sábado, 3 de noviembre de 2012

FILOSOFÍAS ATÁVICAS || Sin imagen del tiempo | Opinión | EL PAÍS

Sin imagen del tiempo | Opinión | EL PAÍS


Sin imagen del tiempo

Toda sociedad necesita mitos más o menos supersticiosos sobre su pasado y su futuro. De ahí esa inmoderada pulsión conmemorativa: pudiendo estar gobernados por los muertos, ¿por qué dejarles el poder a los vivos?




ENRIQUE FLORES


Hay ciertas formas de temor que hacen mirar el pasado con más aburrimiento que añoranza. Repárese, si no, en la extinción de todo afán conmemorativo que sigue al reconocimiento general de la ruina y atiéndase al ejemplo del segundo centenario de la Constitución española de 1812. ¿No se ha parecido mucho su celebración a un seminario académico de hispanistas jubilados y muy poco al aparatoso estallido de memoria histórica que amenazaba con desencadenarse? Quizá en este caso los motivos para la desgana sufran cierta sobrecarga (alguien con ganas de faltar al respeto diría que la constitución más apta para ser conmemorada este año no era la de Cádiz, sino la de Bayona), pero seguramente cualquier otro centenario habría suscitado el mismo gesto cansino.

Entre 1992 y 2012 se han contado 20 años de inmoderada compulsión conmemorativa en los que, cada vez que la gresca nacional se atemperaba un poco, bastaba con acudir a la historia para que hasta los temperamentos más flemáticos se soliviantaran con estrépito: pudiendo estar gobernados por los muertos, ¿por qué esa absurda costumbre de dejar el poder en manos de los vivos? Hace dos décadas se produjo el feliz descubrimiento de que la conmemoración podía ser fuente de riqueza al mismo tiempo que de ideología (no se olvide que en España el tren de alta velocidad fue una secuela del fervor conmemorativo), pero el manantial presenta señales ciertas de haberse secado ya.

Toda sociedad humana necesita mitos más o menos supersticiosos sobre su pasado y su futuro: una memoria y una prospectiva compartidas (esta palabra se estima muchísimo) en cuya zona de juntura quepa un presente que merezca ser recordado, que cumpla lo que se vaticinó para él y que incite a imaginar ilusionadamente el porvenir. Las ciencias humanas y sociales deberían esforzarse por desmontar tales leyendas y mirarlas con el mayor distanciamiento y sarcasmo posibles, pero durante estos 20 años daba la impresión de que historiadores, pensadores y otros estudiosos tenían por oficio construir mitos más que examinarlos y echar constantemente leña al fuego para que las lealtades atávicas no cesasen de hervir ni un momento.

Debe destacarse, sin embargo, que la obsesión por el pasado constituía solo una de las dos caras de la moneda. La otra mostraba un seguro porvenir de abundancia, capaz de convertir las glorias del pretérito en materia de consumo cultural y sus desdichas en motivo de reclamación, un mañana luminoso donde el desasosiego y el agobio serían sustituidos por toda clase de fascinantes retos. Se suponía que un futuro así nos lo habíamos ganado a pulso y formaba parte de nuestros derechos, pero las creencias que una época infatuada tiene sobre su porvenir suelen volverse muy grotescas cuando el mañana imaginado se evapora. Aquel futuro de clase media a la altura de los tiempos, pragmática, hipotecada y filistea, dinámica y sin prejuicios, tan orgullosa de sus objetos de consumo como de la excelencia que implicaba el disfrutarlos, era una tenebrosa pesadilla, aunque a su final no le ha seguido ningún despertar lúcido, sino tan solo confusión sonámbula. En varios poemas, Quevedo y algunos imitadores se hicieron eco del tópico italiano de un reloj de arena (“no cuentes por él las horas, / sino sus penas por ti”) que guarda las cenizas de la amada desdeñosa. Acaso quepa, sin embargo, una manera aún menos apacible de concebir lo que puede pasarle al tiempo: basta con imaginar otro reloj —este sí lleno de arena— caído al suelo en mitad de la tormenta y con el vidrio un poco roto, lo suficiente para que haya entrado en su interior algo de agua y haya formado dos terrones de barro, uno en cada ampolla, pero sin que importe ya cuál correspondía al pasado y cuál al porvenir.

Las ciencias humanas y sociales no han sabido desmontar las leyendas con distancia y sarcasmo

En el futuro estaba escrita una prosperidad creciente que nos pondría, por fin, en la primera fila del progreso, con toda aquella salmodia de la superación de las caducas soberanías nacionales, llamadas a disolverse en una red de dependencias recíprocas, tan inevitable como promisoria y apasionante. De qué clase de red se trataba (y de qué tipo de pesca) nos hemos dado cuenta con la incredulidad que debe de sufrir el pez cuando está a punto de ser sacado del agua. Pero si lo único que cupiese desear para el día de mañana fuese la vuelta a los momentos anteriores al desastre —aquella belle époque en la que no quedaba un solo trozo de costa ni de pasado sin aprovechar—, se habría venido abajo la idea que la época moderna tiene sobre su propia historia, y eso no puede consentirse en absoluto. En circunstancias así, el pasado se volverá, sin remedio, tan poco deseable como el porvenir.

