Viernes 19 de abril de 2013 | Publicado en edición impresa
Inundaciones
El alcance de la tragedia
La autora de esta nota reflexiona sobre la sensación de vulnerabilidad que dejaron los brutales temporales en la Capital Federal y en La Plata, y sobre las pérdidas irreparables, en vidas y símbolos, que arrastraron con ellos
Por María Rosa Lojo | Para LA NACION
Antes las tragedias les sucedían a los demás: en las periferias de las grandes ciudades, en la tierra adentro, siempre en zonas donde la miseria y sus prácticas de obligada improvisación iban construyendo viviendas más o menos nómades, con mínimos recursos. Novelas, relatos y conocidas canciones populares como el clásico "Los inundados", con el que la voz poderosa de Teresa Parodi supo emocionarnos una y otra vez, nos recordaban la existencia de estos excluidos.
Esta vez, también, nos tocó a nosotros. La clase media que vive en departamentos o en casas de material sólido, con buenos muebles, en barrios "normales", incluso en complejos edilicios recién estrenados, donde las grandes cocheras se inundaron como piletas olímpicas para que nadasen, a disgusto, hasta los autos de alta gama. Ya no es posible mirar para otro lado y comentar, como se escuchaba hace no tanto, la obstinación de "esa gente" (la otra) por colocar sus hogares precarios siempre en los mismos terrenos inundables (como si la pobreza no limitase, entre tantas otras cosas, las opciones para elegir dónde se vive).
La perplejidad nos ha dejado sin aliento. ¿Cómo es posible? A pesar de todas las medidas protectoras, en un país que se fragmenta en pequeños países de barrios cerrados por muros y por rejas, el agua entró donde menos se lo esperaba, e igualmente, por supuesto, donde sí era previsible que ello ocurriese (causando daños mayores en proporción a los escasos recursos). La sensación de inesperada vulnerabilidad se parece a la que se sufre después de los accidentes o de ciertos diagnósticos. De golpe, alguien que se consideraba perfectamente sano pasa a otro estado vital: se convierte en enfermo oncológico, afronta las fragilidades del post-infarto. Quien caminaba y corría sobre sus dos piernas sufre un accidente cerebrovascular, una fractura de fémur, un traumatismo de cráneo. Nunca volverán a ser los de antes, los que eran cuando aún no los habían tocado esas fuerzas que están más allá de la voluntad.
Nosotros tampoco. Como los nuevos enfermos, o los flamantes accidentados, hemos perdido la inocencia de creernos inalcanzables: ese olvido de nuestra condición vulnerable y mortal, que nos permite hacer planes y seguir existiendo con alegría descuidada, como si nada malo fuese a sucedernos, dentro de una década o de cinco minutos.
Este año el conurbano oeste, donde vivo, sufrió en menor medida que las dos capitales, la del país y la de nuestra provincia de Buenos Aires. Pero el año pasado las energías descontroladas de la intemperie se concentraron para estas mismas fechas (aunque afortunadamente con muchas menos víctimas humanas) sobre todo en el área comprendida entre Ramos Mejía y Moreno. Costaba asimilar el impacto brutal de un fenómeno nuevo. Una tarde, el cielo comenzó a oscurecerse como en un eclipse y un viento que creíamos propio de otras latitudes arrancó de cuajo árboles que ya eran frondosos en mis años de escuela primaria, destruyó miles de tejas, levantó techados de zinc como si estuvieran hechos de cartón, despedazó clubes deportivos donde habían jugado los que entraban en la sexta o séptima década de sus vidas, horadó escuelas y devastó las hermosas plazas verdes, orgullo del Oeste, como si los orcos hubiesen penetrado a sangre y fuego en la bucólica Comarca imaginada por Tolkien.
Aunque no somos hobbits, y menos aún elfos, sino imperfectos y problemáticos seres humanos, el mundo de chalets con jardines floridos y veredas arboladas representó y representa para muchos un sueño de reposada felicidad, más allá del ruido y la furia de la Capital donde la mayoría trabaja. Un sueño que vale el esfuerzo y el riesgo del viaje en el Ferrocarril Sarmiento, o el más cómodo en combi, si los ingresos del pasajero pueden permitírselo. Por más que, a los ojos de muchos capitalinos, el "Lejano Oeste" quede más cerca de la "barbarie" que del paraíso, su dimensión ideal de pacífico amparo compensaba largamente para muchas familias los problemas de la distancia.
Nuestra primera ficción utópica se había derrumbado, sin embargo, en la década de los años noventa y sobre todo hacia su catastrófico cierre, cuando dejamos de ser, definitivamente, la pequeña ciudad que conocí en la infancia: de verjas bajas y puertas abiertas, donde los chicos recorrían cuarenta o cincuenta cuadras en bicicleta y nadie se preguntaba dónde podían estar ni qué iba a pasarles. De la mano del desempleo y la fragmentación social, las verjas comenzaron a elevarse y las casas, a llenarse de llaves triples y alarmas que se activan al roce de una sombra, mientras las esquinas se poblaban de garitas de vigilancia y los espíritus, de amenazas reales y fantasmales.
En abril de 2012 desapareció la segunda de nuestras utopías fundadoras. Si el entorno humano se había vuelto sospechoso y erizado de peligros, aún nos quedaba el sueño de comunión con la naturaleza. Detrás de las rejas, que algunos vecinos comenzaron a forrar con paneles oscuros, para que los jardines fueran aún más privados y sus habitantes, invisibles. En los patios o fondos traseros, cerca de las piletas de natación o los aljibes ornamentales, después del asado del domingo, donde se podía leer o descansar a la sombra de los frutales, del jacarandá o del pino añoso que en muchos casos había crecido con nosotros o con nuestros hijos.
El "minitornado" -así se dio en llamarlo-, mutiló buena parte de nuestros refugios armónicos, donde los feroces conflictos del mundo exterior podían mirarse a la distancia de la ficción, como series televisivas. Los árboles antiguos, antes amigos, se llevaron, al derrumbarse, parte de las casas que habían cobijado: el lavadero, el quincho, la pared de un dormitorio. Esos árboles, como los otros ya convertidos en papeles, en libros, en cartas, en los primeros cuadernos de los hijos, en álbumes fotográficos, pertenecen a las pérdidas irreparables de los desastres. Luego de los duelos de primera magnitud por las vidas humanas, se hallan quizás esos agujeros en el mapa de la memoria, en el archivo simbólico que nos constituye.
Pero otras fuerzas -éstas sí, voluntarias- compensan en parte la crueldad de las devastaciones. Mientras escribo estas líneas oigo aplausos. Frente a mi casa, en la escuela convertida como tantas otras en centro receptor de donaciones, se acaba de completar la carga del segundo camión, con todo tipo de aportes para los inundados. Lo mismo sucede en muchos puntos de la Capital y del Gran Buenos Aires. Acaso empezamos a comprender el poema de Martin Niemöller, atribuido erróneamente a Bertolt Brecht. Es que ya vinieron y vuelven a venir por nosotros. Nosotros somos los otros. Y todos tendremos que salir para responder por todos.
el dispensador dice: los hechos impredecibles son, a lo largo de la vida, mucho más numerosos que los denominados predecibles...más aún, las certidumbres son raras, pero las incertidumbres ganan... podría decirse sin temor a equivocarse que así ha sido, es y será a lo largo de la presencia humana en la Tierra, ya que ello es fibra y esencia en los "hechos" de la vida según se cursa en los tiempos respirables... ¿has tenido alguna vez la sensación de impotencia?... ¿de no saber qué hacer ante una situación límite?... ¿de sentir que "alguien" pone la mano o el dedo en tu aura para salvarte?... ¿has sentido la necesidad de llorar por no saber qué hacer con tus manos, y mucho menos con tu alma?... ¿has tenido una sensación de ahogo?... la naturaleza guarda poderes omitidos por el ser humano... el temible poder de las aguas en turbulencias desatadas... el temible poder de los aires agitados... el temible poder de los suelos alterados... el temible poder de los fuegos avivados... el imaginario colectivo vincula los hechos naturales alterados con infiernos liberados y/o demonios desatados... y los hay, a escala... común a los destinos marcados o a los elegidos señalados... a quien permanece quieto y espantado viendo como las fuerzas consumen otras vidas, sin que alcancen las manos, sin que sirvan las sogas, sin que tengan sentido los abrazos... sobrevivir pesa como un fracaso... y aún cuando se olvide, su peso seguirá estando, siempre. ¿Has pensado alguna vez, cómo será un SOL inquieto y alterado?... ¿NO?, será bueno que lo vayas pensado, porque sus sonidos están llegando... por otra parte, la Tierra está inquieta porque el propio hombre la viene negando... se cree propietario de un transitorio y efímero legado (de la creación, un hecho que no guarda religión y que no se sustenta en escritura sagrada alguna). El hombre se cree dueño de su tiempo... un error que suena a espanto... los destinos deben ser cumplidos según las gracias concedidas, traducidas a dones y talentos que deben ser compartidos con los prójimos para asegurar los mañanas necesarios... pero el concierto es desconcertante... nada es seguro... y el potencial angular reside en lo impredecible... una cinética que al desatarse se torna incontenible... el hombre tuvo una señal de magnitud global en los hechos del 26 de diciembre de 2004... no los consideró, no los tomó en cuenta... y permaneció insistente en sus necedades tanto como en sus soberbias. Hoy... la tierra humana está vestida de omisiones... pero la naturaleza está cada vez más y más inquieta, más y más alterada... anunciando que las conductas deben ser modificadas, las individuales así como las sociales. Ni los bienes ni los dineros ofrecen garantía alguna hacia el mañana necesario, mucho menos cuando los estados políticos se pavonean ausentes, sordos, ciegos, no mudos. Las sociedades humanas se están tornando pobres, mezquinas, ignorantes... sin embargo, sólo las manos entrelazadas son útiles a los hechos de la vida. Las gentes están aisladas en un desconcierto social que funciona al modo de un abismo que se devora todo... no obstante ello, las gentes persisten en la intención de salvarse sin salvar, sin percatarse que la salvación como acto humano, se produce sólo en la convergencia de las coincidencias... si no hay solidaridad, la salvación es utópica... si no hay misericordia, la salvación es una mentira... si no hay compasión, no hay motivos para la salvación... más allá, salvar los cuerpos no es sinónimo de salvar las almas... el hombre deberá acostumbrarse a sobrevivir con lo puesto... porque el universo creado le está cuestionando su vanidad, su soberbia, su impaciencia, y hasta su urgencia... el hombre debe tomar consciencia que esta Tierra no es la misma que transitaron sus padres, sus abuelos, sus ancestros... la Tierra presente está enojada, ciertamente lo está... y habla por sus aires, por sus aguas, por sus suelos y por sus fuegos... no tiene idioma, sí tiene lengua, suena y se la escucha... este tiempo demanda atenciones genuinas, estar atentos a las señales de los vientos... los estados políticos están pereciendo a manos de cinismos, y no resucitarán... por ende, las gentes, los anónimos, los desconocidos, los humildes, los inocentes, deberán mantenerse unidos protegiéndose unos a otros, de aquí en más... y por los próximos mil años. ABRIL 19, 2013.-
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