miércoles, 11 de septiembre de 2013

INGENUIDADES ► Manuel Longares: "Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo" Publica Los ingenuos, un fresco de una familia a lo largo del franquismo y de las gentes que, como ellos, vivían en los sombríos aledaños de la Gran Vía 1 2 3 4 5 Resultados: MARTA CABALLERO | Publicado el 11/09/2013 Manuel Longares (Madrid, 1943) no es un ingenuo, pero ha luchado contra la vida para que la vida no le convirtiera en lo contrario. A lo Rousseau, el escritor determina que el hombre nace bueno y que las tortas del camino le van moldeando hasta puede que no le quede otra que rendirse a las malas artes. A la picaresca, a la malicia, a la ambición malsana. Pero la bondad, quiere pensar, persiste al fondo. Y no queda otra que aceptar esta tesis cuando se está delante de este autor al que la bonhomía se le asoma por la camisa. Los ingenuos, su sexta novela ("la lentitud puede ser una virtud", asume), que ahora publica Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, reivindica la ingenuidad y está poblada por un puñado de buenas personas que hacen lo posible por arreglárselas en un Madrid hostil. Una urbe que acompaña a los protagonistas en tres actos que, al cabo, son tres momentos de la historia del país, ese tiempo incierto que nace en el hambre, los sabañones y los piojos verdes de la posguerra y que muere con la agonía de un dictador literalmente desmembrado y en las confusas luces de la Transición. Pero, más que la historia de una familia, la que nos cuenta Longares es, como ocurría en Romanticismo, la de una ciudad, en concreto de las calles anejas a esa arteria entre la gloria y la engañifa que es la Gran Vía, el dichoso rompeolas contra el que chocaban los llegados de todas las provincias, los que venían soñándola y que a sus puertas se quedaban. De sus rascacielos para adentro, los cines de hermosos carteles pintados, los cafés y las tiendas con abrigos de los de quitar el hipo. Al otro lado, un laberinto de callejas con tabernas, plazuelas, prostitutas, borrachos, pobres... En pleno alubión imagina Longares la portería de la Calle Infantas, donde reside la familia protagonista, formada por el matrimonio, los dos hijos y las quimeras de cada uno. Con este punto de partida, el que narra toma al lector de la mano y lo pasea de memoria por esa ciudad fosca que aún pervive: - No es donde me crié. Yo vivía más hacia el Corte Inglés de Goya, más hacia la zona de Romanticismo. Lo que pasa es que la Gran Vía era fascinante porque era todo lo que no teníamos. Recuerdo haber pasado por allí completamente hechizado. Esta novela no trata de la Gran Vía exactamente sino de las calles aledañas. Madrid tiene junto a esas grandes avenidas que son la Gran Vía, Serrano o Velázquez unas calles cercanas que son sombrías, como de pobres. Parece que aquí los pobres sostienen las calles ricas y eso es lo que me hizo escribir sobre ellos. La historia emana en realidad de su libro anterior, Las cuatro esquinas. El crítico Santos Sanz atisbó en aquella reunión de cuatro relatos la posibilidad de una novela y Longares aceptó el reto. Eligió la peripecia de una familia en tres momentos de la historia y, en cuanto al espacio, le pareció que la vida desde una portería podía contener un buen sustrato narrativo: "Una portería te abriga, te metes en la vida de los demás y también creas tu vida interior. Tenía mucho sentido que fuera una portería heredada, como se heredaban las cosas entonces. Este tipo de cosas yo las había vivido y me pareció que podía hablar de ellas con cierto conocimiento de causa", concede. Longares logra que el "cierto conocimiento de causa" con el que escribió esta ficción en la que, deja claro, no está su biografía, tenga la solvencia a raudales como para que el lector sienta que esta siendo mecido por aquel entonces, para que en ese deambular incesante por el callejero madrileño entienda cómo era la vida de los mañicos que habían llegado cantando jotas y que de pronto soñaban con dedicarse al cine mientras luchaban por no perder la bondad. Ahí está el corazón de la novela: - Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo, es un don que se pierde en cuanto te pegan el primer palo. En ese sentido, parece que los personajes se resisten a entrar en la malicia, pero al final no tienes más remedio si quieres sobrevivir en esta sociedad que dejar de ser un ingenuo, porque siéndolo lo pasas muy mal. - ¿Cree que aquellas personas que llegaron y aún hoy llegan de las provincias eran más felices cuando conservaban la pureza, el candor y la ignorancia? - La ingenuidad