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Sólo un payaso
Miliki, en 2008. | Antonio Heredia
Nuestra muerte no forma parte de nuestra vida, sino de la vida de los otros. Son ellos los que la viven, la tasan y le terminan de sacar el sabor. A nosotros, si acaso, se nos deja conocer lo que hay justo antes, la agonía. Hasta donde sabemos.
La muerte del payaso no es ya parte de su biografía, sino de la mía. Ahora que no está, él ya no puede recordar, como yo recuerdo, aquellas tardes de sábado en las que el tiempo se ensanchaba, el blanco y negro de la tele parecía mucho menos gris y en el estómago, junto con la magdalena de la merienda y el colacao, cosquilleaba un calorcillo que a nada que te descuidabas se te subía al corazón.
Aunque yo lo cuento, claro, como se veía desde mi lado de la pantalla. Ahora, que soy adulto, sé y razono que en el otro, donde estaba él, ni siquiera era sábado, que todo se había grabado tiempo atrás y que esos sábados en los que yo mojaba mi magdalena en la leche caliente él debía de estar en alguna otra parte, con sus propios hijos, esos que le veían la cara sin el maquillaje, la peluca y la narizota de payaso.
La muerte del payaso ilumina retrospectivamente toda la historia. La suya, mucho menos que la mía, que le di forma a mi conciencia viendo sus payasadas. La del individuo, menos que la del país donde acertó dibujar una sonrisa en el rostro de los niños, donde logró que en todos los coches, en el verano, en esas carreteras infames y esos largos viajes a la playa, se cantara El auto nuevo. Esa canción que no por casualidad decía: 'Vamos de paseo/ en un auto feo'. Y es que entonces los coches eran bien feos, algunos hasta doler, como el Seat 850 o el Renault 8. Y el payaso, a quien le estaba permitido decirlo todo (para eso se caía y le salía mal cuanto intentaba), no se cortaba un pelo a la hora de contar en su canción cómo estaban las cosas.
La muerte del payaso me hace acordarme de una cosa que le debo, y que es tal vez la que más he de agradecerle. De forma innata, siempre me aterraron los payasos. Antes de ver por primera vez su programa, tendría por tanto menos de seis años, me visitó con frecuencia una pesadilla en la que me perdía por un pasadizo subterráneo de aspecto desasosegante (se me ocurre que no habrían debido dejarme entrar en la atracción del Parque Tívoli que simulaba un laberinto). El terror se iba apoderando de mí a medida que abría puertas y tras ellas aparecía siempre otro corredor de techo más bajo y amenazante que el anterior. Al abrir la última puerta, me encontraba con un payaso, de esos pintados de blanco y con la sonrisa muy exagerada con una enorme mancha roja en torno a los labios.
El payaso me miraba impasible, sin sonreír, sin llorar, sin la más mínima expresión. Sólo me miraba y yo me despertaba presa del pánico. Gracias al payaso de la tele, a su voz bondadosa, a su mirada dulce y melancólica, a sus tropiezos y sus canciones, a su Susanita y al ratón, dejé de tenerles miedo a los payasos y dejé de visitar en sueños el laberinto donde me aguardaba, silencioso e inmóvil, el heraldo de la oscuridad del mundo (acaso de mi propia oscuridad). Gracias a la larga camisola roja, a los zapatones, a la visera, al maquillaje sin estridencias, se borró de aquel pliegue funesto de mi cerebro aquel otro payaso terrorífico con el que jamás pude identificarme, y que cuando vi replicado alguna vez en un circo de verdad me parecía un impostor, alguien que sin ningún derecho trataba de disputarle la gracia a quien para mí, porque así lo había decidido mi capricho infantil y el miedo que le tenía al otro, era el payaso por antonomasia.
Sólo era eso, un payaso, pero me trajo la alegría de los sábados, la paz de las noches. Ahora él ya no está, y en la tele vuelven a salir payasos fatídicos que nos invitan a vivir en sus feos laberintos. Vuelve, Miliki, reencárnate en lo que puedas. Necesitamos, urgentemente, una sonrisa que nos defienda.
el dispensador dice:
en un tiempo donde la violencia arrecia,
en un tiempo donde la inocencia se desprecia,
en un tiempo donde lo humilde no se aprecia,
hace falta cultivar el ángulo de las simplezas...
en un tiempo donde lo burdo avanza,
en un tiempo donde no se respeta nada,
en un tiempo donde las esperanzas se espantan,
el humor sano descalza...
pareciera que el tiempo se acaba,
cuando el desprecio se disfraza de alabanza,
cuando el grito se destaca,
cuando la culpa es el culto de cada mañana,
cazar brujas no salva a las almas...
cuando se hizo trascendente,
la vida ya me había atropellado,
ello no impidió ver lo revelado,
en sencillos actos de un tiempo olvidado...
crecieron mis hijos evidenciando,
que las cosas simples resguardan los ángulos,
que las palabras prudentes eluden fracasos,
que las manos abiertas guían los pasos...
y la vida se escurre como arte de trazos,
no te das cuenta que pase tan rápido,
cuando crees crecer no vas mirando,
que lo que te envuelve es tiempo esfumado...
y te vas MILIKI tu tiempo ha pasado,
vale la huella que atrás has dejado,
será ejemplo a ser levantado,
alguien recogerá la nobleza de tu legado.
