sábado, 24 de mayo de 2014

CIRCUNSTANCIAS ▲ Fulgurante Ortega | Opinión | EL PAÍS

Fulgurante Ortega | Opinión | EL PAÍS



LA CUARTA PÁGINA

Fulgurante Ortega

Con su obra, el pensamiento conquista la superación del idealismo de Occidente y postula una alianza entre irracionalidad y racionalidad como única vía de comprensión del hombre, su mundo y sus límites





RAQUEL MARÍN


Al lado de Victoria Ocampo, tan alta y señorial, Ortega tira invenciblemente a bajito. Pero fue quien puso en orden de batalla a sus soldados cuando todavía no eran soldados pero él ya era su capitán. No sólo emperador,como entre los aborrecidos jesuitas de la infancia, sino directamente capitán que llama al arma a sus mesnadas para seguir propinando descargas escritas y orales sin freno, sin dios, sin miedo y sobre todo contra todo y contra todos. Ortega es una descarga de fusilería ideológica casi desde niño, en calzón corto, cuando todavía en privado todos rezongan contra la Restauración y su sistema viciado y envilecido, contra Maura y contra Romanones, contra el Partido Conservador y contra el Partido Liberal.
La diferencia es que Ortega levanta el listón y predica la radicalidad democrática del socialismo liberal como único recurso contra la injusticia social, contra el retraso intelectual, contra la inconsistencia de una democracia fraudulenta. Estamos apenas en 1908, tiene 25 años, es visiblemente calvo y en su hermano Eduardo tiene un aliado crucial, pero pronto se sumará el resto. Ortega crece a vista de todos en progresión incontenible en el Ateneo y en la Universidad, en la Residencia de Estudiantes y la Junta de Ampliación de Estudios, en la redacción de El Imparcial y en el Centro de Estudios Históricos. Está desde siempre en boca de todos por su tono, por su jovialidad, por su acometividad y por su infinita y casi angustiosa petulancia. Y sin embargo lo quieren, lo quieren y lo admiran desde santos laicos como Francisco Giner de los Ríos hasta gente de su misma edad, como Juan Ramón Jiménez o Ramón Pérez de Ayala, o algo mayores, como Antonio Machado, Azorín y Pío Baroja. Pero el que más le quiere es el mayor de todos, y mayor en todos los sentidos, Miguel de Unamuno, rendido a la chispa y la veracidad sin acartonamiento del muchacho de veintipocos que aun no es catedrático, que aun no ha escrito un libro y sin embargo a quien confía Unamuno el manuscrito de su libro filosófico más importante, Del sentimiento trágico de la vida, varios años antes de publicar el texto. Y así sigue la biografía arrebatada de Ortega hasta 1936, cuando ha sido ya el puntal ideológico de El Sol desde 1917, ha fundado el semanario España y ha puesto en marcha una cuña de revolución cultural que se llamó Revista de Occidente armada con tres lanzaderas: una tertulia en forma de chequeo intelectual de la actualidad, una revista mensual en forma de observatorio de la Europa contemporánea y una editorial con funciones de carcoma tenaz del tradicionalismo católico de la España rancia.
Siguió siendo bajo —por eso forzaba la verticalidad de su pose— pero siguió metiendo miedo, aunque él no lo tuvo hasta las balas perdidas y las violencias de 1934-1936. Él sí da miedo, incluso antes de que nadie sepa las fantasías de redención colectiva que fabrica su rotunda cabeza. Es un luchador casi físico en las peleas en las que cree hasta 1921, cuando la experiencia y los fracasos políticos empiezan a inclinar el plano de su vida hacia el desengaño y el rencor, hacia el desdén acre que destilan tantas páginas de España invertebrada de 1922 y que intoxican la peor parte de un libro lleno de hallazgos y observaciones luminosas como La rebelión de las masas, entre 1929 y 1930.


