miércoles, 25 de septiembre de 2013

MUTIS POR EL FORO ► MIRADAS DE UNA TIERRA CALIENTE ► En la crudeza de la tierra caliente | Cultura | EL PAÍS

En la crudeza de la tierra caliente | Cultura | EL PAÍS

FOTOGALERÍA Periodista, amigo, escritor, premiado
LA POESÍA

Daniel Mordzinski (EL PAÍS)

En la crudeza de la tierra caliente

Mutis nos enseñó el desamparo que viene desde adentro pero que se corrobora con un desastre que nunca llega

En la crudeza de la tierra caliente

Mutis, el Gaviero, nos enseñó el desamparo que viene desde muy adentro pero que se corrobora con un desastre que nunca llega


Álvaro Mutis retratado en Madrid en abril de 2009. / GORKA LEJARCEGI

El trópico no es solo exuberancia. También es humedad, lento deshacerse, podredumbre. Detrás de aquél verdor de postal, muy lentamente, los árboles se entregan a una muerte parsimoniosa e inexorable que les vendrá con los años pero que desde siempre está allí, fatal, invisible, disfrazada de un esplendor que disimula la decadencia y un horror que se impone como ley sin necesidad de manifestarse explícitamente a los sentidos.

Allí, entre la lluvia, también el destino de los hombre se debate entre un pasado que regresa ("entre el vocerío vegetal de las aguas me llega la intacta materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años"), un presente donde la humedad ha invadido todo con el óxido de la destrucción y un futuro que nunca es, que nunca llega, que pesa más por su lentitud que por su inminencia. Esto sucede afuera, sí, "pero al cabo es en nosotros donde sucede el encuentro y de nada sirve prepararlo ni esperarlo. La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa".

Mutis, el Gaviero, nos enseñó la desamparo que viene desde muy adentro pero que se corrobora con un desastre que nunca llega y que se escenifica en los ríos "que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales", en "la lluvia sobre los cafetales", allí, con "un gótico recogimiento bajo la estructura de vigas metálicas invadidas por el óxido".

Una pasión rabiosa pero, a la vez, estoica. Un tono de delirio que elude la grandilocuencia enunciando apenas el hostil retrato de una miseria que parte de las raíces de la selva húmeda: "sólo entiendo algunas voces. La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa, cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la quebrada 'La Osa'; la del fantasma que vive en el horno del trapiche", dice Mutis en un poema escrito antes de sus veinticinco años.

Se necesitaba un tono nuevo para mencionar así la crudeza de la tierra caliente, su fatal descomposición. Una voz que el joven Mutis inventa y entona a partir de los poemas de Saint John Perse y los de Neruda, pero que se ajusta a sus temas y a su propia manera de sentir y que se torna personalísima desde su primer libro, La balanza.

Sin embargo, no se queda allí, en ese paisaje húmedo. La voz del poeta retrocede hasta la muerte de Felipe II, recrea los viajes de El Gaviero, y se detiene en la elegía a Marcel Proust: "algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica, de lavado vendaje de mendigo, extiende por tu cuerpo como un leve sudario de otro mundo o un borroso sello que perdura". Entonces, lo que Mutis dijo de Proust, hoy, particularmente hoy, se torna en un lamento por él mismo: "el silencio se hace en tus dominios, mientras te precipitas vertiginosamente hacia el nostálgico limbo donde habitan, a la orilla del tiempo, tus criaturas".