Noviembre 25, 2012.-
lo único que te llevas de esta vida,
son los afectos que siembras...
La muerte del payaso no es ya parte de su biografía, sino de la mía. Ahora que no está, él ya no puede recordar, como yo recuerdo, aquellas tardes de sábado en las que el tiempo se ensanchaba, el blanco y negro de la tele parecía mucho menos gris y en el estómago, junto con la magdalena de la merienda y el colacao, cosquilleaba un calorcillo que a nada que te descuidabas se te subía al corazón.
Aunque yo lo cuento, claro, como se veía desde mi lado de la pantalla. Ahora, que soy adulto, sé y razono que en el otro, donde estaba él, ni siquiera era sábado, que todo se había grabado tiempo atrás y que esos sábados en los que yo mojaba mi magdalena en la leche caliente él debía de estar en alguna otra parte, con sus propios hijos, esos que le veían la cara sin el maquillaje, la peluca y la narizota de payaso.
La muerte del payaso ilumina retrospectivamente toda la historia. La suya, mucho menos que la mía, que le di forma a mi conciencia viendo sus payasadas. La del individuo, menos que la del país donde acertó dibujar una sonrisa en el rostro de los niños, donde logró que en todos los coches, en el verano, en esas carreteras infames y esos largos viajes a la playa, se cantara El auto nuevo. Esa canción que no por casualidad decía: 'Vamos de paseo/ en un auto feo'. Y es que entonces los coches eran bien feos, algunos hasta doler, como el Seat 850 o el Renault 8. Y el payaso, a quien le estaba permitido decirlo todo (para eso se caía y le salía mal cuanto intentaba), no se cortaba un pelo a la hora de contar en su canción cómo estaban las cosas.
La muerte del payaso me hace acordarme de una cosa que le debo, y que es tal vez la que más he de agradecerle. De forma innata, siempre me aterraron los payasos. Antes de ver por primera vez su programa, tendría por tanto menos de seis años, me visitó con frecuencia una pesadilla en la que me perdía por un pasadizo subterráneo de aspecto desasosegante (se me ocurre que no habrían debido dejarme entrar en la atracción del Parque Tívoli que simulaba un laberinto). El terror se iba apoderando de mí a medida que abría puertas y tras ellas aparecía siempre otro corredor de techo más bajo y amenazante que el anterior. Al abrir la última puerta, me encontraba con un payaso, de esos pintados de blanco y con la sonrisa muy exagerada con una enorme mancha roja en torno a los labios.
El payaso me miraba impasible, sin sonreír, sin llorar, sin la más mínima expresión. Sólo me miraba y yo me despertaba presa del pánico. Gracias al payaso de la tele, a su voz bondadosa, a su mirada dulce y melancólica, a sus tropiezos y sus canciones, a su Susanita y al ratón, dejé de tenerles miedo a los payasos y dejé de visitar en sueños el laberinto donde me aguardaba, silencioso e inmóvil, el heraldo de la oscuridad del mundo (acaso de mi propia oscuridad). Gracias a la larga camisola roja, a los zapatones, a la visera, al maquillaje sin estridencias, se borró de aquel pliegue funesto de mi cerebro aquel otro payaso terrorífico con el que jamás pude identificarme, y que cuando vi replicado alguna vez en un circo de verdad me parecía un impostor, alguien que sin ningún derecho trataba de disputarle la gracia a quien para mí, porque así lo había decidido mi capricho infantil y el miedo que le tenía al otro, era el payaso por antonomasia.
Sólo era eso, un payaso, pero me trajo la alegría de los sábados, la paz de las noches. Ahora él ya no está, y en la tele vuelven a salir payasos fatídicos que nos invitan a vivir en sus feos laberintos. Vuelve, Miliki, reencárnate en lo que puedas. Necesitamos, urgentemente, una sonrisa que nos defienda.
el dispensador dice:
en un tiempo donde la violencia arrecia,
en un tiempo donde la inocencia se desprecia,
en un tiempo donde lo humilde no se aprecia,
hace falta cultivar el ángulo de las simplezas...
en un tiempo donde lo burdo avanza,
en un tiempo donde no se respeta nada,
en un tiempo donde las esperanzas se espantan,
el humor sano descalza...
pareciera que el tiempo se acaba,
cuando el desprecio se disfraza de alabanza,
cuando el grito se destaca,
cuando la culpa es el culto de cada mañana,
cazar brujas no salva a las almas...
cuando se hizo trascendente,
la vida ya me había atropellado,
ello no impidió ver lo revelado,
en sencillos actos de un tiempo olvidado...
crecieron mis hijos evidenciando,
que las cosas simples resguardan los ángulos,
que las palabras prudentes eluden fracasos,
que las manos abiertas guían los pasos...
y la vida se escurre como arte de trazos,
no te das cuenta que pase tan rápido,
cuando crees crecer no vas mirando,
que lo que te envuelve es tiempo esfumado...
y te vas MILIKI tu tiempo ha pasado,
vale la huella que atrás has dejado,
será ejemplo a ser levantado,
alguien recogerá la nobleza de tu legado.
Noviembre 25, 2012.-
lo único que te llevas de esta vida,
son los afectos que siembras...
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