Es un luchador casi físico en las 
peleas en las que cree hasta 1921; luego cayó en el desengaño



Estuvo tan vivo para aquellos jóvenes como lo está hoy para el lector con afán de pensar por libre, conocer sin anteojeras y comprender con honradez. A veces basta con dejarse atrapar por una prosa vivaz y brillante, y a veces hay que resignarse al párrafo rematadamente cursi y hasta delicuescente a ratos. Pero eso es nada, porque Homero también duerme: el todo, lo que importa de veras, es la vibración de autenticidad de un pensamiento hiperactivo y efusivo, combativo y comprometido, perspicaz y desprejuiciado, jugoso y beligerante: fundamentalmente honrado aunque se equivoque, convincente aunque yerre, siempre estimulante al menos hasta los primeros años treinta, cerca ya de sus cincuenta años, cuando abandona la confección de esos libros misceláneos y confesionales, dietarios disfrazados de ensayos, que tituló desde 1916 El Espectador.
Por supuesto, cuando Ortega se enamora se enamora de verdad, aunque sus disparatadas ideas sobre la mujer le sitúen en el pleistoceno de la especie. Pero por tres veces se enamora, y las tres a fondo: de Rosa, su mujer desde 1910 y compañera hasta su muerte en 1955; de Victoria Ocampo, perdición austral y quimérica de un hombre que se descubre frágil y desarmado en 1917, y de una joven condesa diez años más tarde, hipnótica para un Ortega con la guardia baja y la autoestima lesionadísima. Para entonces, sin embargo, en los años veinte toda su maquinaria intelectual se vuelca en la ratificación de sí mismo, cuando la filosofía de la razón vital va de camino a ser razón histórica y siente que con él el pensamiento conquista por fin la superación del idealismo de Occidente y postula una alianza entre irracionalidad y racionalidad como única vía de comprensión integral y resignada del hombre, su mundo y sus límites. Resignada, sí, pero sin tristeza ni amargura; al revés: feliz de desenmascarar falsos consuelos, feliz de saber qué hacer con la vida como proyecto, feliz de identificar lo iluso como ilusión inútil y cultivar como posible la ilusión de lo real: un Nietzsche civilizado.
¿Hay un Ortega fósil? Lo hay, claro que lo hay, y es a veces patéticamente vulnerable: la sustancia que lo fosiliza se llama resentimiento recrudecido de rencor y mesianismo abortado. Las heridas del amor propio deforman su prosa hacia el desdén contra la inopia bovina de las masas y sobre todo de los suyos. Y eso es lo peor, la incredulidad de quienes debían constituir las bases del futuro culto, educado, civil y europeo soñado. No atienden como deberían a sus visiones del hombre y la sociedad contemporánea, aunque él sea ya desde El tema de nuestro tiempo de 1923 el paraguas filosófico para el nuevo mundo que ha descubierto Albert Einstein. Ni están a la altura ni aciertan a detectar, como detecta él, el nivel que exige el presente: un pensador de la contingencia, una visión empírica de la condición humana, un dinamitador de las fantasías falseadoras, un ateo irrenunciable y primordial.


Cuando se olvida de sí mismo, es el más sugestivo intérprete de sucesos en movimiento