La creencia de que la ruina presente constituye una crisis y, por tanto, una ocasión para que se den logros que en tiempos normales habrían sido inverosímiles no es patrimonio exclusivo de quienes aprovechan el momento para siniestras reformas estructurales. Es, en realidad, lo que cualquier alma moderna sabe sobre el curso de los tiempos, aunque el pudor la lleve a callarlo. Los modernos hemos sido instruidos para no poder formarnos ninguna imagen de un tiempo detenido, coagulado o estancado, y tampoco vuelto hacia atrás. Tenemos miedo de las tribulaciones que nos esperan porque (en contra de lo que decimos) sabemos que la historia avanza por medio de desastres y no nos gusta tener que ser precisamente nosotros quienes sirvamos de combustible a semejante maquinaria.

Es cierto que podríamos tratar de desengancharnos de la noción del tiempo que se nos viene enseñando desde la escuela, pero esa posibilidad no está seriamente a nuestro alcance. Pocos querrían dejar de competir con los mejores, cambiar los euros por pesetas, llevar una vida mediterránea casi periférica y descubrir, por fin, en el sueño de la aceleración de los tiempos una pesadilla tan siniestra como aburrida. Poquísimos quisieran tomarse en serio una alternativa así (a pesar de ser la única honrosa) y el resultado es que ya no cabe tener ninguna visión clara del trozo de tiempo en que se está.

Aunque no es agradable verse en el umbral de una inmolación segura, el detener la máquina inspira todavía más terror, de manera que lo único que resta es prescindir, mientras dure la tormenta, de toda
imagen del tiempo propio y del tiempo en general.

Tenemos miedo de pasar tribulaciones porque sabemos que no hay avance sin desastres

Emigrar al otro extremo del mundo, no esperar una pensión como las antiguas, pagar por servicios públicos antes gratuitos, jubilarse después, ganar menos y trabajar más, tener menos médicos, enfermeros, maestros y profesores no son, aparentemente, bienes que deban celebrarse, pero el dogma de que los tiempos no dan nunca marcha atrás es más poderoso que cualquier juicio adverso sobre los males de la época. Como de esto no se puede dudar ni en broma, debe vaticinarse que, a la larga, triunfará el convencimiento de que nuestras aparentes desgracias fueron signos de la llegada de un mundo no peor, sino (aquí está lo decisivo) solo distinto y, desde luego, más eficiente y trepidante.

Quizá las angustias presentes serán un día conmemoradas con la debida solemnidad, aunque no con cargo al erario público (que habrá dejado de existir tiempo atrás), sino por alguna empresa dedicada a la gestión rentable de la memoria histórica. Para entonces, el tiempo habrá vuelto a ser visto conforme a una imagen coherente, según está mandado.

Merece la pena, sin embargo, reparar en una pequeña lección de todo lo anterior: la verdad de los tiempos solo se manifiesta cuando sus imágenes se vienen abajo y todavía no han llegado las que han de sustituirlas. Antes y después reinará, no hay duda, la mentira, y esto es lo más cierto que sobre los tiempos cabe saber. Puede que dentro de poco ya sea tarde para aprenderlo.
Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid.


