundamental radica en el modo de conseguir sus presas. Según Calvo, el primero era cazador y el segundo carroñero, aunque esto último es aún motivo de controversia. Lo seguro es que ambos eran tiranos. Deberían compartir prefijo, pero la hipótesis inicial acerca de la ubicación de la primera garra encontrada asignó al Giganoto a una familia que no le correspondía. “El paleontólogo que lo encontró vio que era parecida a la del Velociraptor de Parque Jurásico y la ubicó en el pie. Dijo ‘este es Mega-raptor’ porque era más grande, pero acá en la excavación del Futalognkosaurus encontramos la misma garra asociada a la mano. Completa, articulada. Entonces descubrimos que el Megaraptor no tenía la garra en el pie sino en la mano, así que ya no podía ser un raptor. Después se descubrió un cráneo y supimos que fue un pariente del Tyrannosaurus rex, que usaba los brazos porque era el arma más mortal que tenía. El nombre no se puede cambiar, ya quedó, pero la realidad es que no es un raptor sino una especie nueva de tiranosaurio”, aclara Calvo. El hallazgo del esqueleto casi completo con el cráneo incluido, en 2003, fue un hecho inédito en el estudio de esa especie. “Megaraptor era porque tenía una garra grande y filosa, que llegaba hasta los 50 centímetros sumando los huesos y el estuche”, explica el paleontólogo, convencido de que este animal, de hasta ocho metros de largo, mataba a sus presas desgarrándolas.
La segunda joya del campamento es el Futalognkosaurus dukei, hallado en 2007. Es uno de los herbívoros más grandes del planeta y vivió hace unos 90 millones de años. Medía entre 34 y 36 metros de largo, pesaba cerca de 80 toneladas (el equivalente a la suma de 40 elefantes) y tenía la cadera más grande hasta ahora conocida, de 2,55 metros de ancho. Su colosal esqueleto es, además, uno de los más completos encontrados, con el 70% de las piezas rescatadas. Calvo relata su hallazgo como si fuese Sherlock Holmes. “Es como el trabajo de un perito forense, la pregunta es quién lo mató y por qué”. Esas son las intrigas con las que el paleontólogo sostiene la atención en el recorrido. Con ese anzuelo invita a los turistas a poner manos a la obra en una cuadrícula fértil en la que, asegura, algunos visitantes han encontrado fósiles. Si esa es la experiencia que se busca, los turistas pueden alojarse en una de las casillas rodantes del campamento de Proyecto Dino por entre 100 y 300 dólares por persona (unos 90 a 270 euros) y sentirse paleontólogos por unos días. Guiados por profesionales, recorren las zonas de los hallazgos, participan de excavaciones, se les permite preparar fósiles y visitar el laboratorio. Duermen, trabajan y comen como los jóvenes científicos que allí residen, lejos de cualquier comodidad hotelera.
Huellas, huevos y ‘dragones’
Las excavaciones de Futalognko abrieron el portal al Cretácico. El geólogo y paleontólogo que trabaja allí desde hace 20 años todavía se asombra. “Cuando empezamos a sacar el dinosaurio vimos las plantas, los peces, los cocodrilos, las tortugas, las cáscaras de huevo. Se trataba de un ecosistema. Es único en el mundo. Encontrar un ecosistema fósil es rarísimo”. Todo parece extraordinario en la geología neuquina. “El año pasado le dimos nombre a un reptil volador. Argentinadraco se llama, que significa dragón argentino. Todo el tiempo descubrís cosas. Especies nuevas permanentemente porque está todo ahí. Están las plantas, las hojas preservadas, geodas. Tenemos una familia de 5 cocodrilitos juntos. Probablemente hayan muerto sepultados en una crecida de agua, tipo Pompeya o en un alud. Son casos excepcionales de muertes en grupo”.