Demasiadas veces los verdaderos fósiles hemos sido nosotros, los lectores y los comentaristas, una y otra vez atados al Ortega más caduco y vulnerable —más visceral—, el deEspaña invertebrada, el de sus cábalas sobre asuntos mal conocidos, el de los delirios, o revanchistas o apocalípticos, contra la villanía ética e ideológica de las masas ignaras. Pero ese es un Ortega ya turbado: el peor enemigo de Ortega fue Ortega mismo, sobre todo tras leer a Heidegger en 1928 y descubrir en él un asteroide filosófico completamente imprevisto. Por dentro le cambió la vida y unos años después la cambió por fuera, desde 1932: dejó de actuar como el insolente, provocativo, disperso y feliz ensayista de lo real para reencauzarse en una ruta que le había sido ajena, la filosofía profesional, la filosofía académica.
Pero incluso ese grave percance de su biografía intelectual se salda con una última resistencia al contagio teológico y religioso de Heidegger en dos fases: una breve y contundente en 1929 y otra prolongada y minuciosa, incluso furiosa, en La idea de principio en Leibniz, que es un manuscrito abandonado en 1947 tras rematar por fin su pelea privada con Heidegger, y con más razón que un santo. Cuando Ortega se olvida de sí mismo, cuando desiste de ser quien es y escribe en libertad, desatado y brioso, entonces es un ensayista arrebatado y arrebatador: el mejor antídoto contra el idealismo embaucador, el más sugestivo intérprete de sucesos en movimiento, el más apto para fabricar en silencio, rumiando, personas libres y contingentemente felices, como lo fue él mismo: un escritor del siglo XXI.
Jordi Gracia es profesor y ensayista. Es autor de la biografía Ortega y Gasset, de inminente aparición en Taurus.

Ortega en sus circunstancias

Jordi Gracia indaga en la faceta más personal del pensador español en una nueva biografía

El ensayista reivindica la riqueza y el brío del autor de 'La rebelión de las masas'

