domingo, 11 de agosto de 2013

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Biblioteca en Llamas



Significativo insignificante



Richard Yates. | Richardyates.org
No agregó el siglo XX demasiados arquetipos literarios a los que heredamos: quizá, comparable a Edipo, a Yocasta, a Medea, a Don Juan, a Don Quijote, al superhombre, al vampiro y a Frankestein, sólo "el hombre medio", es decir, aquel anegado por una vida vulgar y rutinaria, encendido de sueños que nunca traspasarán las altas barreras de la realidad, de ambiciones que van corrigiéndose a medida que se cumplen años y se acepta que, al fin, no ser lo que uno deseó cuando era joven tampoco es una derrota insoportable.
Obviamente no quiere decirse que ya en la narrativa del XIX no hubiera "hombres medios", pero es en el siglo XX, y sobre todo en la narrativa norteamericana, donde esa figura se alza al podio de protagonista esencial de toda una forma de entender el relato: el arte de cargar de significado la insignificancia. Se podría trazar una competente historia de la narrativa norteamericana siguiendo las huellas del hombre medio, desde el  aburrimiento pegajoso de Babbitt de Sinclair Lewis hasta el miedo patológico del protagonista de Algo ha pasado de Joseph Heller. Está en los relatos de O. Henry, y en los de Ring Lardner, está en John Cheever y en Salinger (versión adolescente que se sabe su futuro de memoria y no quiere aceptarlo), está en Richard Ford y en Raymond Carver,  está en tantos autores, en tantas novelas y relatos, que no vamos a hacer el listado aquí, aunque de ese listado vamos a escoger a uno de los más notorios poetas de esa figura: Richard Yates, autor de la espléndida Vía Revolucionaria, novela de la que vale, por una vez, citar el eslogan con la que se promocionó: "Una indagación profunda sobre lo que las personas dejan que la sociedad haga con ellas".
Yates, además de sus poderosas novelas -acaba de publicarse en RBA, Cold spring harbor- es autor de un gran libro de relatos que tiene por protagonista esencial a ese "ciudadano medio", a gente normal, con un sueldo y una rutina muy minuciosa, a niños de familias nada heroicas curtidas en la insignificancia, a maestras grises acostumbradas a no enamorar a ningún alumno. La callada desolación de la vida diaria en la Manhattan de los años 50. Oficinistas que son despedidos y no son capaces de comunicar la noticia a su mujer confiando en encontrar otro trabajo antes de tener que pasar por la humillación de reconocer su derrota, una joven embarazada que por nada del mundo va a decirle a nadie quién es el padre de su hijo, unos jóvenes que van a Europa a descubrir la vida, el solemne y sin embargo cansino himno del desamor. Eso es lo que hay en este libro titulado Once maneras de sentirse solo (traducción de Luis Murillo, RBA editores).
 Necesita, como los grandes maestros del relato norteamericano, procedentes todos ellos del mejor Chejov, de muy poco para construir una historia que se sigue como si en ella hubiera oculto un mensaje secreto: como si hubiera en alguna parte un asesino que no se descubrirá ni siquiera en el último párrafo, como si se hubiera cometido un crimen. Pero no, no hace falta, no hay crímenes en estos cuentos, y el asesino está en la muñeca, es el tiempo, y en los bolsillos, es el dinero, y en el diario que se lee con el café y en el que nunca hablan de nosotros, aunque en el fondo no hablen más que de nosotros, y en la película de los sábados donde, sin que nos demos cuenta, nos dicen cómo tenemos que besar, cómo tenemos que vestir.
El New York Times saludó este libro con otro eslogan afortunado: "Este libro es el equivalente neoyorquino del Dublineses de Joyce". La ciudad aquí es sólo un rumor, no necesita hacer presencia en los textos con planos y detalles, con descripción de su monumentalidad ni paseos para turistas: se ve que el narrador la conoce bien porque la da por sabida, es invisible, un lugar monumental donde sin embargo no hay epopeyas o las epopeyas que haya quedan fuera de la única epopeya que interesa: la de la insignificancia del hombre medio, satisfecho con tan poca cosa, habitante de una clase que sabe que en cualquier momento el suelo puede hacerse humo a sus pies. En el fondo es un cobarde, lo sabe perfectamente, y la mayor parte de la energía de su conciencia la consume en convencerse de que esa cobardía es una gran muestra de inteligencia y poder. Se rodea de simulacros, pero mientras los simulacros funcionen nada puede hacerles daño. Y esa  invisibilidad de la ciudad pesa en cada página: de alguna manera es esa vida de ciudad excesiva la que acaba midiendo la insignificancia de los personajes solos que pueblan estas emocionantes y frías páginas. Y esa insignificancia se carga continuamente de significado, a pesar de que -nada de heroísmos, por favor, como hubiera pedido Carver- su heroísmo de gesto pequeño -escribir un insulto en una pared, rendirse y no ser capaz de mantener guardado un secreto, no rendirse y decidir entregar la vida a algo (la literatura) a pesar de que el mundo puede sostenerse perfectamente sin tus nueve novelas inéditas que han rechazado ya todas las editoriales- podría haber quedado en banalidad. Ahí está precisamente el toque mágico y poderoso de un narrador como Yates, ese toque mágico que, al volver significativa la insignificancia, convierte en poéticos actos cotidianos o derrotas de medio pelo. Por otra parte, se diría que los mejores  narradores americanos heredan unos de otros como un rasgo fisionómico ese toque mágico, lo alienta cada cual con su personalidad -porque a pesar de las semejanzas, no es lo mismo Cheever que Yates-. Once maneras de sentirse solo es uno de los grandes libros de relatos del siglo XX, que es el siglo de Nine stories, que es el siglo de The enormous radio y el de Cathedral y el de Birds of America. O sea: palabras mayores.
Juan Bonilla

Juan Bonilla

Contra la dictadura de la mesa de novedades y contra el grito de los escaparates, esta Biblioteca se propone rescatar de las llamas del presente, obras y autores de los que apenas se habla porque no son, no están de actualidad.

el dispensador dice:
atiende lo pequeño,
porque lo insignificante,
suele ser lo importante, 
lo que condiciona cada instante,
pudiendo así atraparte,
como también liberarte,
cuando creas quedarte atrás,
habrás logrado superarte...

hay significancias,
que enaltecen lo insignificante,
en los detalles reposan,
los ángulos importantes,
esos que han de iluminar,
las huellas de los pasantes,
que deben seguir andando,
a pesar de los "pesares",
sabiendo que hay un portal abierto,
esperando por delante,
así como un ventanal,
aguardando en alguna parte.
AGOSTO 11, 2013.-

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