Más frecuentes, según los expertos, son las huellas. Verlas desde cerca, sin embargo, provoca una fascinación atípica. Parecen frescas, como si el animal hubiera huido minutos antes. Se ven tan nítidas que los turistas tienden a creer que son falsas. Calvo despeja por qué no lo son. “Esto era una zona de lagunas donde el animal iba a tomar agua y dejaba la marca en el barro arcilloso. La huella se seca con el sol y se endurece. Cuando hay inundación, el agua no la rompe, la tapa con sedimento y se preserva. Si es una inundación lenta, no la erosiona. Arriba de las huellas había 1.000 metros de roca tapándolas. Esos 1.000 metros desaparecieron, se erosionaron y quedaron a la vista”. Las que están en la zona del lago Los Barreales fueron descubiertas en 1991 y datan de hace unos 100 millones de años. Por los característicos 3 dedos y su gran tamaño, se cree que son de megaraptor. “La huella habla de la vida que tenía el animal. Cómo caminaba, cómo se movía, si era una persecución, si fue al agua. El hueso te dice qué especie de dinosaurio era. Nada más. Cómo vivía, qué hacía ahí, lo dicen las huellas”, explica el científico. También hay pisadas de herbívoros que pueden verse ‘en negativo’, sobresaliendo por debajo del corte rocoso. El paleontólogo se para debajo de ellas para entender lo que se está viendo. “Ves la silueta de la huella en la roca. Son de herbívoros. Ellos no dejan pisadas en detalle como los carnívoros. Dejan pozos, como un elefante”.
A pocos pasos, se muestran restos originales de cáscaras de huevos (de 5 milímetros de espesor) que pertenecieron a un pterosaurio, un antepasado de las aves. En la zona se practicaba una suerte de crianza solidaria. “La primera madre ponía el nido y después iban todas al mismo lugar. Se creaban centros de nidificación y entre todas cuidaban los huevos porque si estaban aislados, no los podían ver y ellas mismas los podían pisar. Eran animales que tenían la cabeza a 10 metros de altura. Además supuestamente no tenían razonamiento, no sabemos”, duda Calvo dispuesto a dejarse sorprender por el avance científico.
El gas de Vaca Muerta
A 22 kilómetros de Proyecto Dino está Añelo, la capital latinoamericana del fracking (fracturación hidráulica). El circuito de Proyecto Dino también incluye a la gallina argentina de los huevos de oro. Un furor de origen prehistórico. “Todos hablan de Vaca Muerta, pero nadie sabe qué es”, sentencia Calvo parado junto a una escala geológica. A 7.000 metros bajo sus pies está Vaca Muerta; el segundo yacimiento de gas más importante del mundo y el cuarto en petróleo. Como geólogo, también instruye sobre el origen de ese combustible fósil. “El mar entraba a la cuenca neuquina, depositaba el sedimento, las algas y los microorganismos y se transformaba todo en protopetróleo. Se llama roca madre y es el origen del petróleo”. Debido a la presión sale por los poros y las grietas y sube a formaciones superiores, a 2000 metros, de donde lo extraen las petroleras. Calvo recoge una pequeña botella de vidrio con un líquido ocre. Lo destapa y lo acerca a los turistas para que puedan sentir el inconfundible olor a combustible. “Este petróleo es de acá”, presenta. El ‘oro negro’ no siempre es negro. “Puede ser de distinto color, hasta transparente. Cuanto más oscuro, más rico es porque más subproductos derivados tenés. Cuanto más claro, más destilado, menos cosas se pueden hacer”, distingue.
El petróleo de las capas superiores se acabó. Con el fracking intentan exprimir la roca madre. “Ponen líneas donde destruyen la roca y la bombardean con agua y arena a mucha presión. Así, el petróleo empieza inyectarse en los otros pozos para sacarlo a superficie”, detalla Calvo, quien desestima el daño medioambiental. “Está a 2.600 metros. No hay agua potable ahí. La que se usa para extraer el petróleo es mínima, las ciudades usan más. Este agua se vuelve a usar en otros pozos y cuando ya no funciona más, queda adentro y se sella”. Pero el esplendor energético todavía no se palpa en las ciudades ni los pueblos de Neuquén. Con la angustiosa experiencia de la hidroeléctrica, la comunidad desconfía de las industrias extractivas. Temen que los dinosaurios no puedan salvarlos siempre. Calvo lo reconoce a pesar de haber contado desde el inicio con el aporte de las petroleras para sus proyectos paleontológicos. “Neuquén debería ser como Abu Dabi, Arabia Saudita o Emiratos Árabes, pero acá el petróleo no deja nada. Pareciera que todo se va a Buenos Aires. A la ciencia no llega nada. Cuando se acabe todo el petróleo y el gas se van a acordar de los dinosaurios y va a ser tarde”.
Fuente: elpais.com
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