José Ortega y Gasset, retratado por José Limeses y Antonio M. Saralegui.
A veces alguien escudriña la vida de un hombre durante cinco años y acaba pensando que apenas rozó el cofre del tesoro. Después de leer las 10.000 páginas publicadas de las obras completas y las cartas que siguen inéditas, las misivas que envió y las que recibió; después de atiborrar 20 libretas de notas y de llevar a cuestas a José Ortega y Gasset (1883-1955) como uno más de la familia durante un lustro, Jordi Gracia (Barcelona, 1965) concluyó: “Falta todavía algo a este libro que yo no he sabido encontrar. No he dado con la ruta que lleve a la intimidad de este hombre, al lugar de lo frágil y lo incierto, al espacio intersticial donde la luz se apaga, la melancolía rumia o los sentimientos se licúan sin fuerzas ni para pronunciarse”. ¿Frustración? “Es una manera retórica de decir que la intimidad es la pasión de pensar. Aquello que hace vibrar a ese sujeto, aquello que condiciona su vida es la vivencia potente, lúdica, intensa, feroz, de pensar... y es la musculatura de un señor de 70 años la que piensa con la vibración de un muchacho de 20”, replica.
Gracia, catedrático de Literatura y ensayista, acaba de publicar una biografía de 600 páginas sobre el pensador en la que hurga más en lo personal que en lo público. O mejor dicho, ha escrutado lo privado para contextualizar con más propiedad lo público. “La biografía no puede contar el día a día, pero sí necesita saber cómo es el día a día. Lo necesitamos para comprender la dimensión humana del sujeto. Las ideas de Ortega están vinculadas a momentos concretos de su vida”, sostiene durante una entrevista en la Fundación Juan March, corresponsable junto a la editorial Taurus de la colección Españoles Eminentes en la que se encuadra su libro.
Para ahondar en lo privado ha resultado crucial el acceso a todo el epistolario del autor de España invertebrada que aún permanece inédito. La correspondencia hacia, desde y sobre Ortega es una colección de apellidos irrepetibles: Azaña, Ocampo, Juan Ramón Jiménez, Maeztu, Unamuno, D’Ors, Zambrano o Bergamín. Un intercambio prolífico con los nombres más lustrosos del siglo XX. Y, sin embargo, Gracia intuye que Ortega era un hombre sin amigos. “Toda la correspondencia con todos es de usted. Fuera de la familia, la única persona con la que se tutea es Victoria Ocampo y yo creo que por iniciativa de ella. Resulta significativa esa incapacidad para gestionar las relaciones personales, para bajar del pedestal. La soledad radical de la que habla puede tener mucho de soledad personal y no sólo metafísica”.
La escritora y editora argentina Victoria Ocampo fue uno de sus tres amores. Una mujer capaz de rebatirle y hacerle sufrir. Aunque Ortega estuvo rodeado de poderosas mentes femeninas como las de sus discípulas Rosa Chacel o María Zambrano, su teoría sobre las mujeres no abandonó la caverna. “Es víctima del prurito teórico del filósofo. Hay teorías que han justificado la inferioridad de la mujer y Ortega se siente más cerca de esas teorías que de digerir la evidencia de que muchas mujeres incumplen ese patrón, para empezar por Victoria Ocampo, que denunciará esa miopía”, señala el biógrafo.
Examinar a ras al autor de La rebelión de las masas, fuera del pedestal, le ha permitido a Gracia abordar sus debilidades: su soberbia intelectual, su ocasional sobrecarga retórica que Gracia llama “cirrosis del estilo”. Mientras que afrontarlo de principio a fin, huyendo del lema, le ha permitido restituirlo en su integridad. “Existe cierta propensión a fosilizar a Ortega en frases y latiguillos que le sintetizan y le falsean y cuando vuelves a leerlo de verdad entero redescubres la potencia del creador”.
Ni una sola de las frases orteguianas que de tan repetidas parecen eslóganes se cuela en la conversación de Jordi Gracia: “He redescubierto un Ortega vibrante, denso, potente, convincente, agresivo”. Un individuo superdotado, excepcional y un tanto “extravagante” como su afán de conciliar liberalismo y socialdemocracia. O en su radical ateísmo, entonces un verso suelto entre la élite que, pasada la guerra, le costaría la enemistad perpetua de la Iglesia y sus ideólogos. “Era sorprendente en términos históricos que alguien de primer nivel no oculte la ausencia de fe, y además deplore la condición de inferioridad de la moral católica. Él se autodefinía como aquel que aspiraba a una cultural laica y civil. El nacionalcatolicismo no odió a nadie como a Ortega. La Iglesia sabe que es la peor dinamita que ha engendrado la edad de plata, el peor ácido corrosivo de su legitimidad”.
Hay varias leyendas que Gracia tumba. “No fue nunca franquista, pese a colaborar olímpicamente en el ‘servicio nacional’ de propaganda en 1938”, escribe. Cuando interviene en público tras su exilio en la reapertura del Ateneo de Madrid en 1946, “cree de veras que puede ayudar a rectificar el sistema”, expone en la entrevista. La decepción de Ortega le lleva a desaparecer de la vida pública española y a intensificar sus actividades internacionales. De esa época es su encuentro con Heidegger, el filósofo que le había cambiado la vida.
¿Es el gran filósofo español? “¿Hemos tenido otro?”, responde Gracia, “es uno de los grandes escritores del siglo XX y el gran civilizador de las élites intelectuales españolas, el que enseña a pensar sin supersticiones. Reivindico su vigencia para adiestrar el pensamiento racional aunque conduzca a recortar grandes sueños o rebajar ilusiones”.
Fue un púgil pesado contra la falsedad, un viejo con pulsión intelectual juvenil y un joven con lecturas de viejo. “Ortega desde luego”, escribe su biógrafo nada más empezar, “no es normal”.

el dispensador dice: cada uno de nosotros, cada ser humano, viene imbuido de una memoria, de una convergencia habilidosa de sentidos que lo habilitan a entender el mundo según sus ojos, según sus oídos, y según sus circunstancias... 

cada uno de nosotros, cada ser humano, somos el aura que vestimos sin que la mayoría de los otros seres humanos la perciben, ni siquiera la vean, así como somos la memoria que nos trae y nos lleva desde y hacia el propio "karma"...

