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Derechos humanos y protestas globales: sistemas de abordaje y síntomas
Un hilo común que atraviesa muchas de estas protestas es la indignación generalizada contra la austeridad: el paquete de políticas de reducción de deudas que están aplicando decenas de gobiernos en la actualidad.
En Ecuador, las protestas dirigidas por indígenas obligaron al gobierno a reconsiderar un paquete de austeridad acordado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que incluía cortes salariales en el sector público y aumentos en los precios de los combustibles.
En Chile, millones de personas se han manifestado en contra de los salarios bajos, los costosos servicios sociales y los niveles de desigualdad económica más extremos de todos los países de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos).
En el Líbano, se estima que una tercera parte de la población ha salido a las calles desde la última ronda de medidas de austeridad; mientras que Iraq se vio sacudido por protestas en masa contra los altos niveles de desempleo, los servicios públicos deficientes y la mala gestión económica.
Estos acontecimientos se produjeron después de las manifestaciones multitudinarias contra la austeridad que tuvieron lugar a principios de este año en diversos países, entre ellos, Argentina, Honduras, Egipto, Sudán y Zimbabwe.
Muchas de las protestas se desencadenaron por una medida fiscal específica —un impuesto sobre las aplicaciones de mensajería en el Líbano o un aumento en las tarifas del metro de Santiago— percibida como emblemática de los esfuerzos de las élites gobernantes para imponer la carga de la austeridad nacional sobre los trabajadores comunes y las personas desfavorecidas.
Pero lo que en muchas ocasiones comenzó como una protesta espontánea contra una injusticia fiscal se ha convertido en una movilización masiva contra las desigualdades estructurales que la sustentan: los sistemas políticos que se perciben como corruptos, capturados y sin rendición de cuentas, y los sistemas económicos que se perciben como generadores de desigualdad al privilegiar las ganancias privadas sobre el bien público.
Las manifestaciones en Chile y el Líbano, por ejemplo, han continuado mucho más allá de la derogación de las medidas impugnadas o incluso la renuncia de funcionarios gubernamentales de alto rango, al insistir en que se emprenda una reforma política y económica más fundamental.
Otra característica que ha sido alarmantemente común es la respuesta represiva de las autoridades, que en la mayoría de los casos han tratado las protestas como una amenaza a la seguridad pública y no como un clamor por la justicia social.
Desde Quito hasta El Cairo y desde Santiago hasta Bagdad, se acusa a las fuerzas de seguridad de un uso excesivo de la fuerza, asesinatos, malos tratos y detenciones arbitrarias de manifestantes. Así, se puede entender en cierta medida que, cuando los actores de derechos humanos se han pronunciado sobre las protestas, lo han hecho principalmente con respecto a estas violaciones de derechos.
Por ejemplo, la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos envió un equipo a Chile para investigar el incumplimiento de las normas internacionales en relación con el uso de la fuerza por parte del personal de seguridad. Una misión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recién concluida recopiló numerosos testimonios de presuntas violaciones similares en Ecuador.
Asimismo, Amnistía Internacional y Human Rights Watch realizaron una importante labor de documentación del uso excesivo de la fuerza contra manifestantes en Bagdad, Beirut y otros lugares.
Las investigaciones realizadas por las instituciones nacionales de derechos humanos, como el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile o la Defensoría del Pueblo ecuatoriana, también se han centrado principalmente, si no es que de forma exclusiva, en los abusos por parte de las fuerzas de seguridad.
Cada una de estas organizaciones reconoció, en diferentes medidas, que las reclamaciones socioeconómicas de los manifestantes también son problemas de derechos humanos. Pero por lo general, las dimensiones de derechos económicos y sociales de estas crisis se han relegado a segundo plano y aún no influyen de manera significativa en sus análisis y recomendaciones.
Si bien es evidente que la intensa represión de los derechos civiles y políticos a raíz de estas protestas amerita un examen urgente, la negación crónica de los derechos sociales y económicos que las motivan también se debe considerar una preocupación prioritaria en materia de derechos humanos.
Las normas internacionales de derechos humanos se aplican por igual tanto al uso de las políticas fiscales por parte de los gobiernos como al uso de la fuerza.
Cuando las políticas de austeridad aumentan las disparidades raciales o de género, llevan a las personas a la pobreza o conducen a un retroceso evitable en el acceso a la salud o la vivienda, también constituyen un incumplimiento de las obligaciones jurídicas internacionales sobre los derechos económicos, sociales y culturales.
Relegar estas violaciones al margen de las preocupaciones de derechos humanos solo sirve para perpetuar la falta de rendición de cuentas que ha provocado que millones de personas salgan a las calles.
Las movilizaciones multitudinarias contra la desigualdad extrema, así como las que se realizan contra la crisis del cambio climático (que está íntimamente relacionada con ella), exigen un enfoque integral con respecto a las reivindicaciones de derechos humanos que las sustentan.
También deberían motivar a los actores de derechos humanos a reflexionar sobre su agnosticismo tradicional con respecto a los sistemas económicos y adoptar una crítica más abierta de la ortodoxia económica neoliberal.
Las protestas exigen que califiquemos los estragos del liberalismo como privaciones de los derechos humanos, que cuestionemos las falacias que sustentan esta ideología y que imaginemos alternativas centradas en los derechos.
Los acontecimientos recientes han consolidado los fundamentos normativos y metodológicos para esa crítica. Por ejemplo, a principios de este año, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU adoptó los Principios rectores relativos a las evaluaciones de los efectos de las reformas económicas en los derechos humanos, en los que se establecen las normas de derechos humanos que deben servir de base para la formulación de las políticas económicas, incluidas las de ajuste fiscal.
Los principios se inspiran en la experiencia práctica de organizaciones de la sociedad civil como el Centro para los Derechos Económicos y Sociales (CESR, en inglés) en cuanto a la evaluación de la austeridad y sus efectos sobre los derechos humanos en muchos países, así como en el trabajo de economistas progresistas que han adoptado una perspectiva de derechos humanos para cuestionar los paradigmas económicos dominantes.
Estos esfuerzos se han concentrado en la política fiscal como un punto de entrada crucial para afrontar la injusticia estructural, ya que simplemente no es posible reducir la desigualdad y hacer efectivos los derechos humanos sin una redistribución radical de los recursos, la riqueza y el poder.
Los enfoques sistémicos sobre la rendición de cuentas en materia de derechos económicos y sociales también se han centrado en las responsabilidades de los actores empresariales y las instituciones financieras internacionales en cuanto al mantenimiento de una situación económica injusta.
Los esfuerzos del CESR se han enfocado en el FMI, cuya complicidad al prescribir la adopción de medidas de austeridad ha avivado las llamas de las crisis en muchos de los países en los que estallaron las protestas. Por ejemplo, tan solo el mes pasado, el FMI presionó al Líbano para que aplicara medidas de ajuste aún más regresivas, desestimando las preocupaciones sobre el potencial de tensiones sociales.
Las iniciativas en curso para codificar las obligaciones vinculantes de los actores empresariales en materia de derechos humanos y reestructurar las reglas de los impuestos empresariales internacionales constituyen frentes igual de críticos para implantar de manera sistémica la rendición de cuentas de las empresas.
Por supuesto, una práctica de derechos humanos verdaderamente “ecosistémica” debe ir más allá de la elaboración de normas y la reforma de las políticas internacionales.
Quienes trabajan a nivel internacional tienen el desafío de construir vínculos más sólidos entre la formulación de normas, la crítica de políticas, las campañas de incidencia en contextos específicos y el desarrollo de movimientos. Deben apoyar los esfuerzos de los activistas nacionales de derechos humanos que llaman la atención sobre los aspectos estructurales y de derechos sociales de las crisis.
Es probable que haya más protestas de este tipo en el año 2020, conforme aumenta la contracción fiscal, se ralentiza la economía mundial y se reducen los espacios tradicionales para la participación cívica. Desde las calles, surge un mensaje claro que los actores de derechos humanos deben respaldar: no puede haber democracia sin justicia económica y social. Por esta razón, cualquier resolución duradera a los disturbios actuales debe basarse en la rendición de cuentas en materia de derechos económicos y sociales.
Este artículo fue publicado originalmente por el Centro para los Derechos Económicos y Sociales (CESR).
RV: EG
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