es un territorio compartido. Eres ingenuo hasta que te enseñan a dejar de serlo. Y, como toda pérdida, es traumática y un poco dolorosa. Yo procuro estar más avisado en la vida, pero si tienes buena fe y si eres buena gente, acabas conservando esa ingenuidad y no tienes por qué ser infeliz. Ese paisaje de la inocencia lo rastrea el narrador a través de los actos y el habla de sus protagonistas, plagada de refranes, coplillas y poemas. En realidad, nunca se propuso una tarea de recuperación de ese lenguaje. Una vez que su cabeza viajó a esas calles, la imaginación y el recuerdo urdieron el relato: - Para la novela la documentación es perniciosa. La novela es ficción, imaginación. Sólo a través de la ficción consigues llegar a la verdad, esto es un hecho comprobado. Dentro de esos inventos, de ese proceso de rememoración, te vienen frases hechas, melodías... es oído, pero fundamentalmente es memoria. Sacas de pronto ese bagaje, porque te viene suscitado por lo que estás escribiendo. Igualmente, tiene más fuerza la evocación de esos territorios que el describirlos tal como son. Me he resistido a pasar por allí porque quería dejar pura esa evocación sabiendo que era mentira, pero tiene tanta fuerza que domina a la realidad. En la evocación podemos entendernos, pero si vamos a la realidad, podemos discrepar. El laberinto de calles para mí era una delicia evocarlo. El día volví a pasearlas me dije: ¡Pero si esto no es nada, no era tal laberinto! - Madrid es el auténtico malo de la película. Es cruel, duro, conduce a la perdición. - Lo es. Aquí hay que aguantar. Madrid es duro, duro, duro. Toda esa leyenda del Madrid campechano y hospitalario... no, no es verdad. Madrid hace sufrir a la gente. Hasta encontrar un trabajo, una posición, un poder estar en la vida... se sufre. A mí por lo que me cuentan, porque siempre he estado aquí. - ¿No ha tenido la tentación de abandonarla? - No, aquí me encuentro cómodo. Como no he tenido esos avatares de conocer a una persona y, de pronto, querer irse al sitio donde vive... no he tenido estímulos para irme. Vivo en La Vaguada y podría haberme mudado al Barrio de Salamanca, pero ahora ya soy muy mayor. - La Gran Vía es ya una calle centenaria. Es cierto que aún hace las veces de muro de separación entre mundos. Pero hay muchas diferencias con la avenida de su libro, que representa al mundo de los deseos y los sueños, el universo del cine que el pobre casi, casi podía tocar con sus manos. - La Gran Vía se ha degradado. Aquella calle de cines muy renombrados ya no existe. El Palacio de la Música, el Avenida... han desaparecido. Los que pueden quedar ya tienen un nombre nuevo, como esa cosa de la estación de Metro Vodafone-Sol. Hombre, no haga usted eso con una estación tan clásica como Sol. Y luego ese paseo por la Gran Vía que podríamos hacer ahora consiste en ver comercios que son franquicias, nos da lo mismo pasar por allí que por La Vaguada. La Gran Vía antes tenía una personalidad y la ha perdido. Son cinco establecimientos que se repiten. - Al final no ha cambiado tanto la cosa... el libro se cierra con un lapidario "Mañana igual que ayer". La Gran Vía es otra pero las prostitutas siguen en las calles de atrás, la gente sigue instalándose en Madrid para buscarse la vida y reuniéndose si pueden en una taberna. - Es cierto, la vida cotidiana sigue igual. Los pobres siguen siendo pobres; y los ingenuos, ingenuos.. - El centro de Madrid es un subgénero literario y a usted se le ha incluido muchas veces en la tradición galdosiana. Esta novela, que es coral, que traza pinceladas, lleva al lector a pensar en Galdós, en Umbral, en Cela, en Martín-Santos... - No me tomo esto muy en serio, aunque si escribes de Madrid tienes que tener en cuenta a los que lo hicieron antes. En este sentido, en el libro hay referencias pero yo escribo de ella porque es lo que he vivido, lo más inmediato. No podría hacerlo de otra cosa. - El Madrid olímpico, si llegara, ¿merecería una novela? - Estoy al margen de todo ese tinglado de la alcaldesa hablando inglés o intentándolo... la verdad es que, como ya soy mayor, no sé si estaré vivo para entonces, así que nunca me he imaginado cruzándome con un atleta por la Gran Vía. - ¿Entonces a qué otro Madrid viajará en próximos libros? - Estoy escribiendo una novela nueva, se titulará Oído absoluto y tratará sobre la literatura, sobre adquirir esa cualidad que tienen los músicos en el campo de las letras. Como ahora no tengo otra cosa que hacer, pues escribo más, pero sigo siendo lento. Manuel Longares: "Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo"

Manuel Longares: "Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo"


Manuel Longares. Foto: Antonio Heredia


El Cultural

Manuel Longares: "Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo"

Publica Los ingenuos, un fresco de una familia a lo largo del franquismo y de las gentes que, como ellos, vivían en los sombríos aledaños de la Gran Vía

MARTA CABALLERO | Publicado el 11/09/2013

Manuel Longares (Madrid, 1943) no es un ingenuo, pero ha luchado contra la vida para que la vida no le convirtiera en lo contrario. A lo Rousseau, el escritor determina que el hombre nace bueno y que las tortas del camino le van moldeando hasta puede que no le quede otra que rendirse a las malas artes. A la picaresca, a la malicia, a la ambición malsana. Pero la bondad, quiere pensar, persiste al fondo. Y no queda otra que aceptar esta tesis cuando se está delante de este autor al que la bonhomía se le asoma por la camisa. Los ingenuos, su sexta novela ("la lentitud puede ser una virtud", asume), que ahora publica Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, reivindica la ingenuidad y está poblada por un puñado de buenas personas que hacen lo posible por arreglárselas en un Madrid hostil. Una urbe que acompaña a los protagonistas en tres actos que, al cabo, son tres momentos de la historia del país, ese tiempo incierto que nace en el hambre, los sabañones y los piojos verdes de la posguerra y que muere con la agonía de un dictador literalmente desmembrado y en las confusas luces de la Transición.

Pero, más que la historia de una familia, la que nos cuenta Longares es, como ocurría en Romanticismo, la de una ciudad, en concreto de las calles anejas a esa arteria entre la gloria y la engañifa que es la Gran Vía, el dichoso rompeolas contra el que chocaban los llegados de todas las provincias, los que venían soñándola y que a sus puertas se quedaban. De sus rascacielos para adentro, los cines de hermosos carteles pintados, los cafés y las tiendas con abrigos de los de quitar el hipo. Al otro lado, un laberinto de callejas con tabernas, plazuelas, prostitutas, borrachos, pobres... En pleno alubión imagina Longares la portería de la Calle Infantas, donde reside la familia protagonista, formada por el matrimonio, los dos hijos y las quimeras de cada uno. Con este punto de partida, el que narra toma al lector de la mano y lo pasea de memoria por esa ciudad fosca que aún pervive:

- No es donde me crié. Yo vivía más hacia el Corte Inglés de Goya, más hacia la zona de Romanticismo. Lo que pasa es que la Gran Vía era fascinante porque era todo lo que no teníamos. Recuerdo haber pasado por allí completamente hechizado. Esta novela no trata de la Gran Vía exactamente sino de las calles aledañas. Madrid tiene junto a esas grandes avenidas que son la Gran Vía, Serrano o Velázquez unas calles cercanas que son sombrías, como de pobres. Parece que aquí los pobres sostienen las calles ricas y eso es lo que me hizo escribir sobre ellos.

La historia emana en realidad de su libro anterior, Las cuatro esquinas. El crítico Santos Sanz atisbó en aquella reunión de cuatro relatos la posibilidad de una novela y Longares aceptó el reto. Eligió la peripecia de una familia en tres momentos de la historia y, en cuanto al espacio, le pareció que la vida desde una portería podía contener un buen sustrato narrativo: "Una portería te abriga, te metes en la vida de los demás y también creas tu vida interior. Tenía mucho sentido que fuera una portería heredada, como se heredaban las cosas entonces. Este tipo de cosas yo las había vivido y me pareció que podía hablar de ellas con cierto conocimiento de causa", concede.

Longares logra que el "cierto conocimiento de causa" con el que escribió esta ficción en la que, deja claro, no está su biografía, tenga la solvencia a raudales como para que el lector sienta que esta siendo mecido por aquel entonces, para que en ese deambular incesante por el callejero madrileño entienda cómo era la vida de los mañicos que habían llegado cantando jotas y que de pronto soñaban con dedicarse al cine mientras luchaban por no perder la bondad. Ahí está el corazón de la novela:

- Es difícil sostener la ingenuidad mucho tiempo, es un don que se pierde en cuanto te pegan el primer palo. En ese sentido, parece que los personajes se resisten a entrar en la malicia, pero al final no tienes más remedio si quieres sobrevivir en esta sociedad que dejar de ser un ingenuo, porque siéndolo lo pasas muy mal.

- ¿Cree que aquellas personas que llegaron y aún hoy llegan de las provincias eran más felices cuando conservaban la pureza, el candor y la ignorancia?
- La ingenuidad es un territorio compartido. Eres ingenuo hasta que te enseñan a dejar de serlo. Y, como toda pérdida, es traumática y un poco dolorosa. Yo procuro estar más avisado en la vida, pero si tienes buena fe y si eres buena gente, acabas conservando esa ingenuidad y no tienes por qué ser infeliz.

Ese paisaje de la inocencia lo rastrea el narrador a través de los actos y el habla de sus protagonistas, plagada de refranes, coplillas y poemas. En realidad, nunca se propuso una tarea de recuperación de ese lenguaje. Una vez que su cabeza viajó a esas calles, la imaginación y el recuerdo urdieron el relato:

- Para la novela la documentación es perniciosa. La novela es ficción, imaginación. Sólo a través de la ficción consigues llegar a la verdad, esto es un hecho comprobado. Dentro de esos inventos, de ese proceso de rememoración, te vienen frases hechas, melodías... es oído, pero fundamentalmente es memoria. Sacas de pronto ese bagaje, porque te viene suscitado por lo que estás escribiendo. Igualmente, tiene más fuerza la evocación de esos territorios que el describirlos tal como son. Me he resistido a pasar por allí porque quería dejar pura esa evocación sabiendo que era mentira, pero tiene tanta fuerza que domina a la realidad. En la evocación podemos entendernos, pero si vamos a la realidad, podemos discrepar. El laberinto de calles para mí era una delicia evocarlo. El día volví a pasearlas me dije: ¡Pero si esto no es nada, no era tal laberinto!

- Madrid es el auténtico malo de la película. Es cruel, duro, conduce a la perdición.
- Lo es. Aquí hay que aguantar. Madrid es duro, duro, duro. Toda esa leyenda del Madrid campechano y hospitalario... no, no es verdad. Madrid hace sufrir a la gente. Hasta encontrar un trabajo, una posición, un poder estar en la vida... se sufre. A mí por lo que me cuentan, porque siempre he estado aquí.