Ortega y Gasset representa una observación profunda sobre el pensamiento occidental... 

desde sus circunstancias hasta hoy el mundo humano se ha ido envolviendo en urgencias que le han hecho perder de vista los sentidos intrínsecos de la vida... el sentido de la vida misma como oportunidad de expresar las perspectivas sobre las circunstancias que prodiga el hecho de respirar, gastar tiempos y ocupar un espacio que es único... tan único como el espíritu contenido o como el alma traducida...

las circunstancias son simples en sí mismas... pero se hacen complejas según la calidad y la condición de las perspectivas...

hay gentes tóxicas que hacen de las circunstancias un monumento al drama o la tragedia...

hay gentes que contaminan las circunstancias movidas por envidias y vanidades, soberbias que les nublan los sentidos, restándoles capacidad de comprensión de los hechos fuentes y de los otros consecuentes...

hay gentes simples que toman la vida como un oleaje de momentos, instantes que hacen de la vida una playa de mares tranquilos, o bien una costa acantilada con mares agitados por turbulencias que van más allá de las mareas... 

occidente se ha ido embarrando en un entrevero de empecinamientos y antojos, que le han hecho creer en la bondad de los mediatismos, sin dimensionar el deterioro de los valores sociales, tribales e individuales, conduciéndolo hacia un abismo de apuros y tropiezos del que nadie sabe cómo salir... esto es que occidente se ha ido sumergiendo en un maremagnun de incoherencias que hoy lo tienen atrapado y ciego, sin capacidad de lectura de la realidad, y en un franco proceso de desintegración social... hecho que condiciona la existencia del todo y también de sus partes...

occidente, con sus recetas devoradoras de destinos, ha incluso invadido el oriente reflexivo inundándolo con apuros que no le son propios y que, incluso, ni siquiera encajan en sus realidades... la consecuencia, es simple, el mundo humano permanece inmovilizado dentro de un planeta que se mueve por sí solo, sin que ningún humano haga nada por ello ni tampoco para ello... y el universo sigue su curso a pesar del hombre y sus circunstancias, hoy divorciadas de los equilibrios y de las equidistancias necesarias para las equidades...

el apuro no hace bien a vida alguna...

más allá, la urgencia deforma las razones de cada quien convirtiéndolas en argumentos sin sentidos que intentan justificar lo injustificable, explicando lo inexplicable, esto es haciendo complejas que en esencia no lo son... de allí que las palabras hayan ido perdiendo sus respectivos sentidos... los que han sido reemplazados por oportunismos vacíos que no conducen a ninguna parte... uno dice algo... que seguramente no será bien comprendido ni entendido por el otro... porque en verdad, aquel que dice algo, esconde una segunda intención que trastoca el sentido motivacional del encuentro... la química no se ve, pero existe y sus consecuencias son inapelables... curiosamente, las palabras también conllevan su química... y si no eres lo que dices... entonces eres una paradoja de ti mismo...

y el mundo humano se ha ahogado en paradojas... donde ningún mensaje es lo que expresa... de allí los vacíos y sus ausencias... de allí las ausencias y sus abismos...

hay muchos, muchísimos seres humanos que no saben, ni quieren saber del aura ni del karma... por ende desconocen que existan seres humanos con capacidades suficientes como para ver aquellas auras y sus karmas memoriosos u olvidadizos... hecho que agrava la paradoja... pero el aura en sí misma revela (a quien la pueda ver) la contradicción entre palabra e intención subyacente... incluso, el karma revela los sentidos de los pasados grabados en las sucesivas etapas de una misma aura... y... allí asumen sentido las convergencias que dan forma a una determinada circunstancia... de la que nadie puede escapar, como tampoco podrá huir de su destino, jamás...

cada quien entiende que su vida comienza y termina en sí mismo, en su yo... sin comprender que sin el otro no será nunca "nada"... obsérvese que ningún "yo" podría ser tal, si antes no hubiese una madre motora de esa vida... y hasta el día de hoy, no hay humano que haya podido prescindir de su madre para llegar a esta Tierra... para transitar sus propias circunstancias, y sólo ellas. MAYO 24, 2014.- 

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