Angustia inapelable de la aventura

No es hasta 1986 cuando publica el largo libro de su vida

La trilogía del Gaviero es también centro de gravedad de su poética


Álvaro Mutis retratado en 2009 en su casa de México. / DANIEL MORDZINSKI

Entre 1960 y 1982, Álvaro Mutis publica, al margen de su tarea lírica, una serie de textos en prosa de diversa índole temática. Pero no es hasta 1986, cuando aquellos textos preparatorios, incluida su poesía hasta ese momento, cuando el gran escritor colombiano publica lo que podríamos denominar el largo libro de su vida. O el centro de gravedad de su poética. Estamos hablando de su trilogía formada por La nieve del Almirante, Ilona llega con la lluvia (1988) y Un bel morir (1989). En estas novelas, Mutis crea su personaje capital y uno de los más significativos que dio la narrativa latinoamericana en el siglo XX: estamos hablando de Maqroll el Gaviero. Lo que publique años más tarde no es sino variaciones sobre un mismo tema: la supervivencia de Maqroll en su eterno viaje iniciático. De ahí la forma de su trilogía, sobre todo de La nieve del Almirante: estructura de diario, de fragmentos donde se registra el devenir diario de las desilusiones, la nostalgia implacable. Maqroll siempre es el protagonista de toda su narrativa, aunque en algunas novelas últimas, como Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) o Tríptico de mar y tierra (1993), su comparecencia apenas se haga notar. Así que hablar de Álvaro Mutis es hablar de su “alter ego” Maqroll.
Decía Lichtenberg que hacer lo contrario puede que sea también una forma de imitar. Por su parte, Harold Bloom apelaba a la enfermedad romántica de la angustia ante la tradición. Pues bien, en 1997 se publica en nuestro país un libro esencial para entender la estirpe de Maqroll y también, de paso, la mecánica ficcional de Mutis. Se trata de Contextos para Maqroll (Igitur, Montblanc). En este libro de artículos y conferencias, Mutis nos ayuda a descifrar a su héroe. A contextualizarlo, a detectar cómo nace, de qué tensión contradictoria, de qué angustia inapelable se ha echado a la aventura. Porque en el fondo cuando hablamos de Maqroll estamos hablando de un aventurero del espíritu. Por ello Mutis en su libro sobre Maqroll nos remite a Valery Larbaud, autor de A. O. Barnabooth (además de traductor de Ulises, de James Joyce, autor al que Mutis homenajea en su obra) y de André Malraux, el autor de La condición humana. Dos autores, dos libros, que ayudaron no poco a configurar el derrotero de Maqroll. Ellos le aportaron su cosmopolitismo intransigente con la frivolidad del mundo (que no de su levedad) y el sentido del dolor y la muerte.
Angustia inapelable de la aventura | Cultura | EL PAÍS


Un reaccionario entrañable

La habilidad literaria de Mutis descansaba en su apasionada vocación de heterodoxia



El escritor colombiano, Álvaro Mutis, en su casa de México D. F. / Marcelo Salinas