el dispensador dice: repentinamente... inesperadamente... subrepticiamente... se abrió una ventana en el aire... muchos la veían, pero callaban por miedo al ridículo... mientras se preguntaban qué hacía allí, de qué se trataba, qué la había creado... observaban que ella (ventana) operaba como un túnel de boca amplia y humeante, humeante hacia su interior y también hacia el lado visible... se la veía azul eléctrico, pero por momentos se tornaba verdosa, mientras que en otros viraba hacia los violáceos, sin perder nunca su condición de fuente de notable energía, tanta que podía sentirse en las antípodas... lo extraño de esta ventana es que cualquier ser humano, en cualquier parte de la Tierra, podía contemplarla a discreción, durante el tiempo que lo desease... se la podía observar, pero era inalcanzable y de tan inalcanzable, era intangible... pero a pesar de ello, era perfectamente visible... y hasta tocable. Algunos creían verla a la altura de sus ojos, otros a la altura de sus frentes, algunos a la altura de sus corazones, pero ninguno se había percatado que dicha ventana estaba a la altura de sus almas... por lo cual, en verdad se ubicaba a los pies de la mayoría. Las rutinas, los apuros, las urgencias, impedian que cada quien se animara a decirle a su prójimo que la ventan estaba allí, delante suyo, al acostarse tanto como al levantarse. La ventana era visible para cada quién... no para su prójimo... por lo que había tantas ventanas como seres vivos pululan en el planeta Tierra. Mientras ello sucedía, los sacerdotes seguían dando sermones y homilías... colocando mochilas pesadas en espaldas incapaces de levantarlas... por lo que las gentes estaban rodeados de mochilas, diseminadas a sus pies, inmovilizando las iniciativas y también las conductas... desde luego, esos mismo sacerdotes andaban livianos de cargas y se reían burlonamente de los atrapados. Mientras ello sucedía, los mercaderes seguían depredando los mares y los aires, los suelos y sus fraudes, operando al modo de telarañas que se hacen invisibles a los desprevenidos, consumiendo las voluntades de las víctimas que les caían... en dicho entramados se tejían numerosas perversidades atroces, consistentes en facturar a pesar de la salud, facturar a pesar del destino, facturar a pesar de la ignorancia, pero peor aún, hacerlo a pesar de la inocencia o también de la humildad. Mientras ello sucedía, los "sabedores" de los claustros vacíos, imponían modelos de conocimientos que garantizaban las esclavitudes mediante las ignorancias inducidas... ellos registraban y patentaban lo "bárbaro" (de barbarie) como si se tratase de expresiones de sabiduría, y lo vendían a otros desprevenidos, inacapaces de pensar por ellos mismos. Mientras ello sucedía, unos pocos decían administrar justicia en nombre de Dios... sin una balanza, a efectos de dar siempre la razón al poderoso... y a ojos descubiertos, a efectos de reconocer a aquel que tiene capacidad de burla y de desprecio hacia su prójimo. Desde luego, las ventanas seguían allí, a la vista de quien quiera verlas, latiendo. Una noche común a todos, mientras algunos dormían y otros elucubraban cómo sobrevivir... algo se manifestó a través de aquellas ventanas... un sonido a trompetas que no eran tales se dejó oír por doquier, sin que nadie atinase a descubrir de dónde provenía el ruido... no obstante ello, el sonido vibró intensamente en varias oportunidades, que para algunos fueron tres, para otros cinco, para unos pocos siete, y para muchos menos nueve... sin embargo, no habían sonado ni tres, ni cinco, ni siete, ni nueve... desde luego, aquel renuente temor al ridículo hizo que, una vez más, todos guardasen silencio, sosteniendo en secreto sus respectivas experiencias. Otra noche común a todos, mientras algunos dormían y otros reflexionaban sobre cómo sobrevivir... algo pareció descender desde la ventana, hablando al oído de cada quién... algunos creyeron entender, unos pocos creyeron comprender, mientras que los más dijeron no entender qué se había dicho... temerosos guardaron el suceso en sus atribulados espíritus. Luego de varias experiencias semejantes... un día, cerca del mediodía de un día común a todos... todos se asustaron al comprobar que las ventanas eran muchas y se sucedían unas a otras... la Tierra estaba quieta, por ende el SOL estaba quieto... y el tiempo había caducado... mientras ello sucedía, cada quién observaba sus respectivos destinos... los mismos iban desde atrás hacia adelante, regresando como si se tratase de una hamaca... enseñando hechos y circunstancias distintas cada vez... ¿qué hubiese sucedido si...?... o bien, ¿qué no hubiese sucedido si...?. Las incertidumbres cundieron por el mundo... envolviendo a la Tierra en la confusión... que más tarde sería expresada como miedos, e inmediatamente por un raro estado de sumisión. Muchos decían o se decían a sí mismos, que eso no estaba ocurriendo... y que eso no era más que una ilusión... sin embargo... estando la Tierra quieta y el Sol quieto... imposibilidad física si las hay... las ventanas tomaron las esperanzas de muchos... y junto con ellas absorbieron los destinos de otros tantos... y dado que no regía el tiempo, nadie estuvo en capacidad de impedirlo. Dichas ventanas, operando al igual que aspiradoras, se habían chupado las gracias concedidas... por ende los dones legados, por ende los talentos usados o no, esto es, abusados. Y así como así, la Tierra se vio despejada de almas innecesarias en el aquí... ni qué hablar en el allá. Y esos destinos, propios a palabras vacías, se esfumaron sin dejar rastro, como si jamás hubiesen existido... al momento las ventanas se cerraron... pero permanecieron abiertas aquellas de los que aún seguían pisando el suelo de sus vidas, respirando el aire de sus vidas, soñando por las gracias de sus vidas. Entonces, aquellas ventanas se veían de intensos violetas tornasolados... y de allí emanó una voz como de trueno: "no hagan a otros lo que no quieran que les hagan"... conserven la inocencia y sostengan sus estancias en la humildad... ya han recibido suficientes gracias, es tiempo de dar todo a cambio de nada... porque ustedes han recibido sin pedir, y se les ha brindado todo... ahora podrán beber sólo de la fuente de sus almas... no intoxiquen sus aguas y las fuentes lo serán de las vidas por venir. Desde luego, en el remolino había permanecido un "soberbio" y "vanidoso"... que no dudó un segundo... cerró el libro... y sin más trámite lo quemó. Cuando ello ocurrió, las ventanas se cerraron... y no volvieron a repetirse, aunque sí quedaron en el recuerdo de los inocentes y de los humildes... por la eternidad del siempre jamás. El que quemó la escritura... aún llora por su sangre, por su tiempo y por el aire que nunca volverá a respirar... porque a pesar de seguir vivo, se ha quedado sin la esperanza, y sus días son una permanente tragedia. Noviembre 03, 2012.-

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