- ¿No ha tenido la tentación de abandonarla?
- No, aquí me encuentro cómodo. Como no he tenido esos avatares de conocer a una persona y, de pronto, querer irse al sitio donde vive... no he tenido estímulos para irme. Vivo en La Vaguada y podría haberme mudado al Barrio de Salamanca, pero ahora ya soy muy mayor.

- La Gran Vía es ya una calle centenaria. Es cierto que aún hace las veces de muro de separación entre mundos. Pero hay muchas diferencias con la avenida de su libro, que representa al mundo de los deseos y los sueños, el universo del cine que el pobre casi, casi podía tocar con sus manos.
- La Gran Vía se ha degradado. Aquella calle de cines muy renombrados ya no existe. El Palacio de la Música, el Avenida... han desaparecido. Los que pueden quedar ya tienen un nombre nuevo, como esa cosa de la estación de Metro Vodafone-Sol. Hombre, no haga usted eso con una estación tan clásica como Sol. Y luego ese paseo por la Gran Vía que podríamos hacer ahora consiste en ver comercios que son franquicias, nos da lo mismo pasar por allí que por La Vaguada. La Gran Vía antes tenía una personalidad y la ha perdido. Son cinco establecimientos que se repiten.

- Al final no ha cambiado tanto la cosa... el libro se cierra con un lapidario "Mañana igual que ayer". La Gran Vía es otra pero las prostitutas siguen en las calles de atrás, la gente sigue instalándose en Madrid para buscarse la vida y reuniéndose si pueden en una taberna.
- Es cierto, la vida cotidiana sigue igual. Los pobres siguen siendo pobres; y los ingenuos, ingenuos..

- El centro de Madrid es un subgénero literario y a usted se le ha incluido muchas veces en la tradición galdosiana. Esta novela, que es coral, que traza pinceladas, lleva al lector a pensar en Galdós, en Umbral, en Cela, en Martín-Santos...
- No me tomo esto muy en serio, aunque si escribes de Madrid tienes que tener en cuenta a los que lo hicieron antes. En este sentido, en el libro hay referencias pero yo escribo de ella porque es lo que he vivido, lo más inmediato. No podría hacerlo de otra cosa.

- El Madrid olímpico, si llegara, ¿merecería una novela?
- Estoy al margen de todo ese tinglado de la alcaldesa hablando inglés o intentándolo... la verdad es que, como ya soy mayor, no sé si estaré vivo para entonces, así que nunca me he imaginado cruzándome con un atleta por la Gran Vía.

- ¿Entonces a qué otro Madrid viajará en próximos libros?
- Estoy escribiendo una novela nueva, se titulará Oído absoluto y tratará sobre la literatura, sobre adquirir esa cualidad que tienen los músicos en el campo de las letras. Como ahora no tengo otra cosa que hacer, pues escribo más, pero sigo siendo lento. 



el dispensador dice:
quise ser ingenuo,
pero no pude,
quise ser inocente,
pero no me dejaron,
quise ser humilde,
pero me endiosaron,
quise huir del desmadre,
pero me negaron...

a pesar de todo,
sostengo la inocencia,
como un valor de la consciencia...

a pesar de todo,
sostengo la ingenuidad,
como un valor de la herencia...

a pesar de todo,
sostengo la humildad,
como un valor del espíritu eterno...

logré un ostracismo contemplativo,
desde donde observo cómo se oxida el humanismo,
cuando no es paralelo a lo legítimo...

inocencia,
ingenuidad,
humildad,
presencia y ausencia,
no significa incapacidad de lectura,
tampoco implica incapacidad de interpretación,
mucho menos incapacidad de reflexión...

por ello es buena la distancia,
porque habilita a diferenciar la calidad de las fallas,
de las mentiras y sus tallas,
de las traiciones y sus rayas,
pero por sobre todo,
porque permiten distinguir ... qué esconden las auras...
SEPTIEMBRE 11, 2013.- 

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