Hace apenas dos meses crucé mis últimas palabras con Álvaro Mutis. Fue telefónicamente y sonaron desde el principio a despedida. Un viaje a México me llevó a quererlo ver como otras veces, pero esta vez me pidió que no me acercara a su casa. Estaba muy cansado después de un accidente doméstico del que no acababa de recuperarse. Carme, su mujer, ya me había advertido de que todo iba lento. Demasiado lento. Cuando escuché su voz comprendí que no habría probablemente más oportunidades de disfrutar de su conversación de criollo virreinal. Aquel hilo de voz no podía esconder que la edad pesaba sobre los hombros de Mutis con las alas de la eternidad. Se le notaba apagado, sin ganas de desplegar aquel aliento infatigable con el que disfrutaba bromeando con sus oyentes. “Seguro, nos veremos pronto”, me dijo con ese saber estar colombiano que ponía en cuanto hacía y decía. Y entonces, mientras la luz del atardecer del D. F. se adueñaba de las cosas con un colorido estremecedor, los dos supimos que no habría otra vez. Y así fue.
Hoy, al evocar su figura solo puedo decir que Álvaro Mutis fue un seductor de la palabra. Uno de esos caballeros del pasado, que todavía creían posible los milagros de la belleza intemporal que es capaz de plasmar la literatura cuando se afronta con vocación de trascendencia. Su voz como poeta y su talento como novelista le valieron premios acá y allá de nuestro Atlántico hispano. Unos y otros certificaron lo que se palpaba con la experiencia mágica de leerlo: que era grande, muy grande. De hecho, sus novelas son una reflexión sobre la inevitabilidad de la decadencia. De cómo abordarla con la elegancia de la épica aventurera, también en el corazón de los trópicos. Precisamente, una de las cosas que más le agradeceré como lector es haberme devuelto la dicha de asomarme a ella gracias a ese personaje que bautizó como Maqroll el gaviero. Y no solo porque resuenen a su paso las pisadas literarias de Conrad, Melville, Stevenson, Mac Orlan o Mohrt, sino porque en su alma late el aliento de ese Mediterráneo milenario en el que se entrecruza la sabiduría de quienes miran la línea del horizonte sin la ansiedad de rendir cuentas al presente.
Reaccionario entrañable para el que el mundo dejó de tener interés tras la caída de Constantinopla o la degollina de Luis XVI y María Antonieta, su habilidad literaria descansaba en su apasionada vocación de heterodoxia compulsiva. Una heterodoxia provocadora que nunca dejaba de sonreír ante el espectáculo de las ideologías y de lo políticamente correcto, criaturas a sus ojos de una Modernidad suicida que no le interesaba lo más mínimo. Quizá porque era de otra estirpe. La de aquellos que, como su amigo Nicolás Sánchez Dávila, no dudaban en afirmar que: “El progreso es el azote que nos escogió Dios”. Lo dicho: un fascinante provocador. Lo echaremos de menos.
Un reaccionario entrañable | Cultura | EL PAÍS


el dispensador dice:
te quedas meditando detrás de la ventana,
protegiendo el cuerpo, preservando el alma,
¿ha sido la vida como la esperabas?,
¿has desplegado tus dones según pensabas?,
siempre hay una pregunta que flota olvidada,
no todo sucede según la idea deseada,
pero uno se conforma tal como avanza,
se adapta y se resigna a sus circunstancias...

permaneces observando tras la ventana...
seguramente llegará otra vida para ser cruzada,
omití escribir sobre lo que me molestaba,
hay cosas que pesan y quiebran la espalda,
aún cuando no se porte mochila,
aún cuando no se lleve morral,
hay cosas que pesan y doblan la espalda,
hay palabras que pesan como si fuesen espadas,
hieren, atraviesan, pero no dejan nada,
siempre hay un dolor flotando frente a la ventana,
no lo ves, pero espera a que tu salgas,
no sabrás de dónde viene... ni quién te lo manda...
pero aprenderás de ello... o seguirás como si nada...

se ve a lo lejos desde esa ventana,
pasó la vida... nadie te llama...
las gentes transitan lo que respiran, no se llevan nada,
a veces te miran, pero no dicen nada,
sucede que se rompe la propia confianza,
cuando extiendes la mano y recibes la espada,
debes aceptar la propia circunstancia,
el entorno se lava las manos... 
pronuncia palabras vacías,
que no agregan nada...
es preferible el silencio, 
a escuchar lo que daña...

recuerdo aquel campo, recuerdo las papas,
hacía mucho frío aquella mañana,
teníamos vida y mucha esperanza,
aires helados, surcos con papas,
barros y suelos, inviernos que pasan,
quedan las imágenes, pero pierdes ventanas,
te vas alejando de aquello que amabas,
cuando das vuelta una esquina,
detrás ya no hay nada,
mirar hacia adelante encuentra un mañana...
tengo sobre mi costado... jardín y ventana...
los pájaros hablan mientras la vida pasa,
el aire está helado... tras la ventana...
la vida ha pasado, la veo ya lejos,
lejos de mi ventana.
SEPTIEMBRE 25, 2013.-

DEDICADO A: Nora Angélica Oleaga.
 

No hay comentarios: