jueves, 19 de septiembre de 2013

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Biblioteca en Llamas


Mapamundi de librerías



Imagen: Jane Mount.


La librería Alternativa, que recibía los libros de Trieste, tan bonitos, tan inalcanzables para un bolsillo como el mío, 1.200 pesetas Las tradiciones de Trapiello, 900 La patria oscura de Bonet. Entrabas y te dabas de bruces con las estanterías de poesía, llenas de hiperiones y visores y renacimientos. Allí un tomito naranja que revolucionaba la poesía española del momento: Báculo de Babel de Blanca Andreu. Allí un tomito color crema que sí daba un manotazo de verdad encima de la mesa de la poesía española de los 80: La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca. Pero tantos otros libros también allí, Paraíso manuscrito de Felipe Benítez Reyes, El jardín extranjero de García Montero, Astrolabio de Colinas, Huir del invierno de Luis Antonio de Villena. La librería Papel y Tinta, con sus dos hermanas empleadas, las llamábamos la hermana de la mañana y la hermana de la tarde, pero sólo cuando las pillábamos fuera de su horario habitual. Era casi una librería de viejo agazapada dentro de una de nuevo. Los escaparates tenían las novedades, pero dentro, la pura dejadez (se ve que por no hacer paquetes no hacían devoluciones) te permitía encontrar libros de los 50, de los 60 y de los 70 sin que nadie se hubiera visto tentado de actualizarles los precios. Allí la colección Nostromo, o sea, Las cartas de negocios de José Requejo y Las semanas del jardín de Ferlosio, allí también todos los libros del poeta local Julio Mariscal Montes, maldito y menor, y la colección Poesía para todos donde salieron los Poemas póstumos de Jaime Gil de Biedma. La librería El Juglar, en la plaza de las Angustias, la primera librería/galería de mi pueblo: allí, una mañana, de repente, El héroe de las mansardas de Mansard, con su membrete Premio Herralde. Ya ves si ha llovido. En Barcelona, estudiante sin un duro, leer a ratos y con muchas risas, Larva de Julián Ríos en la librería Áncora y Delfín. Es un libro que hay que leer así, lo abres por cualquier parte, te sonríes con unos cuantos juegos de palabras, y hasta la próxima. Las librerías de la calle Aribau, los puestos de la Universidad donde un día de mucho frío cogí un libro de Julio Camba de un montón y otro de Wenceslao Fernández Flórez y toqué en la ventanilla del librero que espantaba el frío como podía y abrió sólo una rejilla para decirme: hoy hace mucho frío para comprar libros, chaval, y cerró la rejilla: había entendido que lo molestaba para venderle aquellos dos volúmenes para procurarme un café, que finalmente me procuré gracias a que no me cobraron nada por los dos libros. En Barcelona también, años más tarde, La Central, en Mallorca, y cómo ha crecido aquella pequeña librería deliciosa. En Sevilla la librería Padilla, con su altillo lleno de poesía a la que tampoco le habían actualizado los precios, y allí toda la colección El Bardo, o sea Arde el mar, La muerte en Beverly Hills, Ni tiro, ni veneno ni navaja, Tratado de Urbanismo, Crónicas de mar y tierra, muchos adonais. La librería Montparnasse, donde un día me sonrió la media cara de Eliot en la cubierta de la edición de Alianza y lo abrí y vayamos ahora tú y yo por esas calles, ahora que la tarde se extiende contra el cielo como un paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones. Y la librería Renacimiento, en Mateos Gago, siempre con un poeta de dependiente: Juan Lamillar, Rafael Adolfo Téllez, Abel Feu. El lugar donde la vanguardia española encontró su precio y decenas de poetas menores vieron aumentados su valor por culpa de o gracias a Abelardo Linares. Y podría seguir, en Madrid la Cuesta de Moyano y Gulliver y Dedalus (donde sólo por el título y el precio relajado me llevé Un hombre muerto a puntapiés de Pablo Palacio, y trata de comprar la primera edición ahora), en Londres las de Charing Cross, claro, pero también una pequeña en Fulham, donde oímos un buen rato a una librera hablándonos de Cyrill Connolly, dándonos a entender que habían sido amantes. Y la Strand de Nueva York, adonde me llevó José María Conget y adonde he vuelto unas cuantas veces y siempre muy cargado de todo: de libros, de ganas de volver... Latinoamérica es una calle llena de libros, una calle que empieza en Donceles, en México DF, y acaba en un sótano de una galería de Buenos Aires, después de pasar por una plaza vieja de La Habana, por el mercado Amazonas de Lima, por Quilca en Lima, por una librería que es también peluquería de señoras en San José de Costa Rica, por otra que era librería y burdel en Quito (una historia curiosa: el dueño de una buena biblioteca acogió a una prostituta de su calle, murió, la prostituta convirtió la casa en burdel, los clientes llegaban, veían tantos libros y a veces pedían precio por alguno, y así), por Tristán Narvaja en Montevideo y Lissardi, donde Ficciones de Borges. En Roma, en Porta Portesse, por 1.000 liras, Misterio de la poesía de César González Ruano y Ver y palpar de Huidobro. En fin, no sé cuánto tiempo habré pasado en las librerías: el suficiente como para que considere que en las librerías suelen pasar cosas importantes. Descubrir a Eliot, coincidir con un escritor al que admiras, salir decepcionado porque nada de nada, salir arrebatado de alegría porque Eibahnstrasse de Walter Benjamin.
Jorge Carrión acaba de sacar en Anagrama un libro titulado así: Librerías. Fue finalista del premio Anagrama de ensayo. Hace un recorrido muy personal por algunos de los grandes templos como Shakespeare and Company, en París, donde tantas noches durmió Terenci Moix, o la Strand de Nueva York, o la preciosa Eterna Cadencia de Buenos Aires o El Virrey de Lima o Laie de Barcelona o City Lights en San Francisco o Antonio Machado en Madrid. Carrión indaga en el significado de esos establecimientos, al parecer en peligro de extinción, pero no creo, y cómo se fueron convirtiendo en puntos de encuentro cruciales para la intrahistoria de la literatura, pero también de la política (o más exactamente de la lucha contra una autoridad competente infame). Son muchísimas las librerías en las que el incansable viajero que es Carrión detiene su atención y su mirada, y cruza ese cúmulo de experiencias con una resuelta indagación en las relaciones de
 algunos escritores con las librerías e inspecciona la presencia de las librerías en algunas obras -de hecho comienza excelentemente así: fijando la atención en la figura del librero como personaje literario (el soberbio relato de Stefan Zweig). El de Carrión es, además, de esos libros que continuamente interpelan al lector, si el lector, como se le supone, ha transitado también por un buen número de librerías: el libro de Carrion aparte de una subterránea historia de las librerías y de un ensayo acerca de por dónde deben ir los tiros para que no se extingan y de una singular crónica de viajes cuya pauta la impone la librería como lugar mítico -al que sin embargo también se desmitifica, aunque sea inevitable la nostalgia-, es un trampolín que el lector puede utilizar para inspeccionar su propia memoria y también, lleno de envidia, para llenar su agenda de sitios a los que ojalá pueda acercarse alguna vez.

En cuanto al futuro de las librerías. Bueno, partiendo de la base que el futuro no existe, podríamos pasar palabra en este punto, pero me parece oportuno copiar unas frases del artículo Imaginar la librería futura de Antonio Ramírez, de La Central, citado por Jorge Carrión: "Tal vez nos situamos en su dimensión irreemplazable: la densidad cultural que encierra la materialidad del libro de papel; mejor dicho, pensando la librería como el espacio real para el encuentro efecto efectivo de personas de carne y hueso con objetos materiales dotados de un aspecto singular, de un peso y una forma única, en un momento preciso".



Juan Bonilla

Juan Bonilla

Contra la dictadura de la mesa de novedades y contra el grito de los escaparates, esta Biblioteca se propone rescatar de las llamas del presente, obras y autores de los que apenas se habla porque no son, no están de actualidad.


el dispensador dice:
tener un libro en la mano,
implica instalar un puente hacia el pasado,
de un autor aplicado,
pero también implica colocar un puente hacia el futuro,
sostener un mensaje que diluya lo oscuro,
tal vez no eres consciente mientras buscas lo tuyo,
pero en las librerías se respiran aires que cada quien hace suyo...

librerías pitucas,
librerías bohemias,
librerías que concertan,
invitan a evadir la realidad contigua,
te sumerges en las páginas, desde una silla,
despliegas tapas en algún rincón que nadie mira,
y allí permaneces, abstracción del que respira,
cada buscador halla su esquina...

la cultura no duerme,
está siempre encendida,
más allá de las bibliotecas,
hace falta un mapa de las librerías,
un globo terráqueo de libros y sabidurías,
algo que registre el genio en su día,
algo que oriente al buscador cuando camina,
al modo de un faro de costa que guía,
la creación navega por mares abiertos,
y por costas que se achican,
asciende al espacio,
o se sumerge en la risa,
toda reflexión aporta miradas que riman...

abrir un libro... abriga la vida...
SEPTIEMBRE 19, 2013.-

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