viernes, 16 de mayo de 2014

TITULANDO AVES ▲ El jilguero

El jilguero



El Cultural

El jilguero

Donna Tartt

Traducción de Aurora Echevarría. Lumen. Barcelona, 2014. 1,154 páginas, 24,90 euros. Ebook: 12,90 euros
STEPHEN KING | 16/05/2014 |  Edición impresa




Donna Tartt


Consideremos los problemas de la novela larga, en la que el peso es tan merecedor de un examen crítico como el contenido. Tenemos, por ejemplo, la famosa crítica que Jack Beatty hizo de Chesapeake, de James A. Michener (865 páginas): “Mi mejor consejo es que no la lean; el segundo es que no dejen que les caiga en un pie”. Presuntamente, Beatty la leyó, o al menos la hojeó, antes de brindar estas útiles indicaciones, pero la intención está clara. En esta época apresurada, los libros gruesos son contemplados con sospecha, y a veces, desdén. La suspicacia de los compradores de libros está más justificada. Al fin y al cabo, al crítico le pagan por leer. Los consumidores tienen que gastar su dinero para tener el mismo privilegio. Y luego está la cuestión del tiempo. Los compradores tienen todo el derecho a preguntarse si realmente desean entregar dos semanas de su vida a una determinada novela, y si valdrá la pena habiendo tantas -la mayoría bastante más breves- que reclaman su atención.

Por último, examinemos al novelista, en este caso, Donna Tartt (Misisipi, 1963), cuya primera novela, El secreto, publicada en 1992, fue acogida con el entusiasmo de la crítica y excelentes ventas. Su sucesora, Un juego de niños, vio la luz 10 años después. Esto significa que en su última novela, El jilguero, ha trabajado al menos otro tanto. Tan enorme inversión de tiempo y de talento es indicio de una ambición igualmente enorme, si bien con seguridad ha habido fases de falta de confianza en sí misma. Escribir una novela de esta extensión y densidad equivale a hacer la travesía de Estados Unidos a Irlanda en una barca de remos, un trabajo al mismo tiempo solitario y agotador. Es de suponer que el autor se cuestione si todo eso sirve para algo o qué pasa si hace la travesía y no es recibido con vítores, sino con indiferencia o desprecio.


El jilguero es una rareza que se da quizá media docena de veces en una década
Es mi feliz deber comunicarles que no es el caso, y que todos los recelos pueden ser dejados de lado. El jilguero es una rareza que se da quizá media docena de veces en una década, una novela escrita con inteligencia que conecta tanto con el corazón como con la mente. La he leído con la mezcla de pánico y excitación que siento cuando veo a un lanzador que va a llegar a las últimas entradas de un partido de béisbol sin haber permitido ni una vez alcanzar las bases al equipo contrario. Uno está a la espera de que todo se eche a perder; pero en El jilguero eso no ocurre.

Como en el mejor Dickens (no seré el último en hacer esta comparación), la novela da un giro por puro accidente, en este caso, una fuerte tormenta sobre la ciudad de Nueva York. Theo Decker, nuestro narrador adolescente, ha sido expulsado temporalmente del colegio. Él y su madre, por la que siente un gran afecto (“Todo cobraba vida en su compañía; irradiaba una luz teatral llena de hechizo”), habían salido para una “entrevista” con las autoridades de la escuela, pero se refugian en el Museo Metropolitano de Arte para escapar del mal tiempo. Se produce un atentado terrorista con bomba y muere mucha gente. Una es una mujer con un bronceado artificial: “Su tez tenía un saludable color albaricoque a pesar de que le faltaba la parte superior del cráneo”. Audrey Decker, la madre de Theo, es otra de las víctimas.

Por supuesto, todo esto es historia alternativa (o, si lo prefieren, secreta). Semejante ataque nunca ocurrió, y el cuadro que un aterrorizado Theo escamotea de las ruinas -El jilguero, pintado en 1654 por Carel Fabritius- nunca ha sido robado. Se encuentra en la Galería Real de Pinturas de La Haya. Esto no menoscaba la afortunada narración de Tartt, que se prolonga durante 10 años de peripecias de Theo. La primera nota encierra una ansiedad al estilo de Rebeca. En esa novela, el anónimo narrador empieza diciendo, “Ayer soñé que volvía a Manderley”. Theo comienza de forma tan parecida que podría ser un homenaje: “Cuando todavía estaba en Ámsterdam, soñé con mi madre por primera vez desde hacía años”. Es posible que no soñase con ella a menudo, pero Audrey Decker rara vez abandona la mente de este Oliver Twist del siglo XXI. Sorprende que tan pocos novelistas escriban satisfactoriamente sobre la aflicción, pero Tartt -cuyo lenguaje es denso, evocador y tan vívido que embriaga- lo hace de forma insuperable. “Estaba fuera de juego”, dice Theo. “La desorientación que producía estar en la casa equivocada, con la familia equivocada... atontado, aturdido [...]. No dejaba de pensar que tenía que irme a casa, y entonces, por millonésima vez, no podía”.


Sorprende que tan pocos novelistas escriban satisfactoriamente sobre la aflicción, pero Tartt lo hace de forma insuperable
En lugar de al hospicio, Theo va a parar a una familia pija de Park Avenue, los Barbour, y conoce a un amable restaurador de muebles llamado James Hobart (“pero todos me llaman Hobie”) -un personaje dickensiano donde los haya- que se convertirá en su amigo para toda la vida. También se reencuentra con Pippa, una chica a la que observaba fascinado en el Museo Metropolitano justo antes de que el mundo estallase a su alrededor. Había sido gravemente herida, pero se recupera y, al igual que en Pippa Passes, de Browning, sus apariciones periódicas en la narración señalan grandes cambios.

Si hay un Fagin en la vida de Theo, ese es su padre, que lo arrastra con él a Las Vegas; no a la ruidosa Franja, sino a una siniestra urbanización de las afueras donde la mayoría de las casas están vacías, las calles llenas de tierra arrastrada por el viento, y adonde se niegan a ir los repartidores de Domino's. Theo contempla su nueva habitación consternado. “Parecía la clase de cuarto en el que, en la televisión, asesinarían a una prostituta o una azafata”.

El padre es alcohólico y jugador compulsivo. Su novia, la jovial (y, al final, compasiva) Xandra, esnifa coca. Estando a cargo de semejantes adultos, no es sorprendente que Theo se enganche a Boris Pavlikovsky, el personaje más brillantemente delineado de la novela. Puede que Boris sea un poco demasiado ingenuo en relación con Estados Unidos para ser un chico tan listo, pero su inquieto buen humor, su energía sin límites y su encanto instantáneo son imposibles de resistir para Theo, y para el lector. Tartt retrata la amistad de estos dos adolescentes a la deriva con una claridad de observación que habría creído casi imposible para una autora que nunca formó parte de ese cerrado mundo masculino: las interminables charlas y conjeturas, las infinitas sesiones mirando la televisión y comiendo pizza, los porros de marihuana y los pequeños hurtos; la clase de relación en la que una ceja enarcada puede bastar para provocar un estallido de carcajadas sin remedio.

No obstante, atravesando permanentemente la novela, está el cuadro del jilguero de Fabritius, que Theo transporta a escondidas a través de sus accidentados años. Es su recompensa, su remordimiento y su carga, “su pequeño prisionero solitario”, “encadenado a su percha”. Theo también está encadenado, no solo al cuadro, sino al recuerdo de su madre y a la fe inquebrantable en que pase lo que pase, el arte nos eleva por encima de nosotros mismos. “El cuadro”, observa, “era el punto fijo al que todo estaba anclado: sueños y signos, pasado y futuro, suerte y destino”.


Como en el mejor Dickens, la novela da un giro por puro accidente
Hay toques dickensianos de suspense y brillantes caracterizaciones. Por ejemplo, la de la madre de los Barbour: “Incluso cuando estaba a su lado, su voz sonaba como si estuviese emitiendo señales desde Alfa Centauri”. Y es cierto que hay algunos desaciertos. Resulta difícil creer que la información de la televisión sobre un ataque terrorista pudiese ser interrumpida por un anuncio de colchones, y hay mucho más sobre restauración de muebles de lo que yo habría necesitado.

Sin embargo, en su mayor parte El jilguero es un triunfo con un tema valiente que la atraviesa: el arte puede crear adicción, pero también rescatarnos de la “burda tristeza de las criaturas que luchan con denuedo por su vida”. Donna Tartt nos brinda un extraordinario trabajo de ficción.

Dicho esto, no dejen que les caiga en un pie.
 

el dispensador dice:
cuando el colibrí agitaba sus alas frente a mi ventana... mirándome y convocándome a hacer lo propio... me invadió una extraña paz... sus verdes superlativos y sus azules más que intensos me subyugaban... minutos después se repitió la escena con dos... y luego se sumó un tercero... evidentemente, ellos habían descubierto que estaba tras el vidrio y estaban intentando decirme algo... salí al jardín y permanecieron allí, junto a la santa rita, hablándome con sonidos indescifrables pero, curiosamente, comprensibles...

desde entonces, la escena se ha repetido en innumerable cantidad ocasiones, incluso ayer mismo uno de ellos permaneció dando vueltas cerca de mi ventana durante un lapso prolongado, como buscando mi compañía...

sucede que las aves vienen por cientos por día al jardín, porque hace muchos años se me ocurrió alimentar a los gorriones y a los jilgueros que andan dando vueltas en los árboles que hay en el mismo jardín... ahora, muchos años después, los he visto entrar a la cocina trinando por migas de pan... y hasta han llegado hasta el comedor y el mismísimo garage, sorprendiéndome con el vínculo que hemos construído de la nada... reuniéndose en extensas conversaciones de las que no participo, y a las que denomino "reuniones de consorcio" por lo intenso de las discusiones...

indudablemente, los pájaros son un agente vinculante con el mundo de las ideas, no sé cómo, pero sucede... ellos ven cosas que nosotros no... y entienden más de lo que los humanos en sus ciencias de conveniencias pueden creer...

cuando los pájaros libres llegan a tu ventana, y se meten en tu dormitorio para luego regresar a sus libertades, seguramente han descubierto tu paz... MAYO 16, 2014.-

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